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Domingo, 1 de marzo de 2015

CULTURA › RECORRIDO POR BEIJING Y LOS DESAFIOS DE LA INCOMUNICACION

Un curso acelerado de chino básico

En tiempos en que se profundizan los vínculos entre Argentina y China, vale la pena descubrir aspectos poco conocidos de una cultura milenaria que vive con una rápida modernización. Costumbres, códigos y modismos que hacen de Beijing una ciudad fascinante.

 Por Fernando D´addario

Desde Beijing

Una horda de ciclistas frena, con descuidada sincronización, en las narices de un humilde servidor municipal. Las atribuciones de este señor son módicas: persuadir a ciclistas, motociclistas y automovilistas –tres gremios con poder de fuego propio en Beijing– para que no traspasen la línea de paso peatonal en el cruce de las avenidas Dongzhimen y Jianguomenwai. Es uno de los miles de jubilados del Partido Comunista que, silbato en mano, se ganan unos yuanes extras en el control del tránsito pekinés, acaso una misión más difícil que disciplinar a los intelectuales en la Revolución Cultural.

“Xing” (Ok), le dice el cronista, con la absurda complicidad de un turista superado, cuando advierte que él y su compañera han traspasado la línea de paso peatonal. El hombre mira primero con estupefacción, luego la cara se le contrae en una mueca de desprecio y por último da dos pasos hacia atrás. No hay tiempo para más. Los ciclistas que venían embalados pasan sin registrar siquiera la presencia del azorado jubilado municipal. Ya en el hotel, un diccionario ilustra sobre el probable malentendido. Al pretender decirle “ok”, debería haber pronunciado xíng (segundo tono del idioma chino, ascendente) pero salió un xìng (cuarto tono, descendente), que significa...SEXO! Habría que volver y pedirle disculpas a ese buen señor que, además de soportar cotidianamente la desobediencia de los monstruos del asfalto, ahora también tiene que afrontar las propuestas indecentes de un “laowai” (extranjero) libertino.

La anécdota, banal, informa sobre los múltiples equívocos que surgen en China cuando se quiere superar la barrera del idioma. A veces, saber un poquito es peor que no saber nada. Ensancha la esfera de lo desconocido e induce a tropezar con el error. El número de semihomófonos en chino es para el principiante una invitación al desquicio lingüístico. Por ejemplo, hay cerca de 200 caracteres (los mal llamados “ideogramas” chinos) que se pronuncian “yi”, pero todos tienen un significado diferente. Según con qué tono se lo pronuncie y en qué contexto, puede querer decir “uno”, “ropa”, “médico”, etc. La mayoría de los intentos de articulación de frases en chino mandarín se encuentran, en principio, con gestos de extrañeza del interlocutor, que termina ofreciendo una sonrisa indulgente. Nunca un desprecio al estilo francés. Para decir “quiero ir a la estación”, la expresión correcta es “wo xiang qu chezhan”. Pero esa misma frase, con los tonos equivocados, puede convertirse en “área de Waterloo sintió retirada”, disparate que pone al viajero al borde del chaleco de fuerza. En uno de los enormes parques que oxigenan la ciudad, la joven Yue trabaja como coordinadora de un museo muy extraño, dedicado a homenajear “a los servidores públicos”. Allí se recuerda, por ejemplo, al patriota comunista que diseñó los baños públicos de Beijing, o a los trabajadores que construyeron la primera línea de subte. Yue tiene 18 años. No siempre se llamó Yue. Antes se llamaba Baixue (“nieve”) pero, como millones de chinos, hizo uso de la costumbre de cambiarse el nombre. Como tuvo la suerte de conseguir este trabajo y empezar una nueva vida, se puso Yue (“contenta”). Si consigue progresar, dice, quizá dentro de unos años elija como nuevo nombre Zhuo (“inteligente”). Está afiliada al Partido (todos los años, unos 15 millones de chinos intentan ingresar, ya no tanto por convicción ideológica, sino como plataforma burocrática para asegurarse el empleo y cierto status social; sólo un mínimo porcentaje es aceptado), pertenencia que no borró de su rostro cierta inocencia adolescente. “Si ustedes vienen de América –dice Yue en un inglés correcto– seguro que conocen a Justin Bieber. Lo amo.” Al despedirse, tras intercambiar direcciones de correo (el cruce de mails se interrumpió, valga la conjetura, cuando el firewall del gobierno chino interceptó el peligroso envío Buenos Aires-Beijing de un video de Diego Torres), se pone roja como un tomate cuando la pareja de argentinos atrevidos amaga con darle un beso en la mejilla. Se echa hacia atrás (como el moderador de tránsito que recibió la oferta de sexo callejero), vuelve sobre sus pasos y tiende tímidamente la mano.

