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Jueves, 3 de mayo de 2012

DANIEL PENNAC, AUTOR DE MAL DE ESCUELA Y SEñORES NIñOS

“No hay que cambiar los textos, sino los profesores”

El escritor francés, que se presentó en la Feria del Libro y en el Malba, afirma que los maestros deben encontrar la llave para que el saber circule entre los malos alumnos. “La educación mecanicista sólo se interesa en la evaluación”, se queja.

 Por Silvina Friera

El hombre de la sonrisa cálida cargó sobre sus espaldas el rastro de una vergüenza. En el muro de su infancia se proyectan las imágenes ampliadas de un presente sombrío. Sin esperanzas. Pero nada ocurre como está previsto. Es lo único que enseña el futuro al convertirse en pasado. El señor que ahora sonríe ante Página/12 fue un pésimo alumno. Un zoquete. En la primavera de 1954, Daniel Pennacchioni, de 10 años, nacido en Casablanca (Marruecos), recogió su pequeño trofeo: el boletín de calificaciones que le permitía experimentar “la oscura alegría de haberse vuelto incomprensible para los ricachones del saber”. Los números importaban poco. Lo que lastimaba era el rubro “apreciaciones generales”, donde sus docentes estampaban la condena. “Dibuja perfecto, salvo en clase.” El más humillante era el de gramática: “Alegre como compañero, mediocre como alumno”. Había un docente al que, se intuye, le gustaba cultivar la ironía: “Habla mucho, pero ni una sola palabra en inglés”. El más compasivo era el de ciencia: “No debe desanimarse”. El retrato se completa con una leyenda familiar. Siempre escuchó decir que había necesitado todo un año para aprender la primera letra del alfabeto: la “a”. El desierto de su ignorancia comenzaba a partir de la infranqueable “b”.

El escritor francés Daniel Pennac, que se presentó en la 38ª Feria del Libro y en el Malba, no exagera. Una venganza cercana a la obsesión revirtió su cuadro. Las ganas de huir de ese basurero, de esa sensación de desecho a la que lo habían confinado, no lo convirtieron en otro docente más, igual a la tropilla que él había padecido. Durante más de treinta años, el autor de Como una novela, Señores niños y Mal de escuela tuvo una urgencia: curar el miedo de sus peores alumnos. Encontrar la llave para hacer saltar el cerrojo y que el saber tuviera la posibilidad de circular. Cada palabra hierve en la boca de Pennac: ideas, sentimientos, saberes que distan de quedar aprisionados en el limbo de la lamentación. Ya no ejerce la docencia. Pero más de uno, por estos pagos, hubiera deseado tenerlo a Pennac de “profe”.

–En Mal de escuela dedica un capítulo a recuperar la memoria y la metodología de recitar textos de Voltaire, de Rousseau y de Kafka, entre otros. En la Argentina también hubo un momento en que se cuestionó el hecho de estudiar de memoria, de “repetir como loros”. ¿Cómo explica esta especie de saña contra la memoria, tan importante en el aprendizaje?

–Ese rechazo hacia el aprendizaje de memoria de los textos se justificó, en mi generación, por el hecho de que se apelaba a la memoria mecánicamente. No había una preocupación por ver si se habían entendido o no esos textos. Los recitábamos de memoria y a la semana siguiente nos enseñaban otro, que había que recitar después. Era una concepción mecanicista de la memoria. En Francia, por lo menos, se confundió el objeto con el método. Se empezó a decir que la memoria era una pavada, pero lo que estaba mal era el método. Cuando empecé como profesor, en el ’69, tuve mi primer curso. Me dije que lo que tenía que hacer era crear una biblioteca mental a mis alumnos. Una biblioteca mental de la que se acordarían toda su vida. Y ahora que ya no soy profesor y que soy viejo, tengo alumnos que se cruzan conmigo en la calle y les pregunto si se acuerdan el texto de Kafka “La brevedad de la vida”. Y muchas veces me recitan el texto. Porque ese texto se les volvió orgánico; es constitutivo de la memoria. Esto es válido para los textos de Voltaire, de Rousseau, de (Adolfo) Bioy Casares; también podemos incluir la literatura extranjera. Un día, en un restaurante, un tipo me señala con el dedo. Le pregunto: “¿Qué pasa?”. Y él me responde: “Don Segundo Sombra”. Ahí me di cuenta de que lo había tenido como alumno en el ’71, año en que di el texto de Ricardo Güiraldes, porque me acordé de que ésa había sido la única vez que les había hecho leer a mis alumnos Don Segundo Sombra.

