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Sábado, 20 de julio de 2002

LA ADMINISTRACION BUSH Y LOS FRAUDES EMPRESARIOS

La esquizofrenia del Imperio

Por Enrique M. Martinez

El problema de credibilidad al interior de la economía norteamericana es de extrema gravedad. Un sistema montado sobre la promoción de los valores de las grandes corporaciones –cuanto más grandes mejor– se resquebraja al descubrir los balances falsos con que no sólo nuevos gigantes como WorldCom o Enron estafaron a mansalva a sus accionistas, sino también nombres tan tradicionales como Xerox o Merck. La sociedad del país más poderoso de la Tierra ya consideraba como un hecho natural que votara menos del 50 por ciento de la población; que los cargos políticos pasaron de padres a hijos; que un diputado o senador fuera lobbista activo de intereses privados. Vale decir: la sociedad americana hace tiempo que es cínica respecto de la política, en parte porque tiene transferidas sus expectativas de progreso al sueño americano de la libre iniciativa, de la cual los grandes corporaciones, con millones de accionistas, son la expresión cumbre. Hoy queda claro –una vez más– que el poder concentrado no tiene equilibrio. Necesita quien lo equilibre en nombre del interés general. Ese no es otro que el Estado.
Pero ese Estado debe poder explicar primero qué tuvo que ver Dick Cheney –actual vicepresidente de los Estados Unidos– con el hecho que Halliburton, empresa con la que se vinculó desde hace cinco años, pasara de tener 100 millones en créditos subsidiados para exportar a 1500 millones. O cómo saltó de tener contratos con el gobierno por 1200 millones en el lustro anterior a 2300 millones en el último lustro.
Es por todo esto que los congresales americanos se apretujan para presentar iniciativas de mayor regulación pública sobre los negocios. El Senado aprobó por 97 a cero una ley para duplicar los años de cárcel para cierto tipo de fraudes. Bush pidió 100 millones para reforzar la Comisión de Valores. Los presidentes de sociedades serán personalmente responsables por la certificación de estados financieros. Los demócratas reclaman una ley que establezca que las firmas auditoras no puedan ser consultoras del mismo cliente. Otro proyecto prevé obligar a las compañías que cambien sus auditores cada cinco años como máximo. Y esto es sólo el comienzo. Con el estilo solemne de las epopeyas, Bush ha dicho: “Mi administración dará fin a los días de cocinar los libros de contabilidad, esconder la verdad y quebrantar nuestras leyes”.
Mientras tanto, los representantes del mismo sistema de negocios, pero en los países periféricos, buscan salvar sus agotados negocios antes que restablecer la confianza de los inversores: evitar la búsqueda de mecanismos más transparentes; trasladar pérdidas al sector público. Seguramente es lo mismo que privadamente intentan en el Norte. La enorme diferencia es que aquí lo hacen avalados por el FMI y allá hasta el último aprendiz de político corre a señalar que está en contra de esas prácticas.

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