En la entrada del hostel hay un enorme mapamundi. El instinto visual, si es que eso existe, invita a buscar primero dónde está la Argentina. ¡Como si pudiese estar en un lugar distinto del que le conocemos! Pues bien: al primer golpe de vista, donde debería estar la provincia de Buenos Aires aparece la República Sudafricana. ¿Será el jet-lag? Una segunda aproximación aclara el error perceptivo: la República Popular China está en el centro del mapa. De hecho su nombre en mandarín es Zhong guo, que significa “País del medio”. Aunque transgreda la infalibilidad de nuestros manuales infantiles de geografía, la potestad china de establecer sus propias coordenadas está avalada por cinco mil años de historia. Una trayectoria vital que vio ascender y caer, sucesivamente, a Babilonia, Persia, Atenas y Roma. Para ellos, Estados Unidos (el nuevo imperio que algún día también caerá) está en el Oriente. En un planeta geométricamente esférico, decir que los mapas y sus puntos cardinales son construcciones políticas, debería sonar a verdad de Perogrullo. Pero hubo que llegar a Beijing para descubrirlo.

Semejante exhibición de autosuficiencia china no se traduce en alardes de superioridad. Será porque están muy seguros de su superioridad. Herederos de tradiciones filosóficas que ponderan la moderación en las emociones, los chinos atenúan sus pulsiones de grandeza con la virtud de la cortesía. Como enseña Yawen Teh, profesora de chino, abogada y magister en relaciones y negociaciones internacionales, “en su momento, a la hora de ponerles nombres a los demás países, eligieron siempre denominaciones ‘positivas’. Por ejemplo, Inglaterra en chino se dice ‘Yingguo’, que significa ‘país de la valentía’; Alemania es ‘Deguo’ o ‘país de la virtud’; Francia, ‘Faguo’, ‘país de la ley’, y Estados Unidos es ‘Meiguo’, o ‘país de la belleza’”. Esa misma cortesía los inhibe para tomar decisiones drásticas que puedan afectar la sensibilidad del interlocutor: “Los chinos prefieren adoptar un discurso indirecto –señala Yawen–, por eso, es difícil que digan ‘no’ en forma directa. Tienen muchas expresiones ‘indirectas’ en ese sentido. Por eso en una negociación comercial o empresarial, lo importante, más allá de las palabras que utilizan, es aprender a leer su comportamiento”.

En un concurrido bar de la zona bohemia de Nan luogu xiang un solitario turista francés inspira un sentimiento parecido a la compasión. Le resulta imposible hacerle entender al mozo que quiere “una cerveza más”. Se lo dice en inglés y en francés. Le hace la seña universal con las manos (no tan universal, se ve) que significa “otra más”. Pero nada. Hasta que el chino escuche, letra por letra y con los tonos correctos, el “Qing gei ta na yi ping pijiu” (“por favor, traele una botella de cerveza”), el pedido quedará en una nebulosa sin resolución. Finalmente, el turista comparte la cerveza con los argentinos. Era lo menos que se podía esperar. Las dificultades en la comunicación abrirán un nuevo capítulo un rato más tarde, después de prender la computadora para navegar por Internet. Hay que definir un itinerario para ir a la Gran Muralla: se despliegan cientos de páginas en chino. Lo mismo ocurre cuando se busca el mejor camino para llegar a la ciudad olímpica. Pero al entrar en Google y poner, casi jugando, “zhengzhi” (presos políticos), la conexión de Internet empieza a desinflarse. La computadora se tilda y hay que reiniciar todo. Ya no se puede entrar a Google. Cosa ‘e mandinga. Ya la pequeña Yue había dicho que ella no tenía acceso ni a YouTube, ni a Google, ni a Facebook ni a Twitter. “Pero tenemos Weibo –aclara–, que es mucho mejor.” Weibo es el equivalente chino de Twitter. Tiene 200 millones de usuarios, casi la misma cifra que la suma de twitteros de todo el mundo. La necesidad de que los chinos tengan Twitter parece ser más de Twitter que de los chinos. En Weibo, Yue puede conseguir y compartir toda la información que necesita sobre Justin Bieber.

