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Sábado, 8 de noviembre de 2014

CHICOS › ANTONIO VENTURA SERA PARTE DEL FILBITA

El especialista

Este editor, escritor, pintor y docente español es el director de la editorial El Jinete Azul y fue el creador de la colección Sopa de Libros en Anaya. Tendrá una cargada agenda en Buenos Aires.

 Por Karina Micheletto

Un festival específicamente dedicado a la literatura infantil –el Filbita, que comienza el próximo jueves–, y el nuevo emprendimiento de gestión cultural de la editorial Pequeño Editor hicieron posible la llegada del editor, escritor, pintor y docente español Antonio Ventura. Director de la editorial El Jinete Azul, fundador de las revistas especializadas Babar y Bloc, creador de la colección Sopa de Libros, que marcó época en Editorial Anaya –donde estuvo a cargo del área LIJ–, Ventura es un especialista en literatura infantil y promoción de la lectura. Es, además, autor de más de treinta títulos, muchos de los cuales son libros álbum o libros ilustrados dirigidos a niños, jóvenes y adultos: El cuento del pingüino (FCE), con Carmen Segovia; El sueño de Pablo (Siruela), con Pablo Alaudell; El tren, con ilustraciones de Federico Delicado, son algunos de sus títulos, dentro de una obra que ha sido traducida al francés, portugués, italiano, gallego, vasco, catalán y árabe. Mientras se prepara para una agenda cargada de actividades por estas tierras (ver aparte), Ventura dialogó con Página/12.

–La primera charla que dará aquí se titula Diez motivos por los que te pueden rechazar un proyecto de libro ilustrado. Es un título sugerente, que marca cierto estado de situación. ¿Tanta es la eclosión de este tipo de ediciones?

–En España, absolutamente, y más durante estos años de profunda crisis económica. Sin embargo, en el panorama español no hay una homologación del mercado editorial de álbum ilustrado al resto de los países europeos. Muchas editoriales se limitan a ir a Bolonia o Frankfurt, comprar los álbumes que les gustan y editarlos: son como franquicias de otras editoriales. Eso me parece, de entrada, aburrido como trabajo editorial. Hay una ausencia de señas de identidad y muy poco trabajo editorial en cuanto a valorar un proyecto, o algo más interesante, buscar ilustradores, con toda la gente muy joven y muy buena que hay. Lo que en el mundo del arte hicieron en su momento, sobre todo en la Europa de entreguerras, los galeristas. Es que la idea general que recorre estos temas es siempre la misma: que, si es para niños, vale cualquier cosa.

–¿Y cómo ve el panorama local en este sentido?

–Aquí hay mucha más experimentación y apuestas propias por parte de los editores. Se asume un riesgo mayor. Allá, como aquí, en los últimos años surgió una cantidad de pequeñas editoriales, entre las que por cierto está la mía. Pero me atrevería a decir que en un noventa por ciento se limitan a comprar producción extranjera.

–¿Qué tiene que tener un buen libro álbum?

–Evidentemente, es un libro que tiene que entrar por los ojos, tiene que haber un discurso estético lo suficientemente solvente como para que uno diga: “Ah, vamos a ver de qué va esto”. A ese buen discurso gráfico, debe sumarse un segundo elemento, el texto: tiene que haber una historia bien contada. Independientemente de que después esa historia, en términos de comprensión, esté al alcance o no de los niños; ésa es toda otra polémica importante. Me he educado con cuentos sin imágenes y con un vocabulario incomprensible para mi edad: mi abuela me contaba Barba Azul, por ejemplo. Es que hay una simbología, eso que Graciela Montes nombra tan bonito como “la frontera indómita”. El álbum, entonces, tiene que tener estos dos elementos. Que después estén bien entreverados o no es todo otro análisis. Y está también implicado el editor, claro: a veces hay mucho juego tipográfico, uno se encuentra con un álbum con cinco tipos distintos de letras. Lee: “El barco echaba humo”, todo ondulado, y pregunta: “¿Y esa bobada a qué viene?” (risas). Creo que hay una ausencia importante de profesionalismo, partiendo del editor, que es al fin y al cabo quien conoce la sintaxis del soporte.

