Martes, 2 de noviembre de 2010 | Hoy
CULTURA › CON PRESENCIA ARGENTINA, CULMINó LA EXPO SHANGHAI 2010
Por el megaencuentro internacional, el más grande de la historia, pasaron más de 72 millones de personas. En el acto de cierre hubo un espectáculo de tango, encabezado por Martín Ojeda y Celeste Medina, que fue el único seleccionado del continente.
Por Facundo García
Los chinos que tienen trato frecuente con occidentales suelen darse un segundo nombre. Para facilitar la comunicación eligen llamarse Raimundo, Estrella, Félix u otras opciones por el estilo. Pero en Expo Shanghai 2010 –el megaencuentro internacional que terminó el domingo pasado en la ciudad más populosa del gigante asiático– la tendencia se modificó gracias al lunfardo. Así, los dos técnicos orientales del staff argentino terminaron eligiendo denominaciones bastante cancheras: uno se puso Grosso y el otro Capo. Durante el cierre del evento, Grosso y Capo abrazaban a quienes habían compartido con ellos el espacio laboral a lo largo de los últimos seis meses, en un llanto que se filtraba, horizontal, por las ranuras de sus ojos. Con ese tipo de escenas y un espectáculo de tango seleccionado especialmente para formar parte de los actos de clausura terminó una fiesta por la que pasaron más de 72 millones de visitantes, más que los que haya convocado cualquier otra exposición universal hasta la fecha.
“Nosotros apuntamos a llegar masivamente, apelando a los fenómenos que los chinos puedan identificar con facilidad”, puntualizó Martín García Moritán, diplomático a cargo del pabellón argentino. A esa altura, compartía la fatiga de los que llegaron en mayo e incluso antes, y no había que pincharlo mucho para que admitiera que tenía ganas de volver –aunque fuera por unos días– a sentirse en casa. “¡Es que te hartás de no entender ni siquiera los gestos!”, explicaban al unísono los que trabajaron en producción; y era suficiente caminar un poco entre el gentío indiferente para comprenderlos en su desgaste.
Ajenos a esas preocupaciones –o acostumbrados, quién sabe–, los chinos se mandaron un hecho cultural, económico y artístico de proporciones casi inimaginables. El lema de la Expo 2010 fue “Mejor ciudad, mejor vida”, en alusión a la necesidad de idear urbes que permitan una existencia saludable para sus habitantes. Por encima de las formalidades, lo que se intentó expresar es que ahí hay una potencia dispuesta a ir por más. Hubo 520 hectáreas dedicadas a una programación que incluyó a 242 participantes (192 estados y 50 organizaciones); lo que vinculó a los anfitriones con una ensalada de identidades para la que el término “Babel” habría quedado corto.
La última tarde cumplió con todos los ritos que se habían forjado en el año. Entre la bruma del smog, el sol otoñal se asemejaba a un foco de 25 watts: bajo esa esfera anaranjada miles de chinos, en su mayoría del interior, esperaban para aprovechar la última oportunidad de entrar en un stand o conseguir una calcomanía. En la abundancia de imágenes, el signo y la realidad se superponían. Los visitantes podían comprar réplicas de pasaportes para ir sellándolos a medida que atravesaban la muestra, y era cosa de no creer la transformación que sufrían individuos aparentemente formales cuando se trataba de conseguir estos sellos que documentaban su “visita” a diferentes “países”. Se transfiguraban, discutían, transpiraban. Ante las ansias populares de viajar al extranjero, la Expo funcionó como simulador de vuelta al mundo. Un Disneyworld de la diversidad humana, con todo lo bueno y lo malo que eso implica.
De repente, una anciana venerable abandonaba toda paz para salir corriendo cual atleta con doping, y se ubicaba entre la masa humana que iba tras unos prendedorcitos que regalaban los canadienses. Por fuera de estas aglomeraciones, el pragmatismo chino fue amo y señor. Se veían hombres y mujeres durmiendo o montando picnics en cualquier parte, y señoras que hacían uso de sus banquitos portátiles en los sitios más curiosos. “Ojo, que aunque parezca todo tan distinto, Shanghai es una de las ciudades más occidentalizadas”, aclaró Paloma Carvalho, otra argentina ya fogueada en las lides del contacto intercultural. La metrópoli está intentando desbancar a Tokio y a Hong Kong como eje financiero de Asia. Eso implica ocultar lo “indeseable” –de hecho, para montar la expo se desplazó a miles de familias y fábricas– y sacar a la luz aquellos elementos que estrechen vínculos con el capital.
