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Domingo, 13 de noviembre de 2005

LA FIGURA DEL PENSADOR DANES SöREN KIERKEGAARD, A 150 AÑOS DE SU MUERTE

Un santo patrono para el existencialismo moderno

El autor de Temor y temblor y Tratado de la desesperación influyó de modo considerable en escritores y filósofos capitales del siglo XX: Unamuno, Heidegger y Sartre.

Ecos de un hombre desgraciado

“Yo sí que estaba desesperado. Lo suficiente para intentar leer de nuevo a mi viejo amigo Kierkegaard. Elegí O lo Uno o lo Otro, porque ese título me intrigaba. Es un voluminoso mamotreto, en dos tomos, escrito de un modo muy confuso; consiste en un revoltillo de ensayos, narraciones, cartas, etcétera, obra de dos personajes ficticios, llamados A y B, y editado por un tercer personaje, un tal Víctor Eremitus. Supongo que todos eran seudónimos de Kierkegaard. Lo que más me interesa fue un breve ensayo del primer volumen titulado El hombre más desgraciado. Mientras lo leía, sentí lo mismo que cuando vi por primera vez la lista de las obras de Kierkegaard: que sus palabras se referían directamente al estado en que me encontraba.
Según Kierkegaard, el hombre desgraciado ‘siempre está ausente de sí, nunca está presente para sí’. Mi primera reacción fue decir: no, amigo Sören, te equivocas, porque yo pienso en mí sin parar, ése es el problema. Pero entonces reflexioné y me dije que pensar en ti no es lo mismo que estar presente para ti. Sally está presente para sí, porque está segura de sí misma, nunca duda de sí misma, o al menos no por mucho rato. Coincide consigo. En cambio, yo soy como esos personajes de las historietas de los tebeos baratos en que el color no coincide con el perfil de las figuras: por un lado no coinciden y por el otro se superponen, de modo que forman una imagen borrosa. Así soy yo: un monigote cuya mejilla azul se proyecta por encima del perfil de su mandíbula sin coincidir exactamente con ella.
(...)Leer a Kierkegaard es como volar entre espesos bancos de nubes. De vez en cuando hay un claro y tienes una breve visión, brillantemente iluminada, del terreno que sobrevuelas, pero de repente vuelve a envolverte la danzante neblina gris, y no tienes la menor idea de dónde estás”.

* Fragmento de la novela Terapia, del escritor británico David Lodge (Anagrama).

