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Viernes, 13 de agosto de 2010

CULTURA › ENTREVISTA AL ANTROPOLOGO PHILIPPE BOURGOIS

“Los que llevan las de perder padecen violencias constantes”

 Por Facundo García

Cuesta figurarse a ese hombre delicado y sobrio metido en los bajofondos neoyorquinos. Pero resulta que ahí pasó casi cuatro años Philippe Bourgois para investigar lo que más tarde se convertiría en su libro En busca de respeto. Vendiendo crack en Harlem (Ed. Siglo XXI). El antropólogo se mudó a “El barrio” a mediados de los ochenta –cuando los portorriqueños constituían una de las mayores muestras de lo que él llamó “el apartheid estadounidense”– y reveló que debajo de la violencia que mostraban los noticieros había un sueño que bullía en todos los que estaban metidos en actividades ilegales. Ese deseo era nada menos que ser tratados como seres dignos y no como guano.

No es que un blanquito pueda llegar a esa zona así como así, pregonando que “pretende estudiar la dinámica social”. Si lo hace sin cumplir ciertas normas de etiqueta, se juega el invicto en más de un sentido. “Tuve que convertirme en un vecino más. Muchos creían que yo era un pervertido, porque los niños –que están menos influidos por las barreras de clase y de etnicidad– se me habían acercado sin prejuicios. Ellos hacían dibujos y yo les daba crayones”, recuerda el experto. En el transcurso de unos meses Philippe se casó y tuvo un hijo, por lo que la única sospecha que quedó gravitando fue que era “detective o algo por el estilo”. “Llegaba a una esquina nueva y la reacción era suponer que yo era policía. Por lo tanto, me manejé en esas pocas cuadras en que las personas me reconocían”, apunta.

Aun así, no hizo falta mucho tiempo para que lo quisieran agujerear como un colador.

Error fatal

Estaba empezando a afinar su contacto con los dealers cuando cometió un error que pudo haberle costado caro. En una fiesta le mostró al jefe de la banda, Ray, un periódico donde él aparecía caracterizado como “antropólogo especialista en East Harlem”. Entre música y cervezas, media docena de voces empezaron a pedir a su líder que leyera el epígrafe de la noticia. “Desafortunadamente, Ray lo intentó”, escribiría luego Bourgois. “Tropezó angustiosamente con una cara tan contorsionada como la de un estudiante de primaria a quien su maestro ha señalado para ridiculizarlo.” Los secuaces, hasta ese momento en silencio, empezaron a tentarse. “La herida de fracaso institucional que el muchacho cargaba desde niño, enterrada y sobrecompensada a lo largo de los años, se había abierto repentinamente.”

Para qué. Philippe tuvo que “guardarse” varias semanas so pena de que Ray lo mandara matar. En ese exilio barrial fue entendiendo que no hace falta insultar para ofender profundamente y que quien ha crecido en el gueto ve “el afuera” como un territorio repleto de trampas. Incluso si los nuyoricans se esforzaban por integrarse al sistema tomando los trabajos peor pagos –los únicos que conseguían–, su concepto de “ir bien vestido” chocaba con el criterio dominante e, instantáneamente, eran considerados putas o bufones.

“Para entender esto encuentro útiles las teorías de Bourdieu sobre violencia simbólica –retoma Philippe–. En estas interacciones, los que llevan las de perder padecen violencias constantes. Puede ser por su camisa, su falda, o por su forma de pronunciar los plurales. Cualquier minucia. Lo que es peor, se convence a las víctimas de que es su propia estupidez la que ocasiona esos episodios incómodos. Me lo ilustró bien Primo, uno de mis amigos de allá, cuando me relató que su jefa lo había llamado ‘analfabeto’ y él tuvo que recurrir a un diccionario para ver qué le habían querido decir con eso. Y sabía leer. La incomunicación, evidentemente, estaba en otro lado.”

–Si la opresión es tan profunda, ¿cómo cambiar las reglas del juego?

–Difícil. Los discriminados sienten la angustia de no saber ni cómo hay que mover el cuerpo para obtener credibilidad frente a las personas de mejor posición socioeconómica. A ese nivel llega el problema. Por un lado, soy pesimista, porque la ilegalidad se ha multiplicado desde la primera edición de este libro, que fue allá por 1995. No deja de impactarme el hecho de que los dominados sigan tolerando ese grado de desigualdad. Peor aún: ¿por qué la dominación se internaliza y se concreta en violencias entre pobres, en vez de apuntar a los poderosos de una sociedad que no los integra? No hay respuestas automáticas. Lo que sí compruebo cada vez que vuelvo a East Harlem es que, más allá del estado en que yo esté, la vida se abre camino.

–¿A qué se refiere, Philippe?

–Para darte un ejemplo, el hijo de uno de los dealers con los que me comuniqué en los ochenta es ahora diseñador web. No gana fortunas, pero gracias a los anuncios que Google pone en su site tiene para mantenerse. Lo insólito es que su página es sobre pandilleros. Enseña cómo golpear mejor, cómo pelearse, y los anunciantes son compañías que fabrican ropa onda hip hop. En ese chico yo veo las contradicciones de la sociedad de consumo, junto a una creatividad que está pidiendo pista para canalizarse de modo más positivo.

Alguien hizo crack

–Dígame la verdad, ¿no probó ni una seca?

