Domingo, 16 de diciembre de 2012 | Hoy
MUSICA › LA BANDA BRITANICA PRESENTO EL 50 & COUNTING... TOUR EN ESTADOS UNIDOS
En el Prudential Center de New Jersey, Mick Jagger, Keith Richards, Ron Wood y Charlie Watts encabezaron el viejo y querido rito del rock and roll. Un grupito de argentinos se llevó un regalo inesperado cuando Mick levantó la bandera celeste y blanca.
Por Javier Simone
Desde New Jersey
Toda celebración que suma años tiene su festejo. Algunos con torta, otros con pastel; unos cantan “Happy Birthday”, otros “Feliz Cumpleaños”. Pero hay celebraciones que son más especiales que otras, sobre todo si los que festejan son nada menos que The Rolling Stones. Una banda que se da el lujo de conmemorar nada menos que cincuenta años en la ruta y que, tras demostrar que tienen con qué hacerlo en el O2 Arena de Londres, cruzó el océano para renovar su romance con el público estadounidense, ese que los descubrió hace una eternidad en el Ed Sullivan Show.
La fiesta tuvo su aperitivo: el tan mentado 12/12/12, que algunos señalaron el día de la catástrofe maya, fue el elegido para el megaconcierto que en el Madison Square Garden reunió fondos para los afectados por el huracán Sandy. Allí los Stones sólo concedieron dos temas (“You got me rocking” y “Jumpin’ Jack Flash”), excelente manera de dejar a todos con ganas de más. El 13, desafiando cualquier posible apocalipsis relacionado con mayas o numerologías fatídicas, Jagger, Richards, Watts y Wood se miraron antes de salir a escena y tiraron a pura carcajada: “También decían que no íbamos a llegar a los 30 y aquí estamos...”. Hora de salir a escena, por enésima vez, en el primero de los dos conciertos que abrieron el 50 & Counting... Tour en el continente americano.
Antes de llegar al momento clave en que se apagan las luces, sin embargo, hay una larga historia. Cada paso que se intente dar en New York y aledaños es una propuesta para conquistar la paciencia. Desde el bus cerca de Times Square, que puede tardar 50 minutos, o el tránsito, que ni en el Primer Mundo consigue ser liviano. El recorrido hasta el Prudential Center en Newark, New Jersey, puede demorar más de dos horas. Las interminables carreteras caracolean hasta desembocar en Penn Station, donde bajan miles de fans que caminan cuadras hasta al fin tocar el imponente estadio que utilizan los Jersey Devils.
Allí, gorilas gigantes con la boca roja bien abierta custodian la llegada de los más puntuales. El trailer de merchandising oficial tiene más de veinte clientes en primera fila que dan inicio a largas colas. Los precios accesibles son de 10 y 15 dólares para pins o calcos; hay remeras a 40 y las camperas de jean o de baseball cotizan a 100. Todo lo que uno pueda imaginar existe con la marca de los londinenses, que en 1972 entendieron el poder económico que escondía esta millonaria movida. El promedio etario es alto para lo que se acostumbra en Argentina (40 a 65, como mínimo), todos bien empilchados con ropa de giras anteriores y una moda pocas veces vista de camisas con las fotos de Some Girls, Exile on main street y Tattoo you. La espera es tranquila, aparentemente sin mayores emociones, como todo lo que ocurre en los lugares populares de esta Tierra. Pero aparece la nota distintiva, en medio del clásico playón de cancha: un grupo de veinte muchachos a los abrazos y sacudidas de cabezas, como pidiéndole reacción a un boxeador en el rincón. El grupo no sólo resalta por lo expresivo, también por las banderas en celeste y blanco.
Una hora y media antes se abren las puertas; en calma y en orden, cada cual con su sonrisa se somete al rígido operativo de seguridad, las señoras dejan a sus maridos para ir a la fila izquierda mientras ellos quedan del lado opuesto. Al pie de altas escaleras mecánicas se controlan los tickets con láser y ya ahí el espectáculo es una garantía, el típico american style: más merchandising, comida mexicana, italiana, pizza, pollo, papas fritas, omnipresentes hamburguesas gigantes y vasos súper size, comida vegetariana. Bebidas y cervezas de medio litro y barras con tragos de todos los colores que no pasan los diez dólares. La fiesta parece completa. Falta un cuarto de hora y son más los que están de compras y paseo que los sentados en sus butacas, matizando la espera con el sonido de Chuck Berry, Muddy Waters, Bo Diddley y todos los superhéroes que los Stones eligieron como culto para su propio aguante.