–¿Cómo trabajaba para que ese ejercicio, la construcción de esa biblioteca mental, no terminara resultando inútil?

–Tenía que lograr que el texto que les daba lo pudieran recitar a lo largo de todo el año. Pero también cada uno de mis alumnos tenían el derecho a decir: “Señor, recite tal texto, que aprehendimos juntos”. Porque los textos los aprehendíamos juntos. Y esto es algo muy importante. Los aprehendíamos explicándolos frase por frase, proposición por proposición; desde el punto de vista del sentido, el alumno va memorizando el texto sin darse cuenta. Cuando estaba seguro de que habían comprendido el sentido de las primeras líneas, les pedía que cerraran los ojos y los recitaran. Y los recitaban. Cuando les decía que les iba a dar un texto que tendrían que recitar a lo largo del año, los alumnos me decían: “Nunca lo vamos a lograr, no tenemos memoria”. Pero eso era lo único que no se negociaba. Quería que entraran en la mente de Cortázar, de Borges. Que pudieran recordar un texto de Cortázar no significaba recitar a Cortázar, sino poder hablar con Cortázar; entablar una relación con Cortázar, con Borges, con Rousseau. Mi trabajo consistía en ponerlos en relación con esos textos; después cada uno haría con esa relación lo que quisiera. Podría decir que Rousseau era un “tonto sentimental” y que se sentía más bien del lado de Voltaire. O que Rousseau era el abuelo del “colectivismo ciego” y entonces prefería a Hobbes. La memoria significa entablar relaciones con los textos, con las épocas, con los lugares. Eso es la memoria.

–¿Por qué les dio a esos alumnos del año ’71 Don Segundo Sombra?

–Por azar. Yo venía de publicar un libro, Perro, perrito, y en la misma editorial estaba Don Segundo Sombra. Más tarde les leí cuentos de (Horacio) Quiroga, que me encantan. En Francia, por ejemplo, a un joven profesor le puede gustar Quiroga. Pero ese mismo autor, en la Argentina, quizá no interesa tanto porque está en el programa de la escuela.

–Entonces se trata de poder cambiar el programa, adaptarse a las necesidades de los chicos con los que se encuentra cada profesor.

–Sí y no. En el siglo XVIII francés hay textos que son fundamentales para la emancipación del espíritu. Y muchas veces lo que se hace es involucionar si no se dan en clase esos textos. No son los textos los que hay que cambiar, sino los profesores. Cuando el profesor se vuelve muy viejo y dice: “Sólo hay que leer a Rousseau”, a ése hay que apartarlo. Hay que decirle: “Jubilate, no existe sólo Rousseau (risas)”.

–Usted suele cuestionar mucho al docente porque no hace todos los intentos posibles para que al chico al que le cuesta comprender se integre. El docente suele tirar la pelota fuera de su cancha cuando dice que la “culpa” es del alumno, ¿no?

–Si tengo un mal alumno, para mí es mucho más fácil como profesor abordar la cuestión desde el aspecto moral y plantear: “La culpa es del alumno”. “No trabaja lo suficiente, habla en lugar de hacer sus tareas.” “Yo no me voy a ocupar de él.” Esto sucede en el 80 por ciento de los casos. Es una constante de la historia de la pedagogía el profesor que moraliza su relación con el alumno y se conforma con ser un profesor que evalúa resultados. Ese es el profesor que va a provocar los desastres de la escuela. En cambio, el otro tipo de profesor, el que considera a sus alumnos como personas y de pronto se asombra de que haya un chico que no se interesa por la matemática, se pregunta cómo encontrar la llave de entrada. Y se pone a buscar esa llave. Si yo sólo no logro encontrar esa llave, puedo pedirle ayuda a un colega. Al profesor de literatura, por ejemplo. Si soy profesor de matemática, le digo a mi colega: “A Fulano de Tal no le gusta la matemática, pero no me parece que sea un problema que tenga que ver con la matemática. Creo que es un problema lingüístico, de lengua; que la terminología matemática le causa terror”. Y entonces le pido ayuda al profesor de lengua para encontrar la llave; que hable con ese alumno de la lengua matemática. Si el profesor de literatura está de acuerdo, si él no forma parte de ese 80 por ciento, tal vez podamos encontrar la solución al plantear el problema de la lengua, de la consigna. Pero también puede ser otra la causa, y tal vez fracasemos con la solución. Y ahí tendremos que salir a buscar otra llave. Cuando se deja de moralizar el problema, el alumno también empieza a interesarse por la cuestión porque tiene adultos que se están ocupando de él. La educación mecanicista sólo se interesa en la evaluación. Y si se interesa sólo en la evaluación, los únicos que van a salir adelante son los buenos alumnos, porque para ellos la evaluación es un juego. Pero para los malos alumnos, no es un juego. Incluso a veces el mal alumno busca a propósito la mala nota. Como lo hice yo (risas).

