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Martes, 3 de agosto de 2010

CULTURA › CRISTINA ZUKER Y EL TREN DE LA VICTORIA

“Hay mucha gente callada”

A 30 años de la desaparición de Pato Zuker, su hermana reedita, con nuevos testimonios, el libro que aborda la polémica Contraofensiva. Cristina habla de pactos de silencio y le pasa facturas a la conducción montonera.

 Por Silvina Friera

Anudar recuerdos con otros recuerdos gracias al hilo de una obstinación inquebrantable por la verdad. Cristina Zuker –la pequeña mujer que continúa descorriendo velos– acaba de reeditar El tren de la victoria. La saga de los Zuker (Del Nuevo Extremo), que contiene un nuevo capítulo –seguramente provisorio– a modo de epílogo de esta crónica familiar y política con los ingredientes de una “tragedia” generacional –exilio, regreso y muerte– sobre el telón de fondo de la última dictadura militar. Su hermano, Ricardo, Pato o el Patito –como lo conocieron sus compañeros de militancia de las UES y en la JUP de Derecho– fue secuestrado el 29 de febrero de 1980 durante una cita en las inmediaciones de la estación Plaza Miserere junto a su mujer, Marta Libenson. Ambos integraban la Contraofensiva montonera. Estaban convencidos de que debían luchar contra la dictadura. Cargaban sobre sus espaldas con la pesada mochila de los compañeros muertos. Los llevaron a El Campito, el centro clandestino de Campo de Mayo. Los fusilaron unos meses después, en diciembre.

Han pasado siete años desde la publicación de esta obra indispensable para comprender los pormenores de esa época de exterminio y derrota. Después de las lecturas y repercusiones, el teléfono del departamento de Cristina trajo nuevos testimonios. El Lolo la llamó para contarle que había visto a Pato. Viajaron juntos en el mismo micro de San Pablo (Brasil) hasta Retiro. Fue el último en ver a Ricardo “antes de ingresar en el país del nunca jamás”, recuerda su hermana en el epílogo titulado “Treinta años después”.

Treinta años después de la desaparición de Ricardo se presenta la reedición de El tren de la victoria hoy a las 19 con Horacio González, Eduardo Jozami y Pepe Calcagno en la Biblioteca Nacional (Agüero 2502). Y casi treinta años después volvió a sonar el teléfono. Una mujer quería hablar con Cristina. Tenía una historia para contarle. La única condición que puso fue que su nombre no trascendiera. Esa mujer tenía doce años a fines de los ’70. Su madre había sido pareja del militar Roberto Neri Madrid, que perteneció a la Caballería y trabajó en Campo de Mayo. Era un tipo que bebía mucho, una bestia sanguinaria que supuestamente se pegó un tiro en los ’90. “A veces caía con cosas: con documentaciones ocultas, pero a mí nunca me las dejaba ver –reproduce Zuker el relato de esa mujer–. Una vez mi mamá me mostró una, que tenía la fotografía de tu hermano, contándome que era el hijo del actor, ‘el Patito Zuker’. Estaba oculta en uno de esos ceniceros de doble fondo que había por esas épocas. Vi otros documentos de identidad, pero nunca supe a quiénes pertenecían. Recién cuando se emborrachaba, decía que todas esas cosas eran de subversivos que habían entrado desde Brasil, y que los tenían bien guardados.”

La madre y la hija declararon en el primer juicio que se llevó a cabo después de la anulación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. “Tuvieron que vencer el terror de presentarse a declarar, estar ante el juez (Ariel) Lijo, contar las dos una historia patética de castigo, de maltrato, de violencia. Tuvieron que huir de la casa de Madrid, se llevaron lo puesto. Pero pudieron vencer ese miedo irracional que queda del castigador, aunque él se haya suicidado”, subraya Zuker.

–¿Qué reflexión puede hacer de lo que significa el testimonio de estas mujeres?

