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Como en aquel enero, hace cuatro años, en Uruguay

Una vez más. Una nueva clínica, una estampida de rumores y un diagnóstico oficial que intenta detener en vano las secuelas que van dejando los excesos en el cuerpo del Rey. Como ayer, hace poco más de cuatro años, Diego Maradona terminaba internado de urgencia por sobredosis de cocaína en el Sanatorio Cantegril de la costa uruguaya. Aquel martes 4 de enero sus amigos salían a desmentir como podían la información que se colaba en las primeras planas de medios nacionales y extranjeros. Aseguraban, como lo hicieron ayer durante todo el día, que la internación era producto de una “arritmia ventricular e hipertensión arterial”. Para entonces, el Rey acumulaba una larga historia de encantamiento, distancia e intentos brutales de recuperación para esquivar la adicción. A la internación en Punta del Este le si-guió el tratamiento de recuperación en Cuba. La de ayer aún no se sabe cómo termina.
La internación en Punta del Este fue repentina, tanto como la de ayer. La noticia se conoció a las 17.42, en aquel día del verano del 2000, a través de un canal de televisión uruguaya. El país quedó paralizado. Ese día el caso Maradona desplazó de la primera plana al impuestazo, las tendencias de la temporada esteña y los anuncios del entonces ministro de Justicia de la Alianza, Ricardo Gil Lavedra, sobre el pedido de extradición de 45 represores argentinos ordenados por el juez Baltasar Garzón.
El director del sanatorio confirmó la internación con un pronóstico reservado: “Tengo entendido –decía Waldemar Correa– que el paciente es portador de una crisis hipertensiva crónica, que afecta a un 10 por ciento de la población”. Guillermo Coppola y el entorno de Diego hicieron esfuerzos desmesurados por tapar la sobredosis que un día más tarde confirmaban los resultados del examen de orina.
Alegrías de la que, desde hacía tiempo, Maradona parecía olvidarse. Página/12 recordaba el 5 de enero un diagnóstico del psiquiatra Haruthyan Arto Van, quien había atendido al Diez en Suiza durante otra de sus descompensaciones. “El problema de Diego –dijo– no es la droga: es Maradona.” El comentario había enfurecido al gran maestro, pero Arto Van había encontrado la llave de uno de sus conflictos estructurales. Tal como lo entendió el especialista, él durante su vida había abierto a puntapiés un universo en el que los consumos son rutina y hasta las señoras de alcurnia se bambolean borrachas al promediar las fiestas, pero con suma discreción. “Sus episodios, en cambio, fueron siempre públicos, escandalosos, ventilados en la calle Franklin, en España, en Nápoles, en la quinta de Moreno. Populares como el camino que recorrió en veinte años y sin escalas desde Villa Fiorito a Punta del Este”, decía.
El secreto no resistió. La información oficial de la policía de Maldonado y algunos testigos entrevistados por la prensa lograban pintar el estado en el que había llegado al hospital: “Llegó a bordo de su camioneta, acompañado por Coppola y Cosentino. Tenía la cabeza caída sobre un lado, los ojos dados vuelta, se babeaba y le temblaba todo el cuerpo”, se dijo entonces.
Al día siguiente, el traspié comenzaba a diluirse. Los médicos garantizaban la recuperación y la salida. Maradona había pasado de la sala de terapia intensiva a una de terapia intermedia. Para los médicos, su recuperación debía incluir un período de reclusión en un centro de recuperación de adictos. El episodio Maradona en Punta del Este pasó del hospital al Juzgado de Maldonado: la Justicia comenzó a investigar dónde, cómo, cuándo y quién le había provisto las drogas. Pudieron determinar la existencia de una fiesta la noche antes de la internación, el consumo de cocaína y la existencia de un proveedor. El 6 de enero, el Canal 4 de Montevideo anunciaba el llamado de Fidel al entorno del Diego. El presidente cubano, Fidel Castro, se había comunicado con Claudia Villafañe para ofrecerle el tratamiento en la isla: el sueño de una recuperación que acaba de hacerse pedazos.

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