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Domingo, 28 de julio de 2002

EL BAúL DE MANUEL

BaúL I y II

 Por Manuel Fernández López

Petróleo

En 1814 David Ricardo dio una lección de sabiduría política, al establecer que la inmovilidad de los recursos naturales no era obstáculo para el crecimiento económico, en tanto pudieran comerciarse sus productos. Su preocupación era el creciente costo de alimentar a las masas trabajadoras urbanas con el producto de las tierras inglesas que, aunque fértiles, no podían explotarse más allá de cierto límite. Su preocupación, más exactamente, era la caída de la tasa de ganancia del capital como efecto de los salarios más altos que los empresarios manufactureros debían pagar para que los trabajadores pudieran comprar alimentos más caros. Si Inglaterra podía importar trigo barato de Estados Unidos o de Argentina, ¿qué importaban las tierras inglesas? La idea era válida para cualquier producto, no sólo el necesario para la alimentación humana; también para insumos de la industria, obtenidos del suelo o el subsuelo. La lana y el oro eran insumos y no importaba que Inglaterra careciese de extensos campos o de yacimientos minerales, mientras pudiera comerciar lana con Australia u oro con Sudáfrica. También, y muy especialmente, el petróleo. Este país argentino tiene petróleo en casi toda su superficie, y ahora, cuando es muy tarde, nos vamos dando cuenta de la gravedad del fenómeno. Desde su descubrimiento en Comodoro Rivadavia, la extracción y refinamiento del hidrocarburo se vio obstruida por la ceguera de nuestros legisladores. El desarrollo industrial de la guerra y la posguerra debió sostenerse importando petróleo, hasta hacerse el rubro más oneroso del balance de pagos. Frondizi advirtió en 1954 la importancia del petróleo para nuestra economía. Prebisch en 1956 señaló al petróleo como rubro crítico. En 1958 Frigerio y Frondizi concentraron en su producción todos los recursos invertibles. En pocos años el país se autoabasteció. Luego se puso bandera de remate (¡Menem lo hizo!) a YPF, la empresa más importante del país. Al privatizarse, el Congreso dio el triste espectáculo de festejar con vítores la enajenación del petróleo a una empresa extranjera. Hoy pasa igual –con Pérez Companc–, pero como efecto de la desmesurada devaluación del peso (300 por ciento), virtual bandera de remate de las propiedades argentinas para los residentes extranjeros. Y los brasileños -que no tienen petróleo– son parranderos, pero no lentos. Y vayan si leen a Ricardo.

Ahorro

La economía no conoce el dicho de “no pedir peras al olmo”. Necesita estudios econométricos para comprobar que las peras nacen en los perales, o que las cosas han de buscarse allí donde las cosas están. ¿Dónde debe el Gobierno aplicar impuestos?: donde hay capacidad contributiva. ¿Adónde debe robar el ladrón?: allí donde la gente guarda la plata. En este orden de ideas, preguntarse dónde se origina el ahorro es decisivo a la hora de hablar del futuro de un país, ya que la capacidad de generar ahorro determina la capacidad de acumulación de capital, es decir, la posibilidad de un crecimiento económico. Se trata también de una pregunta con respuesta obvia, aunque a los economistas les llevó una generación afinar la respuesta, desde Irving Fisher (1930), Roy Harrod (1948), Modigliani y Brumberg (1954), Friedman (1957) y otros. Uno a su ingreso puede gastarlo (consumo) o guardarlo (ahorro), y como el ingreso se obtiene trabajando, el ahorro está, pues, en el ingreso de la gente. Pero la gente no trabaja toda su vida: si uno es niño no trabaja –vive de los ingresos de sus padres– y cuando es anciano vive de sus ahorros del pasado. Obtiene ingresos –y con ello capacidad de ahorro– en ese lapso intermedio llamado “edad activa”. De tal modo, indirectamente y para el país como un todo, el tamaño de su población económicamente activa (PEA) está asociado con su capacidad de ahorro. Pero la capacidad de la PEA para generar ahorro depende, entre otras cosas, de la productividad del trabajo, de suretribución y del nivel de empleo. Es claro que si cerca de la mitad de la PEA está desempleada o subempleada, carece de toda posibilidad de generar ahorro y con ello contribuir al crecimiento. Y para la mitad restante, la restricción de ingresos también merma la capacidad de ahorro. Mas el mero hecho de guardar el ingreso no es ahorro, sino atesoramiento, que reduce los medios de pago, contrae la actividad y achica el ingreso. Para ser ahorro, debe salir de abajo de la baldosa o de adentro del colchón, y ser tomado por productores animados a crear nuevos bienes de capital. En la sociedad moderna, entre los oferentes de ahorro y los demandantes de bienes de capital, se insertan los intermediarios financieros. El actual sistema financiero argentino, sin embargo, castiga el ahorro pagando casi cero de interés, y castiga la inversión, cobrando tasas exorbitantes. Así, imposible crecer.

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