Por Silvina Friera

Las caricaturas del siglo XIX lo presentaban con una faz puntiaguda, el cuerpo enjuto y una espalda que parecía una montaña deformada por un accidente natural. Estos detalles de su fisonomía, por cierto ridiculizados, son los moldes en donde quedó atrapada la figura de Sören Kierkegaard, patrono del existencialismo moderno, a 150 años de su muerte. Pero su irresistible singularidad pateó los tableros de todas las definiciones. No fue un filósofo, propiamente hablando, ni un teólogo, ni mucho menos un escritor. Quizá sea necesario, aunque no suficiente, ubicarlo en alguna estantería para no alterar el orden de la esquemática biblioteca de la cultura universal. Y el lugar que mejor le sienta es el de Pensador con mayúsculas. Kierkegaard supo elegir a sus enemigos íntimos, entre ellos sin duda Hegel, arrojó una piedra en pleno centro del racionalismo y, poco a poco, por ondas concéntricas, toda la superficie se hizo añicos. Esa ruptura, tal vez poco visible en lo inmediato, ha sido eficaz y prolongada. El pensador danés influyó de modo considerable en escritores y filósofos capitales del siglo XX: Unamuno, Heidegger y Sartre. Y llegó hasta la Argentina, a través de Abelardo Castillo (ver aparte).
Karl Jaspers apuntó al corazón de la herencia kierkegaardiana: “Sin él no habría sido posible lo que se ha llamado filosofía existencialista ni la teología dialéctica”. Kierkegaard (1813-1855) rechazó el método hegeliano, la dialéctica, con el argumento de que al pretender conciliar ideas diferentes –superar las oposiciones aparentes mediante una síntesis superior– lo único que se conseguía era disolverlas y volatilizarlas en una “argamasa intelectual”. Si la verdad era un absoluto que no admitía grados, no podía camuflarse en su contrario por un sencillo juego del espíritu. Lo que separaba, en rigor, es la existencia; para el pensador danés no podía haber sistema de la existencia. Para comprender el ser del hombre, Kierkegaard apeló al cristianismo, en su caso a través de la teología protestante. La fe no admite un denominador común con la especulación racional, abstracta, objetiva y desinteresada. Es todo lo contrario. El pensador danés afirmaba que poco importa “lo que se cree”; lo que le interesaba era “cómo se cree”; de la tensión interior, de la pasión, emerge el objeto de la fe. “Perder la razón para ganar a Dios es el acto mismo de creer”, postulaba el autor de El concepto de la ironía, su tesis de doctorado en teología; Temor y temblor, El concepto de la angustia, Tratado de la desesperación y Diario de un seductor, entre otros, que durante años escribió bajos diferentes seudónimos (Víctor Eremitus, Johannes Climacus, Nicolaus Notabene).
La figura del padre, un ascético pastor pietista, dejó una huella en la vida intelectual y espiritual de Kierkegaard, como lo hizo notar el filósofo en el ensayo Punto de vista de mi obra como escritor. El pensador danés reconoció haber heredado la melancolía religiosa paterna y recordaba, a menudo, que en su infancia casi no oyó hablar, como los demás pequeños, del niño Jesús, de los ángeles y de la felicidad del cielo. En cambio, se le mostraba a cada momento la imagen del Crucificado, tanto que la cruz era la única imagen y la única idea que tenía del Salvador. En el diario completo del danés, en una de sus primeras anotaciones, comentaba una visita al médico. Kierkegaard quería saber si era posible que pudiera curarse de su melancolía recurriendo exclusivamente a la fuerza de voluntad. Después de la respuesta negativa del médico, el pensador tuvo que resignarse a vivir con su depresión, asumir que esa lacerante deformación espiritual era su espina en la carne, su limitación y su cruz. Escapó de la severa atmósfera familiar para estudiar en la universidad, entre 1830 y 1840, y llevó una vida disipada; llegó a endeudarse en ocasiones para satisfacer sus caprichos y sensualidades. En Diario de un seductor, escrito por un tal Johannes, un joven licencioso y melancólico seduce a una joven hermosa simplemente para comprobar si es capaz de conseguirlo. Cuando logra conquistarla, la abandona sin pestañear: “Ahora que he conseguido lo que me proponía, no quiero volver a verla. Tal como están las cosas, ya no es posible que me oponga resistencia, y sólo cuando la hay resulta hermoso amar; una vez vencida la resistencia, el amor no es más que debilidad y hábito”.
La crisis interior que padeció en los años 40, el punto de inflexión en el destino de Kierkegaard, desembocaría en un fervor religioso multiplicado por la desesperación en que se hunde el gozador. La única vía de salvación era la fe. No es una exageración afirmar que no hubiera existido buena parte de la obra de Kierkegaard sin Regina Olsen, la joven con la que había decidido casarse. Buscó establecer una comunión de alma entre su prometida y él, pero por “culpa” de este intento nació el drama kierkegaardiano. El esfuerzo por elevarla a la intensidad de la vida religiosa y por hacerle comprender su corazón atormentado fracasó. Regina era una joven demasiado simple y sencilla, nada mística y menos romántica. Ante la imposibilidad de concretar esta comunión total, Kierkegaard decidió romper su compromiso. Pero para que su joven prometida sufriera lo menos posible, se empecinó en extinguir en ella el amor. Con el corazón destrozado, Sören representó, durante meses, la comedia de la indiferencia. Consumada la ruptura, Kierkegaard quedó solo consigo mismo y con Dios, dispuesto a cumplir su misión.
El interés supremo del hombre lo llevó a pensarse a sí mismo. La misión del “pensador subjetivo” radicaba en volver a enseñar qué es ser hombre, qué es existir humanamente. Para Kierkegaard la razón y la objetividad desplazaron al “actor principal”, al hombre mismo. La persona se afirma por y en la libertad, en el hecho de elegirse, en ser lo que se es, en ser uno mismo, y por otra parte en querer devenir lo que no se es. Pero estos dos aspectos, según el pensador danés, se superponen en tanto que el ser del hombre consiste en devenir. La libertad surge como una tensión del ser hacia sí mismo. El concepto de angustia, puesto en relación con el pecado original, es propio de la condición humana. Todo hombre –aun el más despreocupado o el más dichoso– vive angustiado, simplemente porque es hombre. La angustia revela al hombre a sí mismo, señala conjuntamente su miseria y su grandeza. En el Tratado de la desesperación escribió: “El común de la gente comete un gran error viendo la excepción en la desesperación, pues, por el contrario, es la regla”.
La doctrina kierkegaardiana de la existencia podría analizarse desde lo que Hegel llamó la “conciencia infeliz”: el hombre existe interiormente desgarrado porque se reconoce finito frente a un Dios trascendente. Sin embargo, de los postulados del pensador danés se desprende que la infelicidad es el estado normal y definitivo del hombre, que la angustia no puede ser disipada porque, en definitiva, es la experiencia, la intuición metafísica del ser humano, radicalmente contingente y finito. El hombre no es Dios ni puede hacerse Dios. El cuadro es sombrío y remite a los ecos de una frase de Pascal (hay quienes ven en el pensador danés un “pascaliano protestante”): “se vive solo, como se muere solo”. Kierkegaard, que en danés significa “cementerio”, esperaba morir joven como sus seis hermanos, destinados por una especie de maldición a la muerte prematura. Se sorprendió, según confesó, de ver que doblaba el cabo de la treintena. Pero la polémica y dolorosa ruptura con su propia iglesia deterioró su salud. “Un testigo de la verdad es un mártir”, señaló. La muerte se lo llevó a los 42 años.

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“Perder la razón para ganar a Dios es el acto mismo de creer”, postulaba Kierkegaard.
 
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