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Lunes, 12 de mayo de 2014

EL BRASILEñO FERRéZ Y DIOS SE FUE A ALMORZAR, SU úLTIMA NOVELA

“Quiero atraer a los que todavía no son lectores”

Al escritor se lo vio en el stand de San Pablo, la ciudad invitada de honor de la 40ª edición de la Feria que termina hoy. A diferencia de otras novelas, en este caso Ferréz puso el foco en un hombre de la clase media paulista extraviado, enredado en sus sueños y pesadillas.

 Por Silvina Friera

La mirada desafiante, a pesar del cansancio, cruza una línea tenue. De la periferia al centro, Reginaldo Ferreira da Silva intenta no quedar atrapado en los estériles dispositivos literarios, sin renunciar a sus raíces en el barrio Capao Redondo –en el extremo sur de San Pablo– ni al lugar desde el que configuró su imaginario y su lenguaje. Ferréz, el nombre literario que eligió para publicar sus novelas y cuentos, sabe que la literatura es una de las mejores armas para sabotear los clichés. “Los libros no son puros, son degenerados”, se lee en Dios se fue a almorzar (Corregidor), su última novela traducida por Lucía Tennina, que presentó en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, en el stand de San Pablo, la ciudad invitada de honor de la 40ª edición que termina hoy.

Lo que no se dice, pero se puede desprender de las entrelíneas de esta frase, es que los escritores pueden y deben ser “degenerados”. Que nada les impide cambiar de tema y de estilo. Que en un escritor hay muchos escritores posibles y opuestos conviviendo. Si sus lectores esperaban una ficción ambientada en la favela, con bandidos y traficantes sumergidos en una criminalidad sin fondo, con el hambre y la angustia cebándose con sus víctimas desempleadas, con la muerte pisando los talones de madres que lloran las muertes de sus hijos, con jóvenes armados hasta los dientes y disparando contra otros, el narrador paulista se desplaza y experimenta con otro escenario, con otra gramática y dicción. Calixto, el protagonista de su nuevo libro, es un agobiado archivista, esclavo de un “archivo muerto” que es un “sótano maldito”, recién separado de su mujer y alejado de su hija pequeña. Un hombre de la clase media paulista extraviado, enredado en sus sueños y pesadillas, tan desconectado de los lazos afectivos y familiares que su deriva bien podría condensarse en algo que se le cruza por la cabeza en un ómnibus, esa especie de “templo de almas perdidas”: “Chofer, ¡pare la vida que me quiero bajar del mundo!”.

No debería provocar extrañeza Dios se fue a almorzar. Pero es evidente que la provoca. Es otro escritor, muy distinto al de Manual práctico del odio (Corregidor), al creador del Movimiento de Literatura Marginal que desde fines de los años ’90 agrupa a escritores de las regiones periféricas de Brasil. Y sin embargo, al transitar por las páginas de su nueva novela, se puede reconocer algunos tópicos y obsesiones de Ferréz, como el abandono. “Autos, departamentos, pequeños bares, shoppings, todo congestionado, todo limitado, amurado, cerrado. La sensación de salir de esas cosas es indescriptible, le daba lo mismo tener que cumplir una pena por asalto u homicidio. ¿Prisión o shopping center? No necesitaba observar todo para saber lo que existía realmente, pero por más que mirase no sabría decir cuál era la verdad.” El escritor dice que con esta novela quiso mostrar que tiene muchas direcciones y rumbos para explorar. “Necesitaba escribir una novela que no se pareciera a lo que venía escribiendo. Ya hay un libro de cuentos, Nadie es inocente en San Pablo, donde probé con textos diferentes. Es una búsqueda que estaba haciendo. Yo trabajé tres años como Calixto en un archivo, pasé en parte por lo que le sucede al personaje. Llegaba el viernes y no tenía perspectiva de nada, no tenía con quién salir, nada que hacer. Calixto tiene la inercia por la que yo pasé en ese tiempo, vive situaciones desagradables y no reacciona, ve cosas feas y no reacciona”, revela Ferréz a Página/12.

“Calixto no quiere la vida que está teniendo. ¿Por qué tiene que correr tanto si no puede ser feliz, ¿Cuál es el límite de vivir bien? Calixto trata de salir del engranaje del consumo, de la máquina de hacer villanos y personas domesticadas. El también cuestiona el hecho de tener que casarse y amar a una mujer para siempre. ¿Por qué con los amigos no tiene ese mandato y el casamiento tiene tantos mandatos? ¿Será que nosotros queremos vivir así? ¿Qué tipo de neurosis nos causa vivir así? Muchas veces no hacer nada es, para Calixto, la forma de actuar, porque no hacer nada es también una opción”, plantea Ferréz sobre los dilemas que atraviesa el personaje. Hay una escena en la que se reúne con Carol, su ex mujer, en un restaurante. El capítulo se titula “Rompiendo las reglas”. Llueven los reproches de ella: por qué no fue al cumpleaños de su hija, por qué no apareció en Navidad. “Le diría que Papá Noel es un viejo puerco capitalista, inventado para explotar, pero ella le respondería enseguida que tiene una hija, que no puede decir que no entra al Mc Donald’s porque les pagan poco a los empleados, que lo único que quiere la niña es un juguete, que por los precarios medios de producción sin dudas está contaminado, o ella cree que una fábrica china que cobra centavos por un juguete tiene control de la calidad para evitar la contaminación, y él insistiría que están hechos por chinos explotados y ella le diría que es un padre de mierda.”

