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Domingo, 16 de septiembre de 2012

ENFOQUE

Cacerolas e inflación

 Por Claudio Scaletta

Un dato notable de la movilización de esta semana de la derecha civil y política fue que el tema inflación no estuvo entre las consignas. No faltó alguna alusión aislada a las mediciones del Indec, pero nada se escuchó sobre el aumento generalizado de precios. No quiere decir que el problema no exista, sólo es un indicativo de las prioridades de los caceroleros.

En general la movilización no dejó datos nuevos. No es ninguna novedad que la oligarquía y sus clases auxiliares odian, en el más cabal sentido del acto, a los movimientos populares y al kirchnerismo. Lo hacen con la misma potencia con la que odiaron al peronismo pre menemista y lo vuelven explícito en la violencia de sus cánticos. El probable dato nuevo es que el odio gorila, ese gran generador de la dinámica histórica local, que alcanzó su auge en 1955 y 1976, demostró esta semana ser capaz de catalizar por sí solo. Esta vez no hubo aglutinadores externos de su energía latente, como sucedió en 2008 con las retenciones móviles, y tampoco líderes que comandaran la protesta. Más allá del rol de algunos medios y como lo demostraron los resultados de las últimas elecciones, la prensa hegemónica puede exaltar los peores hechos de la realidad y construir una agenda en función de sus intereses pecuniarios, pero lo que decididamente no puede hacer es crear la realidad. La movilización derechista volvió a poner en evidencia, entonces, no sólo la persistencia histórica del odio gorila, sino, especialmente, su novel capacidad de catalización espontánea.

Sin embargo, el odio, como toda acción, necesita combustible. Dejando de lado la seguridad, que siempre funciona como comodín, detrás de la furia existieron también causas económicas. La principal, a la luz del pataleo explícito, fue el cepo cambiario. Finalmente, también en 2001 los dólares estuvieron en el medio del repiqueteo. Quitarles a los sectores más acomodados de la sociedad la tranquilidad de ahorrar en divisas en un contexto en el que no existen alternativas financieras sencillas, o de que puedan comprarlas sin restricciones para cualquier fin, fue un factor muy irritante. Tan irritante como para generar la convicción de que el país vive “una dictadura” y que, a pesar del evidente capitalismo, con sus clases y sumisiones, se estaría “como en Cuba”, sin olvidar Venezuela, si de copiar las fobias estadounidenses se trata.

Pero en la queja no estuvo la inflación. Vale destacarlo porque la inflación fue, hasta ayer, el núcleo del discurso económico opositor, lo que significa que tampoco en lo económico las fuerzas opositoras se nutren de las demandas de sus potenciales bases. Por ello, el problema de la inflación merece ser revisitado.

El persistente aumento de los precios a tasas que no se conocen, seguramente superiores a las cifras oficiales, es el escenario de la puja distributiva, pero también un mecanismo de apropiación de renta para el capital comercial, en particular, el supermercadista. Bajo la actual estructura de distribución minorista, los supermercados tienen una inmensa capacidad en la fijación de precios. En parte, ello se debe al poder oligopsónico que ejercen sobre una multitud de proveedores. Así, dada la asimetría de poder de mercado, no son los proveedores quienes fijan los precios a los que entregan a los supermercados, sino al revés. Luego, dado el peso de las grandes cadenas en el total de las ventas minoristas, sus precios finales son referenciales para el conjunto del comercio.

Normalmente suele enfatizarse en el diferencial entre el costo del producto en origen y su precio final, es decir en los márgenes de comercialización, un problema antes vinculado con la distribución del ingreso al interior de las cadenas de valor que con la inflación. El énfasis en el margen comercial deja de lado las diferencias de velocidad a las que los precios se remarcan: los aumentos de costos de la mercadería que se vende, los precios recibidos por los proveedores en un mercado oligopsónico, van siempre por detrás del ajuste del precio pagado por el consumidor y esto sin contar los plazos de pago. Bien manejada, entonces, la inflación es un gran negocio para el capital comercial, una explicación sobre su retroalimentación y continuidad muchas veces desdeñada por la teoría económica.

Tras el cepo cambiario, como fue denunciado por algunas consultoras, víctimas también de la fábula del pastorcito mentiroso, muchos precios se ajustaron al valor del dólar negro, situación que nada tuvo que ver con los costos de los productos ni con la puja distributiva. El capital supermercadista no es neutral en materia de inflación. Sin embargo, jamás fue interpelado, una deuda pendiente de Comercio Interior, que se conforma con imponer precios referenciales para algún producto usado luego en la construcción de indicadores.

La explicación sobre el rol del capital comercial en la dinámica de los precios no invalida las explicaciones más agregadas como la puja distributiva o el derrame de los precios internacionales en un país exportador de alimentos. El comportamiento del capital supermercadista sólo explica una parte de la inflación, no el total.

Pero a las clases acomodadas no les importan estos problemas de una distribución que las beneficia en el agregado. A ello se suma que bajo el actual proyecto político, sus ingresos, aunque sea con una leve demora, se ajustan por delante de la inflación, un beneficio del que no disfrutan, por ejemplo, los trabajadores informales, pero que explica que, a pesar del discurso de sus economistas, la inflación no esté en el menú de sus demandas. No es por ella que baten las cacerolas y, mucho menos, por estar vacías de los productos remarcados

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