El pabellón argentino fue el único de su continente seleccionado para dar un espectáculo de cierre en la American Square, uno de los polos del complejo oficial. El show de tango concluyó con cientos de espectadores medio descolocados por su propio fervor. “Les encanta esta onda medio acrobática”, admitió Martín Ojeda, que junto con Celeste Medina se ocupó de conformar el elenco de bailarines estables que tuvo la sede nacional. El trío de Analía Goldberg (piano), Diego Lerendegui (violín) y Martín Cecconi (bandoneón) acompañó la danza interpretando en vivo un repertorio especialmente arreglado para agradar a los asiáticos. “El hecho de que nos hayan elegido para cerrar tiene que ver con que por encima de la tecnología, el espacio de Argentina fue uno de los que más artistas movieron, con más gente de carne y hueso y menos pantallas”, evaluó Goldberg al final de la actuación.
Según el contador Christian Caggia, los gastos del pabellón rondaron los seis millones de dólares, bastante menos que lo que utilizó Chile –que se vino con la cápsula de los mineros–, y fuera de toda comparación respecto de lo que destinaron Estados Unidos o Italia. Las autoridades informaron que por la galería nacional pasaron alrededor de 4.110.000 personas. De ellas, el 95 porciento era de origen chino. “No es fácil medir las repercusiones que tendrá lo que hicimos. Lo que puedo adelantar es que serán miles o millones los que van a dejar de referenciarse con la celeste y blanca solamente por el deporte, y van a empezar a pensar en vinos, industrias y expresiones artísticas”, insistió García Moritán. Por lo pronto, aquí se rumorea que los argentinos huelen a leche cortada a causa de la cantidad de lácteos que consumen; e inversamente basta tomar cualquier transporte público para percibir que los pasajeros expelen el aroma de las especias que se usan en la gastronomía local. En la variedad está el gusto.
“Dinastías enteras se derrumban y mueren en un solo estertor. De esas batallas y esas luchas no sabrá nada el pueblo; es como el retrasado forastero que no pasa del fondo de una atestada calle lateral, mientras en la plaza central están ejecutando al rey.” Así recreó Franz Kafka al modo en que circulaban las noticias en la antigua China. Y algo de sus percepciones queda rebotando en la mente luego de haber visto el modo milimétrico con que se calcularon los actos de cierre de la Expo.
Una vez que los argentinos concluyeron su número, se largó, en otra zona del predio y con transmisión televisiva en directo, la ceremonia de despedida diseñada por los chinos. Nada quedó fuera de lo planeado. Los colores, los playbacks y sobre todo las situaciones lacrimógenas marcaron la pauta. Pero el bloque que se dedicó a los cientos de miles de voluntarios que colaboraron con la movida desde el principio merecería llevarse el premio a la cursilería más grande que se haya difundido por TV. “Un día de septiembre, estos héroes anónimos se encontraron con un desafío: los niños ciegos de Shanghai querían visitar la expo –recitó en mandarín una voz de locutor–. Pero al final el equipo cumplió con su deber.” En los pantallones que había en varias esquinas, los alumnos de la escuelita se veían alegres, caminando con atropello por la exhibición. El remate fue mostrar a un chiquito no vidente tomando su cámara de fotos (¿?) y sacando un retrato de sus amigos junto con los voluntarios. La televisión china cerró la secuencia poniendo en primer plano la imagen obtenida por aquel chico ciego: había dejado fuera de la fotografía a casi todos los que posaron. Hubo aplausos a granel.
Cerca del final, los diplomáticos de los países participantes se integraron al escenario para entonar canciones especialmente populares en sus idiomas. A los hispanoparlantes se les hizo ensayar cinco o seis veces antes de salir a cantar el bolero “Quizás, quizás, quizás” durante treinta segundos. A esos extremos llegó el afán de planear lo que se mostraba. Tras el cierre –Capo y Grosso ya se habían ido a sus casas–, el staff argentino optó por una cena en la parrillada El Obelisco, que funcionó en la planta baja del pabellón desde el inicio de las actividades. Todo era alegría y fraternidad argentino-china. “Al final no somos tan distintos. No es tan difícil tender puentes”, pensaba, cursi, este cronista cuando de repente interrumpió sus cavilaciones una oriental trayendo ¡al mismo tiempo! los dos platos que había pedido para su cena: mouse de vainilla con dulce de leche y al lado un churrasco bien jugoso.
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