SOCIEDAD

Desventuras de un argentino que terminó su viaje a EE.UU. escoltado

Juan Pablo debía pasar diez horas en un aeropuerto de Estados Unidos para tomar un avión de regreso a Argentina. Pero eso ya no es posible. Terminó encerrado en una habitación con un custodio jamaiquino que no lo podía perder de vista.

 Por Alejandra Dandan

Cuando dejó Ezeiza, Juan Pablo Bonora estaba contento por varias razones pero sobre todo porque pisaría nuevamente Nueva York. El viaje no era directo, pero el precio bien lo merecía. Había sacado su boleto por Taca, una compañía de Costa Rica, hizo escala en San José antes de entrar a Estados Unidos. Cuando estaba llegando, contestó el formulario de entrada de Migraciones, tal como hasta ese momento hacía cada uno de los argentinos con intenciones de pasear libremente en un país más libre aún. Tal como hacían, porque Juan Pablo llegó el 4 de enero, antes de la reinstalación del visado obligatorio y de que, por esa misma disposición, acabara en medio de una escena digna de una película de bandidos.
Si la historia de Juan Pablo fuera escrita para la industria del cine, arrancaría con el plano corto de un joven kinesiólogo con cara de perdido en un aeropuerto de Nueva York. Dos segundos después señalaría más arriba hasta descubrir a Shawn, un jamaiquino dispuesto a dejar claras dos reglas de juego. El haría de escolta, y Juan Pablo de escoltado.
–¿You understand?
–¿Qué escoltar qué? –diría Juan Pablo a los saltos antes de corregirse– Sorry, mister, ¿You escoltarme? ¿Why?
El 4 de enero, cuando tomó el avión vía Costa Rica, el único problema que tenían los aeropuertos norteamericanos eran la suma de controles, un poco excesivos, después de los atentados del 11 septiembre. El tema parecía haber afectado poco a los argentinos, o al menos eso creía Juan Pablo. Todavía era muy pronto para preocuparse por el flujo migratorio masivo que después apareció en la Florida. Su viaje, después de todo, sería breve y bien burgués: no pretendía quedarse, ni infiltrarse entre ilegales. Solo quería pasear, estar unos días de vacaciones, ir a Boston y volver tres meses después, tal como hacen (hacían) los mejores turistas.
Lo hizo así y fue un correcto turista hasta que pasó casi a ser un clandestino. Cuando escuchó los primeros rumores sobre el cambio de las políticas de migración para argentinos, le quedaban veinte días de viaje. Ya había recorrido bastante y, cansado de tanto inglés, tenía decidido un paseo a Roma, donde visitaría a un amigo.
El pasaje era de Lufthansa: llegaría a Roma vía Frankfurt y después volvería. El regreso estaba fechado para el 14 de marzo a las 7.20 pm. Así llegaría al aeropuerto JFK de Nueva York para tomarse el avión de Taca que salía a las 5.25 am hacia Costa Rica. Tenía 10 horas de espera. Es decir 10 horas que se convirtieron no sólo en un error personal sino en el peor error que, de ahora en más, podría cometer cualquier habitante argentino que intente pisar el suelo norteamericano como pasajero en tránsito.
–¿Está seguro de que no necesito ningún permiso para volver a entrar al aeropuerto de Nueva York? –preguntó antes de salir a Italia.
Le dijeron que no y lo dejaron partir tranquilo. Lo único que le pedían era una tarjeta de color azul, se la darían en la compañía aérea cuando regresara por Frankfurt. Esa tarjeta azul era especial para pasajeros en tránsito. Con esos datos partió tranquilo y tanto que llegó a Roma, vio a su amigo, visitó unas ruinas y después volvió al avión que lo dejaría en Estados Unidos. Pero eso no pasó. Hubo una escala en Frankfurt:
–¿Qué, cómo que no puedo ir? –decía ahora medio en alemán, medio en inglés y medio intranquilo.
El joven argentino ahora no podía salir Frankfurt ni entrar a Estados Unidos. Las explicaciones de la gente de Lufthansa fueron las siguientes: 1. La famosa tarjeta azul ya no existía. 2. Ya no existía, tampoco, la categoría de pasajero en tránsito en su circunstancia. 3. Las largas esperas en el aeropuerto estaban prohibidas y 4. Su estadía en tránsito superaba el tope de ocho horas preestablecido por ley.
Voló lo mismo, con un acuerdo: “Usted –le advirtieron– no se baja del avión hasta que desciendan todos los pasajeros”.
Juan Pablo contó hasta setecientos y recién entonces se levantó del asiento. El último pasajero del vuelo acababa de bajar en Nueva York yahora los tacos alemanes de una azafata atravesaban el pasillo dispuestos a llevárselo.
–Un hotel, señor –le explicaron–. Tiene que irse a un hotel.
–¿Un hotel? ¿Pero a dónde? ¿Cuánto me cuesta un hotel ahora?
La decisión de la compañía era irreversible. Juan Pablo no podía quedarse allí esperando el vuelo. Le pidieron 120 dólares por cuatro horas de hotel más gastos de comida. Cenarían él y su próximo compañero de cuarto, un tal Shawn que además sería custodio y dama de compañía.
–¿Que soy un qué? –preguntó Juan Pablo.
–Un T.W.V. Usted es un T.W.V.
Las siglas quedaron estampadas en su pasaporte. Un T.W.V., miró Juan Pablo, significaba un Tourist Without Visa pero también ya era un tourist without pasaport y without pasajes: Shawn tenía todos sus papeles encima.
Pasó como rehén el resto del tiempo. Como no tenía plata Lufthansa pagó el hotel y de a poco se fue enterando de que su cabeza tenía precio. Si se le ocurría escaparse, dijo Shawn, la compañía debía pagar una multa de 10 millones de dólares al Estado.
–Pero con vos –compuso el guarda– va a estar todo tranquilo.
En las horas siguientes, Juan Pablo conoció la historia de Shawn e incluso que ese mismo día había estado con otros 22 T.W.V. Su empresa es una de las contratadas por las compañías de aviación del aeropuerto para seguir el movimiento de los pasajeros en tránsito y sin visa. Según los datos del escolta, muchos usan esa situación para quedarse como ilegales dentro de Estados Unidos. Sacan un pasaje extra con la única idea de hacer escala en alguna de las bases aéreas de aquel Estado y después perderse.
En eso estaban cuando en el cuarto se sintieron los primeros ronquidos. Los seguimientos habían dejado a Shawn profundamente dormido. Ahora Juan Pablo estaba un poco más solo, aún seguía en el cuarto de hotel y aún tenía dos horas por delante.

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Cola en la embajada para obtener la visa, reinstaurada en marzo para evitar la avalancha.
 
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