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Domingo, 8 de enero de 2006

MUSICA › ENTREVISTA AL PIANISTA Y COMPOSITOR EDUARDO LAGOS

“La medicina era mi mujer y la música fue mi amante”

En los años ’50 fue uno de los responsables de la renovación folklórica, a partir de la mixtura con elementos del jazz, otra de sus grandes pasiones. La reedición de su disco Folkloreishons es la excusa para repasar la vida y la obra de un artista notable.

 Por Karina Micheletto

Eduardo Lagos dice que lo que siempre hizo fue, simplemente, “música argentina popular contemporánea”, tomando prestada una definición de Waldo de los Ríos. Y eso para terminar con las discusiones sobre si lo suyo fue o no folklore, un debate a esta altura perimido. Pianista y compositor, Lagos es uno de los responsables de la renovación del género, a través de la mixtura con elementos del jazz, otra de sus grandes pasiones. Sólo que ese tipo de cruces era mucho más extraño en los ’50, cuando él componía chacareras tan vanguardistas como La oncena, llamada así en alusión al acorde que prevalece, y popularizada por Mercedes Sosa. Recientemente Melopea reeditó Folkloreishons, uno de los discos que Lagos registró en su carrera y que, increíblemente, fueron sólo cuatro.

En Folkloreishons, Lagos recorre sus mejores creaciones: La Bacha, La séptima (de 1953, una de las primeras obras de las consideradas como proyección folklórica, “la primera piantada”, según su autor) o La banquina (“quise hacer una huella y me salió eso, por eso la llamé así”). También hay clásicos como Criollita santiagueña o La olvidada, de los Hermanos Díaz. Aunque la calidad de sonido del material no es la óptima (algunos de los temas fueron grabados durante la década del ’50 en distintos programas de radio, con una técnica de grabación que consistía en registrar en acetato o en cinta magnetofónica vía teléfono desde la radio a la empresa grabadora), alcanza y sobra para apreciar la calidad de aquella experiencia pionera de “proyección folklórica”. En la entrevista, la reedición discográfica sirve como simple excusa para repasar la vida y obra de un gran creador, y sumar el homenaje de sus colegas.

Entre óperas
y guitarreras


Lagos nació el 18 de febrero de 1929 en Callao y Corrientes, en lo que ahora es el Bauen y entonces era el Sanatorio Otamendi. Semejante punto de partida lo presupondría tanguero de ley, pero este oftalmólogo que estudiaba piano por puro placer se cruzó con los Hermanos Abalos y fue un antes y un después.

Su afición por la música no respondió a una herencia directa, aunque ya había algo sonando por allí. “Mi padre era orejero, tenía un oído notable. Tocaba el piano, la guitarra, el banjo, algunas cositas en bandoneón. Nunca me expliqué cómo alguien puede tocar el bandoneón, tan arbitraria es la distribución de las notas”, recuerda Lagos, y marca un momento iniciático: “Todo empezó a los 8 o 9 años. Un día yo estaba oyendo la radio y sonó algo que me gustó. Fui al piano y lo toqué, muy torpemente. En mi familia creyeron que era Mozart y me buscaron un maestro. Pero era difícil encontrar un maestro para un chico de ocho años. Hasta que apareció Juan Carlos Paz, un vanguardista, amigo de mi padre. Lo llamaron y él insólitamente me aceptó como alumno. Con él estuve años, pobre Juan Carlos...”

–¿Qué aprendió en aquellas primeras clases?

–Se me abrió todo un universo musical. Además, no eran sólo las clases. Con el maestro íbamos a los conciertos de ópera juntos, él me explicaba previamente. Una de las que más me impresionaba era la Tetralogía de Wagner. Primero me explicaba el origen de las leyendas germánicas que contienen cada una de las óperas, después traía los discos a casa, con óperas de cuatro horas, y las analizábamos... Pobre petiso, caía doblegado por el peso de los discos. Con ese bagaje nos íbamos al Colón, arriba, cosa de poder usar luz para seguir las partituras. El me iba diciendo: ahora entra tal Dios y los contrabajos van a marcar esto y esto...

–Entonces su primera formación fue muy clásica.

–Sí, pero coincidió con que mis padres tenían amigos provincianos, y gracias a esa vinculación se conectaban con gente que tenía dedicación folklórica. Entre ellos apareció un grupo de santiagueños que resultaron ser los Hermanos Abalos. Por entonces eran cuatro, faltaba Roberto, que todavía no había bajado a Buenos Aires. Yo tendría 7, 8 años y me junté más con el menor, Machaco, que andaría por los 15. Y sí empecé a aprender el zapateo con Machaco, y la guitarra con mamá. Las guitarreadas eran un estado natural, nos juntábamos en casa, teníamos un piso enorme de veintitantos ambientes frente a la Plaza Libertad, y ahí se armaba la guitarreada...

Un oftalmólogo al piano


“Yo me juntaba habitualmente con guitarreros... y guitarreras”, sonríe Lagos con picardía, y piropea: “Las mujeres son una cosa tan linda... No sé, me han contado...”. Queda claro que este guitarrero no pierde las mañas.