–¿Qué oficio lo define más? ¿Maestro, editor, escritor?

–Fui maestro de escuela durante veinte años de mi vida, en la escuela pública. Los últimos cuatro años de mi ejercicio docente, fui asesor lector y pedagógico de la editorial Alfaguara, pero sin abandonar el aula. Y entonces la editorial Anaya me pidió un trabajo sobre la lectura que suponía abandonar el aula. Me ofrecían estar tres años leyendo y viajando, y encima me pagaban por eso, así que acepté. Así fue: me pasé dos años viajando por España, entrevistándome con maestros y bibliotecarios, y de esas entrevistas hice un informe del estado de la lectura y de las herramientas que, a mi juicio, había que implementar desde una editorial. Planteé un proyecto, Club de Lectura Anaya, sobre el fondo editorial de Anaya, que previamente me leí entero. Al tercer año, en lugar de devolverme al aula, me ofrecieron algo maravilloso: crear una colección. Ahí nació Sopa de Letras, en el ’97. En 2002 trasladaron al director de publicaciones infantiles y juveniles, y contra todo pronóstico me nombraron a mí para reemplazarlo. En 2008, de un día para otro, me echaron a la calle. Y con el dinero que me dio Anaya por ese despido improcedente, abrí mi propia editorial. Básicamente, para publicar todo aquello que había tenido que archivar en el cajón de los rechazos de Anaya. Así nació El Jinete Azul. Sorprendentemente, me llamó Oxford University Press para ofrecerme hacer lo mismo que estaba haciendo en Anaya: ahí creé El Arbol de la Lectura, colección invisible en la Argentina, pero que en España tuvo cierta repercusión. El año pasado me echaron a la calle; ahora soy un editor de-socupado. En el durante, en El Jinete publicamos unos veinte libros.

–¿Y su oficio de escritor?

–Ese más bien es una consecuencia: acabé siendo escritor de literatura infantil y juvenil por la cantidad de literatura infantil y juvenil que leí. Y leí mucho porque fui maestro. Comencé a trabajar como tal en el ’77, Franco había muerto hacía dos años. Ocurrió que en esos dos años se publicó en España todo lo que estaba prohibido hasta entonces. Y es el comienzo de la literatura infantil española. Por entonces llegué al aula, con muy mala formación, y cuando me enfrenté a 25 niños me di cuenta de que no sabía nada. Nada de nada. Hubo unos años de aprendizaje desde el error y advertí que los libros de texto no sirven para nada. Yo no había leído nada de literatura infantil, tuve una infancia muy pobre y sin libros. Entonces empecé a buscar y descubrí y descubrí. Esa experiencia lectora, llevada al aula, fue alucinante. Verdaderamente alucinante.

–De aquel diagnóstico de lectura que realizó en los ’90, ¿qué problemáticas perviven?

–Creo que casi todas. En esa época ya existían los programas de promoción de la lectura, los movimientos de renovación pedagógica en España. Y después ha habido un retroceso, desde las distintas administraciones públicas no han hecho nunca un apoyo a la lectura, los planes de formación de profesorado no se han renovado, y los chavales siguen saliendo muy mal formados. Con el agravante de que han nacido en una sociedad de la imagen, y por tanto su nivel de estupidez es mucho mayor que el que teníamos nosotros, ¡que era mucho ya a nuestros 20 años! Porque han nacido en una España en la que todo parecía fácil. Eso lo he vivido en el aula: la mayoría de los padres de los niños a los que yo daba clase en los ’80 quería que sus hijos fuesen más. Los padres de los últimos alumnos querían que sus hijos tuviesen más. Ahí está el drama, y el abismo. Ese corte cultural y generacional es el que nos está marcando hoy en España, en la promoción de la lectura, en la enseñanza, en la edición de libros, y en la vida misma.

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Imagen: Pablo Piovano
 
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