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Sábado, 10 de marzo de 2012

TEATRO › MOLLY BLOOM, SOBRE LA NOVELA ULISES, DE JAMES JOYCE

Una voz y su diatriba intimista

Cristina Banegas es la única intérprete en esta puesta de Carmen Baliero que recrea el tramo final de la emblemática novela del escritor irlandés. Molly, el personaje, atraviesa con sus palabras las zonas ocultas de su convivencia con Leopold Bloom.

 Por Hilda Cabrera

MOLLY BLOOM

De James Joyce.

Intérprete: Cristina Banegas.
Traducción: Laura Fryd y Cristina Banegas.
Adaptación: Laura Fryd, Cristina Banegas y Ana Alvarado.
Dirección de arte: Juan José Cambre.
Iluminación: Matías Sendón.
Sonido: Facundo Gómez.
Realización escenográfica: Sol Soto.
Vestuario: Marta Klopman.
Asistente de dirección: Francisca Ure.
Apuntadora: Tanya Barbieri.
Fotografía: Andrés Barragán.
Música y dirección general: Carmen Baliero.
Producción: Timbre 4 y Ana Jelín.
Lugar: Sala Solidaridad del Centro Cultural de la Cooperación, Av. Corrientes 1543 (tel. 5077-8000) Funciones: viernes y sábados a las 22.30 y domingos a las 20.30. Localidades: 80 pesos. Pueden adquirirse a través de Alternativa Teatral (www.alternativateatral.com)

La mujer que dice estar tendida en la cama no derrama lágrimas ni languidece acostada junto al marido cuando éste regresa de madrugada después de callejear por la ciudad, arrimarse a un bar y charlar con amigos, escribir, hacer negocios y visitar un burdel antes de reposar en su casa. Ese hombre común atrapado en el vértigo de sus experiencias es Leopold Bloom, judío de padre converso, personaje a quien el escritor y poeta irlandés católico James Joyce transmutó en un Ulises moderno. Este marido errante y vulnerable que no se reconoce santo ni perverso es uno de los personajes que ocupa el desvelo nocturno de Molly Bloom, apasionada también ella, y por instantes liviana y gozosa, como quien se dispone a emprender otra vida y soltar amarras. El hombre (descripto con desdén por Joyce en su novela) que horas antes estuvo rodeado de otros seres y atravesó otras circunstancias es allí la presencia de lo ausente, pues en el relato de la mujer no reacciona. Molly, que en este montaje permanece de pie ante un atril y no tendida (si bien el lienzo que la enmarca puede que sustituya al lecho), discursea desde ese fondo escenográfico que sugiere descanso y atraviesa con sus palabras las zonas ocultas de la convivencia. Así dispuesta, permite al espectador aventurarse en ese raro estado de disgusto y deseo que la embarga.

En su intimista diatriba confluyen sublimación y soledad, desprejuicio, irreverencia y rebeldía en contra de su condición de objeto. No pierde ocasión de solazarse consigo misma cuando se imagina amante de su propio cuerpo o del cuerpo de otra mujer y admite que ese marido ahora indolente alguna vez la sedujo y fue el depositario de sus primeros Sí y de lo imprevisible y azaroso de su vida.

Unica intérprete, Cristina Banegas, cuya excepcional voz recoge los múltiples matices y tensiones que guarda el texto, ha escrito en el programa de mano que en este trabajo desea “ser más invisible que nunca” y que su decisión es “ser una voz”. Propósitos que ha logrado, aun cuando en su trabajo no faltan gestos y movimientos, sutiles o enérgicos que ella armoniza con las palabras y los silencios, con los sonidos producidos por la misma acción teatral y el canto fugaz, expresión de vuelo en esta ensoñación que estremece cuando el recuerdo es para el hijo, el pequeño Rudy muerto a los once días de nacer.

En su divagar, Molly agita lo feo y lo bello sin empantanarse en un único hecho, señalando con fruición no disimulada las zonas más débiles y absurdas de su compilado de historias que, así fragmentadas, reflejan aspectos de su sensibilidad, intereses sobre un devenir en el cual ella parece de-senvolverse con buen humor. En esa progresión de la obra, definida por Banegas y la directora Carmen Baliero como concierto, el amor físico ocupa un lugar destacado, porque Molly quiere ser amada y con exigencias. Ella modela su propio personaje, estampa recuerdos y situaciones pintorescas conquistando a quien la escucha, o sea al espectador. Afianza su vida ficcional acudiendo a los varios Sí que pronuncia en tono firme, tal vez con la esperanza de que no sean errados y signifiquen recuperar un tiempo en que el amor ardía.

De la escenificación de un texto que, como éste, toma el interior y el afuera del personaje, se infiere que la palabra, imagen del pensamiento, tiene su contrapartida en “la voluntad de hacer” de esta Molly que viene registrando señales de infelicidad y decadencia. De ahí el deseo de retornar a los años jóvenes y apresar esa voluptuosidad que, en su presente, la anima a ser espía de su persona, reinventar las circunstancias que la unieron al señor Bloom y sugerir imágenes e ideas que el espectador habrá de interpretar a su manera y que nunca serán definitivas.

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Molly Bloom se puede ver en la Sala Solidaridad del Centro Cultural de la Cooperación.
 
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