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Domingo, 18 de mayo de 2008

EL BAUL DE MANUEL

 Por Manuel Fernández López

Una (buena) película

Entre las figuras fantásticas del cine, entre las más simpáticas está la de aquella mujer que navegaba por los aires colgada de un paraguas. Sí, Mary Poppins, interpretada por Julie Andrews en 1964. Allí la cantante inglesa instaba a los niños a perderle el miedo a los remedios, tomándolos con una cucharada de azúcar. Es una cuestión de dosis: una cucharada puede caernos bien; vivir comiendo azúcar puede convertirnos en diabéticos. De modo análogo, para la vida económica la inflación es mala en general, pero un poco de inflación puede ser un estímulo. En efecto, una suba general de precios es un evento esperado en el futuro. Un diez por ciento de alza futura valorizará en esa proporción aquello que tengamos en nuestro poder, pero también encarecerá en igual medida todo lo que debamos comprar. Si lo que debamos comprar mañana lo convertimos hoy en cosas en nuestro poder, convertimos pérdidas (futuras) en ganancias de patrimonio. Entonces gastar hoy es una conducta racional. Comprar una bicicleta, por ejemplo, da más actividad al comercio, causa una disminución de inventarios y con ello un incremento de los pedidos al fabricante de bicicletas. En tanto el fabricante sea local –no foráneo, es decir, chino– y las compras se mantengan, el incremento de pedidos ampliará los planes de producción, y por tanto incrementará su demanda de insumos y de trabajadores especializados. Este es un mecanismo muy conocido, que ya explicó Hume en 1752: “Supongamos un grupo de comerciantes que ha recibido pagos de oro y plata por bienes remitidos a Cádiz. Ello les permite emplear más trabajadores que antes, quienes ni por asomo piensan en pedir salarios más altos, felices como están de ser empleados por tan cumplidos pagadores. Si escasean los trabajadores, el comerciante trata de prolongar el trabajo, antes que pagarles salarios mayores, a lo que accede con gusto el artesano, que ahora puede comer y beber mejor, como recompensa del mayor esfuerzo y fatiga. Este lleva su dinero al mercado, donde halla todo al mismo precio que antes, pero regresa con mayor cantidad y de mejor calidad, para uso de su familia. El granjero y el jardinero, al ver que se llevan todas sus mercancías, se aplican con presteza a cultivar más; y ellos a su vez pueden permitirse comprar a los tenderos más y mejor ropa, y al mismo precio de antes, y la industria no halla sino estímulo con tanta ganancia nueva”.

Una (mala) película

El doctor Kirshner tiene cáncer; su deceso es inminente. Es cirujano y en previsión de ese momento fatídico, en su Kirshner Transplant Foundation, con gorilas ha venido probando trasplantar cabezas. Espera prolongar su propia vida trasplantando su cabeza a un cuerpo humano sano y vivo. Donantes posibles son los convictos sentenciados a muerte: se les ofrece la alternativa de morir hoy o en 30 días. Un negro, Jack Moss, corpulento y saludable, acusado de un crimen del que se declara inocente, acepta. Se le dice que a los 30 días del trasplante su cabeza será amputada; no se le dice que su cuerpo seguirá vivo, con la cabeza de Kirshner encima de sus hombros. El donante acepta: al fin y al cabo, es un mes más de vida. El dominio sobre el cuerpo no será compartido, sino alternado: dos cabezas competirán por dominarlo. Kirshner confía en que a los 28 días asumirá el comando del cuerpo, y ello le permitirá eliminar la cabeza de Moss. Pero las cosas no salen a pedir de boca. Mientras Moss todavía comanda su propio cuerpo, comete gruesas tropelías. Por fin Kirshner toma el comando del cuerpo, adormece a la cabeza negra y se encamina a consumar él mismo su amputación, operación más sencilla que la del trasplante. Ocurre alguna movida, que la película no muestra, y en el tramo final aparecen el convicto y su novia, cantando Oh, happy day, y por otro lado la cabeza del cirujano loco, privado del cuerpo de Moss, pidiendo otro cuerpo para un nuevo trasplante. La película (The Thing With Two Heads, 1972) dirigida por Lee Frost tuvo a Ray Milland como intérprete del doctor Maxwell Kirshner, a Roosevelt “Rosey” Grier como el convicto Jack Moss, y se pasa cada tanto en la trasnoche de la TV pública. Calificada como “mamarracho” y “digna de figurar en las antologías del disparate”, esta película de clase B estaba empero claramente inspirada en las fantasías que entonces se tejieron sobre las posibilidades de los trasplantes que el doctor Christian Barnard (1922-2001) había iniciado en 1967, como las que tiempo después calentarían las cabezas al lograrse (1997) la clonación de la oveja Dolly. El film –acaso por considerar que el tema de la película era una experiencia inviable– no incluyó la excusación habitual: “Las personas, lugares, entidades y hechos de esta película son de ficción y cualquier semejanza con personas o hechos de la realidad es fortuita y mera coincidencia”.

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