Leerlo a Ferréz (San Pablo, 1975) causa algo semejante al de-sasosiego. Ya sea por las vidas condenadas a no salir jamás de las favelas –si logran “escapar” sólo lo hacen, ironías feroces del destino, cuando se convierten en cadáveres– como por esta criatura, Calixto, tan angustiado y aislado en sus rutinas –archivar papeles, sexo espantoso, como de película de terror clase B con prostitutas; incomunicación con su hermana, con su familia, con sus amigos– que nada ni nadie parece salvarlo de esa existencia hueca, de la estrechez de miras de la clase media a la que pertenece. “Creo que poco a poco, con el pasar de los días, años, siglos, vamos volviéndonos bocetos de lo que éramos, como si existiese una inmensa goma borrándonos de a poco, sé que no voy a llegar a ningún lugar, voy a continuar cayendo”, señala el personaje. “Yo quería hacer hincapié en los sueños no concretados –explica el escritor–. Vivo en una comunidad donde las personas no terminan los proyectos que emprenden. Y recientemente, ni siquiera las personas se permiten soñar. Es difícil verse a uno realizando lo que desea y ver a una multitud que no puede estar tan feliz como yo. En este libro hay vidas quebradas, rotas. Los personajes están jodidos como muchas personas que conozco, que no pueden tener relaciones con sus hermanas ni con sus mujeres.”

En el prólogo de Dios se fue a almorzar, Lucía Tennina advierte que esta novela “entra en serie más que con los textos que se identifican como ‘literatura marginal’, con toda una literatura del presente que tiene al abandono y a la errancia como premisas narrativas, en la línea de Joao Gilberto Noll, por citar un ejemplo”. Pero Ferréz aclara que no leyó a Noll. “No leo a los autores que pueden tener una relación conmigo, porque temo que me puedan influir demasiado. Si ya es parecido a mí, según dicen, imaginate si encima lo leo. Durante el proceso creativo intento leer autores que no dialogan mucho con lo que hago.” Tampoco leyó a Samuel Beckett, otro de los autores que se podrían inscribir en esta novela, en tanto despliega el drama de la condición humana en un mundo sin sentido. En cambio, prefiere la literatura alemana y la rusa: Hermann He-sse, Máximo Gorki y Antón Chéjov, especialmente un cuento, “La sala número 6”, también traducido como “El pabellón número 6”.

“Calixto, vos no existís, sos un personaje, poco creativo, anticuado, melodramático, vas a ser editado, hijo de puta, te van a cambiar porque no sos original, ni hombre ni original, ni hombre ni original.” El borracho alucinado que escupe su revelación en la barra de un bar, en donde Calixto se refugia por un rato para huir de sus conflictos y devaneos, pone de relieve otra dimensión: hay alguien que maneja los hilos, pero el personaje es incapaz de resistirse o de rebelarse. “Cuando empecé la novela, lo llamé a Marçal Aquino y le comenté que estaba confundido porque tenía dos voces narrativas –recuerda Ferréz–. El me dijo que lo importante era que yo no tenía que estar confundido. Mientras quede claro para el público, no hay regla para escribir una novela. Tenía un narrador y otro que lo contrariaba y lo cuestionaba.”

–¿Cuáles son los escritores con los que tiene un diálogo y una relación?

–No tengo mucho intercambio con los escritores paulistas, porque vivo en un lugar adonde ellos no van. Sí me los encuentro en las ferias literarias. Marcelino Freire fue uno de los primeros en leer Nadie es inocente en San Pablo, pero no hay mucha gente con la que hable de literatura más allá de Marcelino. Infelizmente, no soy amigo de los escritores. No hago literatura para quedarme tranquilo en un club de amigos. Los escritores son seres perturbados. Ya bastante conmigo para tener que lidiar con otros (risas). Si no escribo, estoy más perturbado todavía. Escribo sólo en momentos de inspiración, por eso tardé ocho años en escribir Dios se fue a almorzar. Pero era lo necesario para madurar el texto, para que quedase como quería.

–Al experimentar con la forma y el lenguaje, ¿en qué modo lo afectó la escritura de esta novela?

–Soy un poco diferente después de la escritura de Dios se a fue almorzar. Ya no tengo celular –hace once meses– y casi no miro televisión. Tengo Facebook, que al principio me parecía bueno, pero ahora lo veo muy invasivo y estoy tratando de hacer una página para salir de esa red social. Facebook y Twitter te fragmentan y distraen. Cuando te fragmentás, te la pasás tirando pedazos de cosas por ahí sin sentido. Por eso, muchos libros que se publican hoy están tan crudos y les falta madurar. Siempre me preocupé por hacer libros que atrajesen a las personas que todavía no son lectores. La única cosa que me molesta es la gente que se la pasa haciendo tesis sobre mis novelas o cuentos. Ellos creen que tengo la obligación de hablar y para mí son sólo ratas de laboratorio.

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“Necesitaba escribir una novela que no se pareciera a lo que venía escribiendo”, sostiene Ferréz.
Imagen: Carolina Camps
 
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