–¿Qué sucede en las escuelas que están en las zonas más complicadas, en las barriadas o arrabales de París?

–El problema no son esas escuelas en barrios carenciados, sino que existan esos barrios. Hay ahí una injusticia distributiva, geográfica; un problema que es anterior a los problemas específicamente pedagógicos. Voy mucho a ese tipo de escuelas como escritor y no muchas de esas escuelas responden a la imagen atroz que dan los medios de comunicación. ¡Esos alumnos son personas, son seres humanos; hay profesores que a veces obtienen excelentes resultados! El año pasado fui a un liceo técnico, donde un profesor les enseñaba mis novelas a los alumnos. Y me encontré frente a una banda de críticos literarios de temer (risas).

–¿Qué reflexión podría hacer de la película Entre los muros, que responde a esa imagen “atroz” que se subraya desde los medios de comunicación?

–Ese film sobre la escuela se basó en una novela escrita por un docente que nunca debería haber sido profesor. ¿Cómo se hizo para seleccionar a los actores, a los alumnos? Se hicieron audiciones donde desfilaron centenares de niños, y sólo se eligió a treinta. Cuando uno veía a esos alumnos fuera del cine, eran los mejores de su clase: inteligentes, curiosos intelectualmente. Pero se les dijo: “Ahora van a representar a treinta chicos abominables”. ¡Esos chicos abominables representaron la escuela francesa! El film dirigido por Laurent Cantet fue al Festival de Cannes. Y el director del jurado, Sean Penn, un actor de izquierda norteamericano, vio el film y dijo: “¡Oh, qué buen momento de autenticidad europea!”. Y le dio la Palma de Oro. Esa película es una mentira sociológica total. To-tal. Lo cual no quiere decir que la violencia no exista en los barrios. Evidentemente, existe. Pero no tenés los mismos treinta malos alumnos en la misma clase y en todos los cursos de los suburbios.

–Pero además hay otro discurso perverso en esa película: el chico violento sí o sí debe ser expulsado del sistema educativo.

–El tema de la violencia ciertamente es muy complicado. Yo fui un niño violento, me peleaba con facilidad. Arreglaba mis problemas con los puños. Pero, ¿de qué tipo de problema se trataba? Yo era mal alumno. Tenía vergüenza, me sentía solo contra todos los adultos. La vergüenza es algo insoportable. Estadísticamente, siempre es así con los malos alumnos: son malos, están aislados a causa de sus fracasos, tienen vergüenza y lo que necesitan es fabricarse una personalidad de compensación. Lo primero que se te ocurre es: “Al primero que venga a molestarme, le pego”. Así empieza. Otra personalidad de compensación es la mentira, la fabulación. La tercera sería el robo; la cuarta, la fuga. Y la quinta, el entrar a formar parte de una banda o pandilla para dejar de estar solo. Esa es una soledad que fue provocada por la propia escuela, y de la que nunca se habla: sólo se habla de la soledad ontológica del niño. Un chico puede llegar a la escuela y ser violento, pero puede encontrar un entorno acogedor que comprenda esa violencia, y la propia escuela puede solucionarla. Pero muchas veces la escuela agrava esa violencia inicial mediante la exclusión humana. Lo que provoca más daño muchas veces es el miedo que el propio profesor tiene respecto del alumno. Si como adulto tenés miedo de un adolescente, el adolescente muere intelectualmente, porque se encuentra entonces en un mundo donde sólo sobrevive en una relación de fuerza física. Hay que decirles a los que estudian para ser maestros o docentes, que no estudien si les tienen miedo a los chicos.

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“Hay que decirles a los que estudian para ser maestros o docentes que no estudien si les tienen miedo a los chicos”, asegura Daniel Pennac.
Imagen: Luciana Granovsky
 
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