–Todavía hay mucha gente callada y con miedo. El pacto de silencio se trasladó a ámbitos más amplios que la casta militar. Frente a los juicios que en este momento se están llevando a cabo –ESMA, Córdoba, El Vesubio– deberían aparecer más testimonios, así como aparecieron estas dos mujeres. ¿Cuántos más podrían hablar? Mientras vivió mi padre tenía la esperanza de que alguien se acercara para contarle algo. Pero no ocurrió; era más fácil por haber sido un actor popular, porque no era tan difícil localizarlo, trabajaba en teatros, en canales de televisión. Nunca apareció nadie que pudiera aportar datos sobre mi hermano. Fue muy fuerte para mí presenciar esos testimonios, sobre todo el de las dos mujeres. Sentí un poco de pudor porque ellas estaban desnudando un aspecto de la intimidad de sus vidas con ese hombre de una violencia demencial. La hija me decía que estaba súper tranquila antes de declarar, pero tenía miedo por cómo iba a reaccionar su madre. Sin embargo, cuando declaró, temblaba como una hoja, se puso a llorar; la madre, en cambio, tenía una serenidad enorme cuando se refería a esa situación de violencia de la que habían sido víctimas. Hay mucha gente que no habló, que no habla. Y que prefiere no hablar.

–Ante esa decisión de no hablar, ¿qué se puede hacer?

–Lamentablemente ese pacto de silencio es inalterable. Cuando escuchás a Menéndez o a Videla ratificando lo que hicieron, te das cuenta de que hay una muralla muy difícil de trasponer. Ahí estuvo el “acierto”: en comprometer a todos, en conformar una suerte de corporación del crimen que incluía sin duda a las mujeres de los marinos. ¿Acaso esas mujeres no sabían que existía la ESMA? Sí que lo sabían. Y se hacían las tontas; algo que suelen hacer mucho las mujeres. Y más las mujeres de militares. En el caso de que pueda aparecer gente que se anime a hablar, sería más bien la excepción que la regla. En el final del libro planteo que la mayoría de los agentes civiles de inteligencia, que se infiltraban en fábricas, organizaciones sociales y facultades, siguen en el anonimato.

Cristina le pasa facturas a la conducción montonera. Le cuestiona una falta de visión política, la precariedad intelectual, el autoritarismo y la soberbia. “Lo que tengo siempre muy claro es que a mi hermano lo mató el Ejército. No los sobrevivientes de la conducción –aclara–. Cuando uno lee a Primo Levi, cuando lee Los hundidos y los salvados, cuando se instala en ese infierno a través de la lectura, debe volverse más generoso con el sobreviviente. Yo hice una investigación sobre Norma Arrostito en la ESMA y estuve con todo el ministaff, un grupo de ex montoneros más cercanos a los torturadores. Me contaba uno de ellos, Caín, que en un momento salió una compañera y le dijo: “¿Sabés qué hice? Entregué a Norma Arrostito”. Entregó a Norma Arrostito pero al día siguiente la trasladaron. Era una ruleta; habiendo entregado a una figura como Arrostito tal vez aspiraba a vivir. Pero no vivió”.

–¿Por qué cree que Firmenich no se hace cargo de la parte que le corresponde en esta historia?

–El paso a la clandestinidad de Montoneros empezó a marcar la masacre. Firmenich tiene mucho más responsabilidad que la que le corresponde sólo por la Contraofensiva. Con la Contraofensiva puso la música de la derrota, hizo un cierre casi operístico. Firmenich es lo suficientemente soberbio como para eludir asumir su parte en esta historia. Los militantes que se sumaron a la Contraofensiva estaban muy debilitados en el exilio. Muchos arrastraban otras muertes, como mi hermano con la muerte de nuestra madre, y no habían logrado insertarse. Y ellos fueron carne de cañón. La aventura de la Contraofensiva tiene tantos detalles que si uno los analiza minuciosamente son inverosímiles, como que el entrenamiento militar se haya realizado en el Líbano. ¿Por qué en el Líbano? ¿Qué situación se jugaba en el Líbano que se asimilaba a la que iban a encontrar aquí? Por todo esto tuve la tenacidad de reeditar el libro. No tengo ningún otro tipo de apetencia más que sostener permanentemente el recuerdo de mi hermano.

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Zuker presenta El tren... hoy a las 19 en la Biblioteca Nacional.
Imagen: Vera Rosemberg
 
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