SOCIEDAD

Tres niños incas muestran su ajuar en su flamante casa, en Salta

Se trata de los objetos hallados en la sepultura de las tres momias mejor conservadas del mundo, halladas en 1999.

 Por Pedro Lipcovich

Los Niños del Llullaillaco –las momias mejor conservadas del mundo– tienen desde ayer, en la capital de Salta, un museo íntegramente dedicado a ellos y a su precioso ajuar: las delicadas plumas, que para su adorno habían llegado de todos los puntos del Imperio Incaico; los muñequitos de oro y las muñecas de plata; los platos ceremoniales llegados del Cusco. Y en el centro helado del museo, los cuerpitos perfectos que, por ahora, sólo cada seis meses y durante diez minutos se descubren para el estudio de los especialistas. Un cuádruple sistema de seguridad los protege, aunque nunca tan bien como las condiciones naturales que, a 6730 metros de altura, los mantuvieron intactos durante más de 500 años. Desde que los tres Niños y su ajuar fueron descubiertos, en 1999, su estudio contribuyó a una mejor comprensión de la cultura que, en aras de la unidad del Imperio, los llevó al sacrificio, no por castigo sino porque eran nobles y merecían, no la muerte sino “otro estado de vida”. Página/12 visitó su casa, el Museo de Arqueología de Alta Montaña de Salta –constituido a la altura de los mejores del mundo– y registró los resultados de las últimas investigaciones sobre el drama político, cultural y religioso del que son vestigio intacto.
La penumbra de las salas –la preservación de los objetos requiere un control estricto de la luminosidad– contribuye a la experiencia enrarecida de lo que los investigadores han resumido como “un mundo en miniatura”: así, el tocado de plumas que adornaba la cabeza de la Niña mayor –tenía 15 años cuando fue enterrada– es exactamente reproducido por el tocado de una muñeca de plata de unos 13 centímetros de altura. Es de plata porque “la plata, como la luna, representan la línea femenina, que en el nivel de las ofrendas cotidianas se expresaba en un alimento como la papa”, explica Christian Vitry, jefe del área de investigación del museo. En cambio, el Niño en miniatura es de oro, “que, como el sol y el amarillo maíz, siguen la línea masculina”.
Hay una sala dedicada al ajuar femenino, que acompañaba a la niña de 15 y a la de seis, y otra para el ajuar masculino que estaba junto al niño, de unos seis años. El femenino: cucharas labradas; platos con cabeza de pájaro, vasos y espóndilos –conchas procedentes del Caribe, símbolos de fertilidad–; todo con una pequeñez de pesadilla. En la sala del ajuar masculino, caravanas de llamas del tamaño de soldaditos de juguete, y muñecos que representan al Niño, con plumas en penacho sobre el oro de sus cabezas. Las ropas que los cubren están perfectas, en su textura y sus colores, después de 500 años bajo la tierra. Ahora se conservan a una temperatura constante de 18 grados, con 45 por ciento de humedad.
“Todos los objetos están en la posición que originariamente tenían en el enterramiento; sabemos que cada grupo de objetos tenía un significado específico, y seguimos investigando”, cuenta Vitry. El enterramiento –descubierto en 1999 por un equipo dirigido por el arqueólogo Johan Reinhard– se hallaba en la cumbre del volcán Llullaillaco, a 6730 metros de altura, a una temperatura de entre 10 y 15 grados bajo cero, en ambiente naturalmente aséptico, enterrados entre 1.60 y dos metros de profundidad. “Hay unos 25 enterramientos de este tipo en los Andes: éste es el mejor conservado de todos, y en realidad son los cuerpos mejor conservados que se han encontrado en el mundo”, asegura Vitry.
Desde que fueron descubiertos, se entendió que el enterramiento de los Niños había tenido un sentido de ofrenda religiosa. Cinco años después, la profundización de su estudio y el cotejo con crónicas del siglo XVI permiten precisar esta significación: “Ciertas deformaciones en los cráneos indican que los Niños procedían de familias nobles del Imperio Incaico, a cuyos bebés se les practicaban esas modificaciones. Pertenecían al Collasuyu, la región que abarcaba el norte de la Argentina. Después de una preparación que incluía su viaje al Cusco, la capital, donde recibían una consagración religiosa, los niños volvían y eran llevados a la montaña. Allí se les daba una bebida, probablemente chicha, hasta que quedaran inconscientes. Y eran enterrados con el ajuar: la creencia era que no iban a morir sino que entrarían en otro estado de vida. De hecho, sus cuerpos y sus caras denotan que murieron sin recuperar la conciencia. Sus familias los acompañaban, en una especie de fiesta religiosa. Este tipo de sacrificios era previo al Incanato, propio de la cultura colla: para los incas, tomarlos y adaptarlos tenía el sentido político de sellar la incorporación de los grupos étnicos anexados”, explica el investigador. Los Niños en sí mismos todavía no están expuestos al público (ver recuadro). Hay, sí, representaciones de sus cuerpos, y está escrita la leyenda que previene sobre ese momento culminante de la experiencia: “El visitante puede elegir si desea o no observar los cuerpos, siempre con mucho respeto y en silencio”.

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Christian Vitry es el jefe del área de investigación del museo.
 
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