SOCIEDAD

“Me decían que cuando veían a mi mamá, eso los movilizaba un poco”

Cristian Ramaro relató ayer la pesadilla que vivió durante los ocho días de su cautiverio. Dice que lo trataron bien, que lo medicaron por la diabetes, pero que igual temía que le amputaran un dedo. Y que comía “por supervivencia”. Vio noticias de su secuestro por la tevé.

El tío Héctor recién entraba a la casa. Estaba shockeado, tanto como su sobrino. Había dejado a Cristian Ramaro dormido en su cama después de ocho días de pesadilla que los mantuvieron en las puertas del infierno. “Lo tuvieron completamente vendado, volvió muy cansado y agotado: no descansó nada”, le dijo a Página/12. Ni siquiera descansó a la vuelta. Desde el martes a la noche, cuando bajó del auto que lo abandonó en un descampado oscuro de Del Viso, no dejó de recordar los días y noches del secuestro.
El martes de la semana pasada, Cristian estaba en Tigre. Como todos los días, atendía la boletería de La Interisleña, la empresa de traslados del Delta que pertenece a sus padres. El secuestro empezó en la puerta de la boletería: se lo llevaron en un auto hacia la casa donde permaneció toda la semana. Durante la estadía escribió una carta, leyó en voz alta noticias de su secuestro, intentó mirar el partido de Boca, oyó radio, escuchó la voz de su madre y a sus secuestradores “sensibilizados”. Mientras, pensaba en otros casos de secuestros, anteriores al suyo: con todo lo que había pasado, pensó que “capaz que me amputaban un dedo”.
Cristian habló de la historia del secuestro ayer, durante todo el día mientras pasaba las primeras horas desde la liberación. Un plantel de cámaras de televisión, movileros y periodistas permanecía de guardia sobre la calle Lavalle 386 de Tigre a la espera de su voz.
“Tenía noción del apoyo de la gente –dijo–, las cadenas de oraciones, que eso es lo que quiero agradecer, tenía noción de que estaban haciendo eso pero no de la magnitud.”
Estuvo tapado con una venda en los ojos, atado de pies y manos durante todo el cautiverio. El entorno se había convertido en un oscuro mundo de voces: la radio, los rezos de la gente que le acercaba el televisor, la voz de su madre, las noticias sobre el estado de salud de su papá. Los comentarios de sus cuidadores, parte de la banda del secuestro.
El jueves de la semana pasada llevaba cuarenta y ocho horas detenido cuando escuchó que sus padres pedían una carta como prueba de vida. Esa tarde estaba ilusionado. Le había pedido permiso al coro de voces que lo acompañaba para escuchar la transmisión del Boca-River: “Les pedí a los muchachos a ver si me podían pasar el partido aunque sea para escucharlo, aunque sea para distraerme de todo lo que estaba viviendo y salir del momento ese”. Al final, el plan del partido fracasó: se puso a escribir el mensaje para sus padres. Que nunca fue entregado a sus padres. No supo las razones ni en ese momento, ni después. Pero una de las voces era hincha de Boca. Cuando el partido terminó, al menos, le pasó los resultados.
Cristian ayer no lo dijo, pero poco después, probablemente el sábado, se puso a leer en voz alta los diarios. Eran las noticias del secuestro que habían salido publicadas ese día. Las voces ahora lo grababan. Su familia recibió el mensaje poco después.
Encapuchado, atado de pies y manos, se las arreglaba para no perder el registro del paso de los días. Pero perdía las ganas de comer. Llegó con su problema crónico de diabetes, y apenas pudo se los contó a los secuestradores. Ellos tomaron nota, y enrolados en ese extraño papel de enfermeros a cargo de proteger una vida cotizada por el precio de un botín, cumplieron punto a punto con las restricciones de su dieta sin azúcar. El chico de 23 años ayer seguía sorprendido: “Me contuvieron”, decía. “Eran profesionales, no asesinos.” A pesar de los cuidados y del esfuerzo de la dieta, el encierro le había cortado el apetito. “Comía por una cuestión de supervivencia, porque en esos casos uno no tiene ganas de nada.”
Dormía poco. A veces, contó, “me dormía de a poquito a la noche, si no me la pasaba despierto”. No pudo retener las caras porque, dice, nunca las vio. Tampoco pudo retener las voces: eran dos o tres distintas, charlaban con él. Le hacían comentarios sobre su familia, cuyas caras entraban repentinamente dentro de la casa del cautiverio a través del televisor. Esas voces que “estaban como distorsionadas”, dijo: “Me decían que cuando veían a mi mamá que salía, eso los movilizaba un poco, no sé qué sentimiento tenían: pero algo les producía, me decían que mi mamá estaba mal”.
De entrada estuvo claro cómo serían las reglas de juego. La ronda de voces le fue diciendo que se quedara tranquilo: que lo mantenían sólo “por el dinero”. Y aparentemente nada perturbó esa suerte de convivencia pacífica, donde cada quien mantuvo la calma sostenido sobre sus roles. Sólo “hubo un par de momentos”, contó Cristian, en los que los tonos de las voces habían cambiado. Se habían endurecido, estaban enojados tal vez por alguna situación vinculada con el pago del rescate. Aunque, dijo, “no se vengaron” con él.
Las voces se apagaron recién cuando lo dejaron solo en el descampado. Cristian le pidió auxilio a una familia, las primeras personas con las que se cruzó. Llegó a su casa, atravesó el frente desbordado de vecinos, de cámaras de televisión y de periodistas. Las caras de las voces que lo habían acompañado esos días. Saludó, y más tarde agradeció. Habló de Dios, de las oraciones que lo mantuvieron en pie, de que no es quién para juzgar a los secuestradores: “Eso lo harán Dios y la Justicia, tal vez”, dijo.
Apenas entró, Cristian fue al baño. Abrió las canillas de la ducha. Lo hizo una vez, después otra. Dos o tres veces, contó ayer.

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La foto de la felicidad: papá y mamá Ramaro, y Cristian con su novia. Durante buena parte del día festejaron con los vecinos.
 
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