SOCIEDAD › OPINION

Lo salva el exilio

 Por Pablo Vignone

El exilio es un estigma de la historia argentina, un repetitivo mojón que jalona el devenir de la nación desde sus primeros albores. Desgarrador y lacerante, es, curiosamente, lo único que puede salvar a Diego de su propio destino.
Todavía se discute si la partida a España de Mariano Moreno, definitivamente distanciado de los saavedristas, representa el primer episodio de la dolorosa cadena que tiene por eslabones a la intolerancia y el desarraigo. En el caso de Diego, en cambio, es esa ausencia la que preserva su cuerpo deteriorado de la trituradora que lo apunta cuando pisa la Argentina.
Se puede hacer el recuento: San Martín partiendo a Europa para esquivar la guerra fratricida, los unitarios escapando de Rosas a Montevideo, y Rosas exiliándose en Inglaterra. Sarmiento muriendo también en el extranjero, y lo que deparó el siglo siguiente, con el otro gran exilio que marcó la política argentina de la segunda mitad del siglo XX, el de Juan Domingo Perón.
Y no todos los exilios fueron políticos: Juan Manuel Fangio había decidido abandonar el automovilismo en 1955, cuando la Mercedes-Benz se retiró de las carreras, pero la investigación que la Revolución Libertadora dispuso sobre sus bienes, adquiridos en gran parte durante la década peronista, lo convenció de volver a Europa y quedarse dos años más, dos años en los que ganó otros tantos títulos mundiales.
Pino Solanas resumió ese sino en El exilio de Gardel, y la pavorosa posibilidad que no deja de latir acerca peligrosamente la impronta de aquel mito a éste actual de Maradona.
Trágico destino: a Diego se le desgarra el corazón languideciendo en La Habana, con su adicción controlada, sin grandes tentaciones, en un exilio que le concedió la sobrevida; pero también su corazón sufre, en un mucho más literal sentido físico, cuando Diego regresa al país y se deja atrapar por las tentaciones que lo persiguen como fantasmales placeres.
Diego tendrá que elegir, como hizo con su más extraordinario gol: si patea sobre la salida del arquero, como intentó en Wembley 1980 cuando la pelota se fue lamiendo el palo; o si engancha para afuera y lo elude, rematando al arco vacío, como en México 1986, cuando recordó en una ráfaga de fútbol aquella enseñanza de Wembley.
Si sale de ésta, Diego tendrá que elegir con quién intenta su última gambeta: con los afectos que le niega el exilio, o con los cantos de sirena que lo condenan.

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