SOCIEDAD › VECINOS QUEMAN LA CASA DEL JOVEN ACUSADO DE MATAR A UNA NENA

Furia y llamas por un crimen brutal

Un chico de 16 años fue detenido por el homicidio de una nena de 4, en Rafael Calzada. Los vecinos atacaron dos veces su vivienda.

 Por Horacio Cecchi

A las once de la noche del domingo, todo el barrio San Javier, de Rafael Calzada, sabía que a la pequeña Milagros Moreira la habían encontrado asesinada y quizá violada en un viejo lavarropas de la casa del Pilín, y todo el barrio San Javier sabía que al Pilín lo habían llevado detenido los uniformados como principal acusado. A esa hora, después de que se fueran los peritos y la policía hubiera aflojado la guardia, la casita de Avellaneda y San Juan fue pasto de las llamas –como si el fuego restituyera– desatadas por el dolor y el odio que provoca la impotencia. Doce horas después, la misma casita fue reincendiada, fue pasto de las llamas desatadas por el grito irracional de la venganza –como si el fuego purificara–. A cincuenta metros de allí, sobre Avellaneda y La Rioja, la casa donde viviera la pequeña Milagros seguía aplastada por la sorpresa, mientras el vecindario rodeaba la puerta del frente, atraído por la presencia del espanto y atrapado por la congestión de medios.

La tierra apenas afirmada de la calle Avellaneda, entre San Juan y La Rioja, estaba partida en dos. Una línea de uniformados con sus cascos, escudos y bastones largos, hacía de dique y dividía aguas. A sus espaldas, la casa del Pilín. A su frente, la de la pequeña Milagros. No es que aquella aguerrida línea de hombro con hombro uniformado fuera capaz de partir el barrio en dos, porque se sabe que cualquiera podía saltear el dique policial tan sólo dando la vuelta a la manzana. Pero, curiosamente, cumplía su cometido. De un lado, junto a la puerta de la casita renegrida de hollín, apenas si quedaba el perrito tiritando y ya sin dueño. Del otro, toda la esquina de Avellaneda y La Rioja estaba cubierta por una multitud que se interesaba en las declaraciones de Rodolfo, el abuelo de Milagros, o se reunía en círculos frente a la puerta donde se perdían en rumores y comentarios, o simplemente curioseaba atrapada por la imagen imán de los medios.

En esos relatos que hacían rondín entre vecinos, la verdad daba vueltas en subjetividades. Pasadas las siete de la tarde del domingo, Milagros, de 4 años, jugaba en la calle con un primito y unas amiguitas. Pilín, de 16, la invitó. La nena entró y no se supo más. Según los vecinos, los padres llamaron al 911 porque sospechaban del Pilín. Según el capitán Raúl Chivih, de la 5ª de Almirante Brown, llamaron porque no encontraban a su hija. La diferencia es nimia. Lo cierto es que cuando llegaron, Rodolfo, el abuelo de Milagros, entró con una comisión policial al 4302 de Avellaneda. Atravesaron las rejas todavía blancas, y encontraron en el interior al chico, sentado en una silla. Al fondo, en un jardín baldío interno, entre la carcaza de una camioneta y un par de heladeras venidas a menos, encontraron el cuerpito de la nena, dentro del latón de un viejo lavarropas. Tenía un hematoma en la cabeza que aparentemente le había provocado la muerte.

Allí nomás, Pilín fue detenido. Y en su trayecto hacia el patrullero familiares y vecinos intentaron lincharlo. Hasta las once de la noche trabajaron los peritos levantando pruebas en lo que parecía un caso cerrado. Después se retiraron. Minutos después, la casa de Pilín era pasto de las llamas.

En la comisaría, según fuentes oficiales, Pilín confesó que la había asesinado y que lo había hecho porque escuchó una voz del más allá que se lo ordenaba. Los peritos intentaban determinar anoche si la pequeña fue violada e intentarán en unos días saber si es verdad que Pilín escucha voces del más allá, o sea, si es presa de una psicosis que lo convierta en inimputable. Los 16 años no le bastan para serlo.

Por la mañana, después del incendio nocturno, Rodolfo, el abuelo de Milagros, sin quererlo alimentó los rumores. Salió a la puerta de su casa, una y otra vez, para relatar aquel ingreso a la casa del Pilín. Dijo que un muchacho de unos 25 años le tocó el hombro por atrás y le preguntó: “¿Puede reconocer a su nieta?”, y que cuando se dio vuelta el muchacho se había escapado en una camioneta. La sombra del cómplice se alimentó en los corrillos vecinales y se multiplicó en los medios. Por la tarde, el muchacho ya no era cualquiera sino que era “un muchacho de 21 años, que se venía haciendo amigo del Pilín”, dijo a Página/12 una mujer que temía identificarse por represalias. “Yo creo saber quién es –agregó otra, a su lado–. Si es el que yo digo vive a la vuelta de mi casa y va a la misma escuela que mi hija”, aseguró sin dar su nombre, justificada en el pánico que le provocaba. “Si yo hubiera estado ahí al Pilín y al otro los hubiera asesinado con mis propias manos –agitaba una tercera, más bien voluminosa–. No me importa si me llevan presa. Acá todos tenemos hijas y esto le puede pasar a cualquiera.”

Finalmente, el cómplice se deshizo en la nada. “En la causa hay un solo imputado y está detenido –aseguró Chivih a este diario–. El cómplice no existe, es una confusión que ya fue aclarada. El sospechoso del que hablaba el abuelo era un testigo que llevó la comisión policial y que entró con él.”

A todo esto, en el barrio circulaba una y otra vez la historia de Pilín. Que lo había recogido de la calle el matrimonio dueño de la casita incinerada, cuando tenía dos años. Que vivió en el barrio otros 14 sin que se avizorara semejante final. Que sus padres adoptivos lo habían cuidado, pero que vivían en Capital. Que su familia originaria era más oscura que las cenizas de su casa. Muchos lo acusaban de intentos de violación. Otros nunca hubieran imaginado nada.

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La casa de Pilín, donde fue encontrada la nena muerta, fue blanco de la furia vecinal.
 
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