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Martes, 4 de enero de 2005

BUENA MONEDA

Asado en la CGT

 Por Alfredo Zaiat

Como signo de cambio de época no fue insignificante. Los representantes de los industriales agrupados en la UIA, pocos de ellos dueños de empresas y muchos en el pasado abrazados con pasión a las banderas de los ‘90, visitaron por primera vez la sede de la CGT. Esa delegación fue recibida por líderes gremiales –y hombres de negocios, al fin–, entre los cuales varios se aferraron también con excitación al tsunami económico de la década pasada. El corrimiento del eje de rotación de la relación capital-trabajo es notorio: los mismos que de un lado y otro impulsaron y avalaron la reducción de sueldos y la flexibilización laboral –con pocas excepciones, entre ellas, la de Hugo Moyano– se sientan ahora para coincidir en la necesidad de mejorar el poder adquisitivo del salario y para plantear la cuestión de la distribución del ingreso. Y esa extraña comunión se dio en la casa de los trabajadores. Como símbolo, simplemente como imagen, fue fuerte: el patrón, el mundo del dinero, se sentó en la mesa tendida por el trabajador. En la práctica, fue así: hubo un asado en el recién inaugurado quincho de la terraza de la sede de la CGT en la calle Azopardo.
Esa alteración de los discursos y de las iniciativas no se puede entender sin tener en cuenta la influencia creciente que ha ganado en la definición de prioridades la CTA y los nuevos liderazgos gremiales que han surgido de la crisis. Y, obviamente, en la recepción y contención de esas demandas por parte del Gobierno. Se trata, en última instancia, de un asado para la preservación del poder tanto de los dirigentes-empresarios sindicales como de los representantes de industriales. Los primeros saben que ahora no es oportuno quedarse en los noventa, años en los que se dedicaron a pelear por porciones de la torta del negocio de las AFJP, ART, medicina prepaga, privatizaciones de empresas públicas o del PAMI. El asunto para ellos transcurre en no perder legitimidad, que de por sí está bastante cuestionada, ante el ineludible reclamo de mejoras en los salarios, de las condiciones laborales y de más trabajo.
Los lugartenientes de los industriales, también con una influencia bastante cascoteada, tuvieron que teatralizar ese gesto de presentarse en la CGT para mostrar preocupación por el destino del ingreso del trabajador. En lo hechos lo que buscan es que el Gobierno no siga definiendo los salarios a nivel general vía sumas fijas no remunerativas, que luego se convierten en remunerativas. Aspiran a que esos ajustes se vayan acordando sector por sector a través de convenciones colectivas, lo que les permitiría márgenes de negociación de los que hoy carecen cuando los aumentos se determinan por decreto. Y evitar al mismo tiempo desbordes en los reclamos obreros por parte de liderazgos emergentes.
En concreto, esas dos tradicionales corporaciones del lobby y de los negocios tratan de juntarse ante una realidad que los supera, que no saben cómo se disparará y, por lo tanto, no pueden controlar. Pero desean, con resultado incierto, hacerlo.
El tema salarial será indudablemente uno de los principales de la agenda 2005. La veloz recuperación y posterior robusto crecimiento de la economía, acompañada de un fuerte aumento de la productividad y las consiguientes abultadas ganancias empresarias, no se trasladó con esa misma intensidad en la retribución a los trabajadores. El año que comienza, según la mayoría de los economistas astrólogos –el Presidente los denominó días pasados diagnosticadores–, apunta a un crecimiento con un piso del 6 por ciento. La teoría del derrame, que como se sabe en los hechos no se verifica, tuvo que ser forzada por ahora con intervenciones oficiales induciendo prudentes ajustes salariales.
El desafío es no repetir la historia de la últimas grandes crisis. Esa crónica indica que cada salida de una crisis implicó pérdida de participación en el ingreso total por parte de los trabajadores. En ninguna de las recuperaciones posteriores a un fuerte estallido –desde el de la Tablita de Martínez de Hoz al de la convertibilidad de Cavallo– el salario pudo avanzar hasta el nivel previo a la debacle, quedando en un escalón inferior al que estaba.
La velocidad de la actual recuperación de la economía obliga, entonces, a una activa recomposición de los ingresos de los trabajadores para que esa dinámica perversa no se repita. Los capos de la CGT no ignoran que si no se ponen al frente de esa misión lo harán otros, como lo probaron en los conflictos de los telefónicos y de los subterráneos. O si no se apropian de la bandera de proponer una mejora en la distribución del ingreso, la CTA seguirá ganando espacios hacia su legitimación como segunda central obrera. Por ese motivo proponen un salario mínimo de 730 pesos, suma que fija la línea para superar la pobreza. Por su parte, los ejecutivos de la UIA se resignaron a que en algo los tiempos han cambiado, que el Estado dejó de intervenir siempre a favor de sus intereses y, además, saben que se van a sentir más cómodos negociando en paritarias con la CGT que con renovados cuadros gremiales.
Ahora habrá qué ver si ese matrimonio CGT-UIA deriva en la unión de dos corporaciones de capa caída que se acompañan en su particular decadencia. O si, por el contrario, terminan ayudándose en su respectiva resurrección.

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