–No, mi adicción es el trabajo. Y no creas que no es grave. Se duerme y se come pésimamente y se destruyen las relaciones amorosas. De hecho, al cumplir dos años y medio de investigación me derrumbé. Pasaba las madrugadas hangeando (agitando) con mis informantes, y temprano en la mañana tenía que llevar a mi hijo a la guardería sin haber descansado. De ahí volvía a casa para redactar mis notas. ¿Quieres saber el resultado? Tendinitis en las manos –de tanto escribir– y un ataque de nervios à la Woody Allen. Entonces Primo y César –dos dealers– me venían a ver para darme coraje. César, un tipo violento, me estimulaba como podía y me advertía que el libro “lo iba a tener que terminar sí o sí”. Y Primo, que es un buen tipo y gran amigo, me hacía masajes en los brazos.

El crack se produce hirviendo clorhidrato de cocaína en una solución de bicarbonato de sodio o amoníaco. Queda una pasta que se endurece y generalmente se fuma. En los ochenta, ese veneno fue un boom. Literalmente: hizo estallar el cerebro de millones de pobres, en una tragedia comparable a la que está propiciando el paco en las barriadas latinoamericanas. ¿Pero es la droga el eje? En la introducción a su texto, Bourgois deja claro que no va a hablar solamente de estupefacientes, ya que “el consumo de drogas en las zonas urbanas es un mero síntoma de una dinámica profunda de alienación y marginación social”. De ahí que el título, En busca de respeto, sea un hallazgo. Sintetiza a la perfección el hecho de que los expulsados del circuito ciudadano tienen como utopía la posibilidad de que se los contemple como algo más que subhumanos. En la desesperación, el dinero se percibe como un conjuro contra el desprecio. A más dinero, menos angustia. Y la venta de drogas es el mecanismo más directo para obtener esa protección.

Por lo demás, el sentido común estadounidense les pone un martillazo a las cabezas que intenten asomarse al exterior. En El Barrio es mucho más sencillo volverse mafioso que perder la autoestima sometiéndose a las reglas de cualquier empleo “con blancos”. De tanto en tanto, alguno se ilusiona con un cambio; sin embargo, cada detalle de su comportamiento tiene huellas de la opresión. Empezando por el acento. Una niña de papás portorriqueños se lo resumió a “Felipe” un día. “Nos encanta oírte hablar –le confesó–. Suenas igualito a un comercial de la tele.”

El especialista estima que “la cocaína y el crack, sobre todo a mediados de los ochenta y principios de los noventa, seguidos por la heroína y la marihuana desde mediados de los años noventa hasta finales de la década del 2000, representaban si no la única fuente de empleo igualitario para la población masculina de Harlem, al menos la de mayor crecimiento”. Hoy las ventas siguen superando cualquier otra fuente de ingresos, tanto legal como ilegal. “Cuando estás ahí y ves que los mismos ojos llenos de brillo de un niño se han apagado porque hace unos meses está metiéndose esa porquería, es imposible no llenarse de furia”, se lamenta Bourgois.

–Es curioso, porque en contrapunto con la descripción de esa decadencia, usted recupera el “respeto” como categoría.

–En Harlem se menciona a cada rato, y es muy popular el verbo “to disrespect” (faltar el respeto). Cuando empecé a meterme en la noche, no había una sola oportunidad en que no oyera hablar de eso. “Ser respetado” era ser reconocido como miembro dentro de su sociedad. Lo increíble de los vendedores de crack es que en el afán de conseguir ese reconocimiento produjeran tanta destrucción.

–A propósito, ¿qué fue de estos vendedores?

–La mayoría está en la mala. Los adolescentes se burlan de “los viejos heroinómanos” o “los viejos del crack”. Ellos fuman formol con marihuana –o wet (húmedo)–, una mezcla igual o peor a las modas de antes. O se desviven por las pastillas, que también hacen muy mal. Yo les digo “mira tonto, tú te burlas de ese que está decrépito, pero vas a terminar adicto”. No me creen.

Nazis en Nueva York

El padre de Philippe fue prisionero en Auschwitz. No es judío, pero como otros muchos jóvenes franceses fue llamado a trabajar en las fábricas que se habían apropiado los alemanes después de la toma de París. Bourgois padre quiso escaparse, pero lo atraparon. Como castigo fue trasladado al mayor centro de exterminio del nazismo. Fue una temporada atroz. Tuvo que llegar el Día D para que en medio de la confusión el preso se escurriera en un tren que transportaba soldados alemanes al frente occidental. “Adentro, tuvo la fortuna de encontrar un oficial que venía de las batallas en Rusia. Ahora iba a matar y a morir al otro extremo de Europa y –como tenía cerca de una semana de viaje– había aprovechado para emborracharse. Se puso a conversar y escondió a papá hasta que alcanzaron Francia”, recapitula Philippe.

La odisea no se acabó. Al verlo sucio, escuálido y con los dientes carcomidos, la policía parisina se lo llevó a una comisaría. Por el olor que tenía lo metieron en el baño, sin darse cuenta de que había un respiradero que le permitió huir de nuevo. Se salvó. Cada tanto, el viejo se pone memorioso y jura que en los campos él era “uno de los tontos que intercambiaban pan por tabaco”. Al entrevistado le duele sospechar que en la actualidad hay otros que están pasando por experiencias similares. “Para expresarlo en términos brutales, el gueto latino de Nueva York y los campos de concentración de la Segunda Guerra comparten la característica de contar con una población civil que asume esos espacios de humillación institucionalizada como si fueran normales”, acusa. El pasado y el presente se enlazan sin dar tregua; “por eso la indignación de mi padre ante el recuerdo de la indiferencia o las burlas de sus compañeros a pocos metros de las cámaras de gas me animó a escribir sobre la violencia cotidiana del apartheid estadounidense”.

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Bourgois es hijo de franceses. Su padre se escapó de Auschwitz.
Imagen: Sandra Cartasso
 
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