Los “nacidos y criados” en Beijing comen poco arroz. El “chao fan” es más famoso en el barrio chino de Barrancas de Belgrano que en cualquier distrito de Beijing. El arroz es una guarnición aportada por la tradición culinaria del sur, que sólo agrega un granito más al babélico mapa gastronómico pekinés. La certeza argentina sobre la preferencia ancestral de los chinos por el arroz surge, como casi todo, de una circunstancia arbitraria: más del 90 por ciento de los chinos que viven en la Argentina provienen del sur, más precisamente de la región de Fujian. En Beijing, foco multicultural chino, el desciframiento tardío de su entramado de sabores puede provocar sorpresas agradables (el descubrimiento del Kaoya o “pato laqueado” de Beijing, el increíble “cordero asado al instante” de la Mongolia interior), o derivar en experiencias que desplazarían el paladar mexicano al rincón de los “flojos”.

El temerario que se atreve a entrar a un restaurante sichuanés (Sichuan, región china donde la base de la alimentación es el grano de pimienta, el ají picante y una pasta para excitar dragones llamada dou ban jiang) es sometido a una pregunta lingüísticamente engañosa para la lógica occidental: “Yidian la haishi la?” (¿poco picante o picante?). En China, la expresión “poco picante” significa “picante”, porque el adverbio “poco” no tiene la misma valoración diminutiva que se le da en español. Entonces la respuesta debe ser un enfático “bu la!!” (¡NO picante!), garantía para disfrutar de un exquisito Pollo Gong Pao y poder mover los labios al día siguiente.

En China hay una “dictadura comunista”. Pero el clima de asfixia social que sugiere ese status institucional no se verifica, al menos superficialmente, en la vida cotidiana de Beijing. Hay una rutina de relajada contracción al trabajo. Se ve gente apurada pero no nerviosa. Siglos de sincretismo filosófico/religioso (que combina, en dosis variables, el fatalismo budista, la búsqueda de armonía con la naturaleza del taoísmo y la disciplina perfeccionista del confucianismo) modelaron una mentalidad que prioriza la cohesión social por sobre el hedonismo individual.

Pero del idioma se desprenden elementos que remiten a estructuras ancestrales de dominación. Aquí es necesario, primero, precisar algunos detalles “técnicos” del lenguaje escrito. En los caracteres chinos (que son más de cinco mil aun en el esquema simplificado por orden del Gran Timonel Mao Ze Dong) hay dos componentes: un radical, que aporta en general un contenido semántico y aparece en muchas palabras, y un elemento fonético, que da indicios sobre su pronunciación. En chino hay un carácter que significa “tomar en matrimonio” (Qu, sólo para el hombre, compuesto por el componente fonético de “obtener” y el radical de “mujer”). Como contrapartida, “jia” es casarse, pero sólo para las mujeres. Tiene dos componentes: “mujer” y “familia”. Bajo el radical “mujer” hay una serie de caracteres que expresan términos negativos, desde “traidor” hasta “criminal”. Un matiz sencillo que complejiza el tema: el carácter para “bueno” (hao) incluye dos elementos: mujer y niño. Aunque, a priori, se puede inferir de esa combinación una connotación positiva, refleja los límites de una sociedad patriarcal: la familia y la descendencia son la columna vertebral de la vida de los chinos.

Es hora de apagar la computadora y salir a la calle. Un buen momento para recorrer en bicicleta los parques de Beijing y prenderse en algún partido de ping-pong. O pasear por los viejos hutongs (callejones) que sobreviven al boom inmobiliario gracias a su renovado interés turístico. Para recorrer los bares hay que apurarse, porque cierran temprano. Lo difícil es encontrar alguno que prescinda de ese espantoso pop almibarado que, en cualquier otro país, incitaría a la violencia (evidentemente no es patrimonio exclusivo de los supermercados chinos de Buenos Aires). Un local llamado Mao Live House, en Gulou Dong Dajie, es el lugar ideal para celebrar las contradicciones de la vida. Pasan un puñado de canciones del gran Xie Tian Xiao (XTX), un rocker alternativo que tal vez no leyó las Analectas de Confucio pero seguro tiene todos los discos de Jimi Hendrix. En el bar ofrecen para tomar, entre otras cosas, Coca-Cola. El barman la llama Kekou kele, como se dice en chino. Es que la multinacional, después de devanarse los sesos, encontró los caracteres apropiados para ingresar su producto en el apetecible mercado juvenil de China. Kekou kele no sólo tiene un sonido compatible con el nombre original y universal, sino que los caracteres que lo grafican significan “sabroso” y “feliz”. El comunismo y el capitalismo, unidos, jamás serán vencidos.

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Una pantalla gigante muestra al líder chino Xi Jinping bajo el símbolo de McDonald’s.
Imagen: EFE
 
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