Además de pianista, Eduardo Lagos es oftalmólogo, igual que su padre. “Pero fue vocacional, no por tener la foto de papá”, aclara. “Tenía tal entusiasmo que durante el segundo año de estudios entré a la cátedra de Anatomía, quería desarrollar la docencia, ahí participé 5 o 6 años. Y ejercí como 40 años”, cuenta. ¿Cómo vivió ese desdoblamiento de oficios? “Yo decía que la medicina era mi mujer y la música mi amante. Era más o menos así. Pero yo siempre fui un duque”, dice con media sonrisa.

Lagos no perdió el humor para encontrar sus primeros apellidos artísticos: Con distintas formaciones fue Ríos, Fuente y Arroyo. “Al principio fue para esconderme de la familia, que me decía que no tenía que andar perdiendo el tiempo con la música”, cuenta. “Y también para divertirme un poco...”.

Su primer encuentro con un músico admirado fue poco alentador: “Siendo muchacho fui a la casa de Yupanqui, mi padre era amigo de un amigo suyo y este insistió en que yo tenía que conocerlo. Estando en su casa me dijo ‘tóquese algo’. Cuando terminé de tocar me di vuelta y fue terrible verlo ahí atrás, mirando, serio. Lo único que me dijo fue: ‘Pensar que con mucho menos trabajo usted podría haber hecho una zamba...’”.

Con el tiempo, Lagos llegó a ser, además de intérprete y compositor, director artístico de las radios Belgrano, El Mundo, Municipal y Nacional. “Pero como siempre estaba en contra de los tipos que me nombraban, no duraba mucho”, dice ahora, sin darle mayor importancia al asunto. También fue crítico de música popular, responsable de columnas implacables en el diario La Nación.

El amigo de Piazzolla


Entre las amistades que Lagos cultivó está la de Astor Piazzolla, con quien llegó a grabar un disco dominado por la improvisación, y otro en el que ofició de ingeniero de sonido improvisado de su Quinteto. “Astor venía a casa de vez en cuando, tocaba timbre y entraba. Iba directo al living, donde había un combinado. Se tiraba en el suelo, de hocico a los parlantes”, cuenta Lagos. Piazzolla participó como invitado en el primer disco solista de Lagos, Así nos gusta. Allí también aparecen grandes músicos como Domingo Cura, Carlos Franzetti, Dante Amicarelli, Oscar Cardozo Ocampo y un misterioso “Hans Oreja”, que no era otro que el armoniquista Hugo Díaz, a quien no se podía nombrar por restricciones de sello, y que se ganó el seudónimo por el defecto que tenía en una oreja.

–¿Cómo surgió esa grabación con Piazzolla?

–Los dos estábamos en el mismo sello, Trova, y se nos ocurrió hacer algo juntos. Nos juntamos a la medianoche cinco músicos, directamente en el estudio, ahí no cabía hacer ensayos y esas cosas. Era a lo que salga. Ibamos a grabar La oncena, que se prestaba para todo el juego de la improvisación. Estuvimos hasta las cinco de la mañana. ¡Horrible! No salía nada. Queríamos hacer una chacarera y sonaba como un vals de kermés. Hasta que al final Astor dijo: “Yo les voy a cagar la improvisación. No tengo el swing que tienen ustedes para esto. Llámenme para hacer un valsecito, una zamba, algo donde no haya que jugarse la vida en el ritmo’. Cuando quieran vuelvo con el calefón (así le llamaba él al bandoneón)”.

–¿Y cómo fue que Piazzolla llegó a grabar con su Quinteto en su casa?

–Fue en una casa que yo tenía en Martínez, un rancho con techo de paja, paredes de adobe y una acústica fenomenal. Habíamos quedado que Astor viniera con la excusa de un ensayo con el Quinteto. Estábamos ahí, silencio en la noche, y yo tenía un viejo grabador con técnicas más o menos modernas, monoaural. Me limité a colgar un micrófono, el único que tenía, de la araña, y a embocarle de dónde venía el sonido. Era gracioso tener a Astor Piazzolla y su Quinteto grabando en un rancho, con un técnico de sonido (que era yo) que se limitó a colgar un micrófono y retirarse para dejar que saliera lo que saliera.

–¿Qué salió?

–Salió algo de una calidad inusual, después los técnicos en serio algo hicieron. Al disco lo llamaron Ensayos.

El rincón de la música


En la casa de Recoleta de Lagos no hay grandes lujos ni ostentaciones. Hay, sí, un rincón en el que el pianista atesora una cantidad de casetes, LP y CD de todos los géneros, que cada tanto ordena y reordena con primorosa dedicación. Su esposa, María Rosa, va y viene atenta a todo, también a los discos que no aparecen cuando se buscan. Quien llegue a esta casa será invitado, enseguida, a compartir una escucha que puede ir de Santiago del Estero a Brasil o a Nueva York, guiado por la erudición musical de Lagos.

Lagos acumula anécdotas de encuentros con Vinicius o Dorival Caimmi, contagia vitalidad explicando tal o cual cosa sobre la bossa nova, la chacarera o el jazz. Afectado por el Parkinson, en el último tiempo dejó de tocar el piano regularmente. Pero, cada tanto, algún joven músico inquieto, de esos que se acercan a pedirle consejo o simplemente a compartir la música, le pide que acceda a tocar para él. Entonces vuelve a ser aquel Negro Lagos, y al frente de su piano es capaz de emocionar y emocionarse.

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Lagos, un artista querido y reconocido por músicos de distintos géneros, es también oftalmólogo.
Imagen: Gustavo Mujica
 
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