Cuando nadie se lo espera, la pantalla gigante proyecta un video con frases de fans, actores y músicos reconocidos; por los costados del escenario en forma de lengua dos grupos de bailarines con caretas de gorilas se entremezclan en las primeras filas. A puro golpe de redoblante, suena la intro de “Sympathy for the Devil”. Detrás de los amplificadores ya puede verse la sonrisa de Charlie, y Keith y Ronnie que se cuelgan las guitarras con gesto ritual, de cosa que ni pierde mística ni aun medio siglo después. “Ladies and gentleman, The Rolling Stones...”, suena en el PA: no hacen falta más que esas seis palabras para que la escena explote con los acordes de “Get off of my cloud”, un Mick Jagger en negro y gris con corbata plateada se coma la escena y el estadio, al fin, estalle.
Parece no haber pasado el tiempo para ellos. ¿Será una cuestión de genética? Habrán sido las partículas de las bombas caídas en Gran Bretaña en los ‘40, cuando ellos nacían? La pregunta puede adoptar varias formas, pero al cabo ya a nadie le importa la respuesta cuando se los ve en acción. Muchos piensan: “Por acá no ha pasado nada más que Rock and Roll durante 50 años”, aun sabiendo que no fue sólo eso.
El recuerdo de los primeros hits aparece con “The Last Time”, oportunidad para reconocer a una banda bien ensamblada, ese milagro que los Stones reeditan cada vez que se vuelven a juntar y sin importar el tiempo transcurrido. Las medidas del escenario ayudan a no dispersarse demasiado, y queda claro que es la voz del grupo la que marca el paso, sólo con miradas en cada estrofa, cortes y finales. El salto a los setenta se produce con “It’s Only Rock and Roll”; Bill Wyman, que estuvo en el O2, no quiso hacer el viaje para sólo dos canciones. “Paint it Black” es pura magia retrospectiva, una versión más cerca de la original que de las últimas mostradas en vivo. Junto a los Stones siempre hay lugar para que se luzcan otras voces: Lisa Fisher la descose con los agudos en “Gimme Shelter”, mientras que con la guitarra el joven blusero John Mayer (así lo presentó Mick, aunque ya no es tan joven) rockea en “Respectable”.
La primera, pero al cabo la única balada de la noche es “Wild Horses”, que suena como si Sticky Fingers” estuviese girando. Sin darle tiempo a Mick para que se descuelgue la acústica, un asistente le alcanza una hoja donde se lee que “Around and Around” es la ganadora en la votación que se organizó a través de Facebook. Las bromas recorren el escenario; el desafío es ver si Ronnie se acuerda los acordes. Los recuerda, y no sólo eso: junto a Keith emulan con gracia al maestro Chuck Berry. EL setlist pega un salto al presente con “Doom and Gloom” y “One More Shot”, los dos temas nuevos del triple recopilatorio Grrr! Llegan los superclásicos “Miss You” y “Honky Tonk Woman”, los Stones recorren de punta a punta el escenario y los privilegiados del VIP dentro de la lengua se deleitan filmado con lo último en tecnología. Las ovaciones individuales llegan con la tradicional presentación de los músicos e integrantes de la banda: Ronnie pone sus caras de payaso, Charlie deja la batería y camina con su tímido pero simpático estilo al frente, tira una púa caída en el piso. De pronto 20.000 personas corean el nombre de Keith; la leyenda de la guitarra sacude la cabeza, agradece con pocas palabras y regala sin respiro “Before They Make Me Run” y “Happy”.
De pronto todo se pinta de negro, sin luz y sin cantante, suena una armónica, el redoblante acompaña y los Stones abren el corazón para que el indescifrable Mick Taylor los acompañe con “Midnight Rambler”. Su Gibson Les Paul es un sonido delicado, otro matiz para el entramado de Wood y Richards; hace bromas, se balancea al ritmo de su pie izquierdo, disfruta este efímero regreso a las filas de la maquinaria Stone. En la despedida intenta darle un beso y abrazo a Jagger, quien pone distancia pero al menos lo nombra tres veces para el aplauso cerrado.
Según lo que indica el setlist, la andanada final debe comenzar con un acorde de guitarra que es, en sí, una leyenda dentro de la leyenda Stone. Pero esta noche será aún más especial. Hace rato que el grupito de argentinos, que saben que para los Stones este país significa un record inigualado de presentaciones en estadios abiertos, busca llamar la atención de la banda. Sacuden las banderas, exhiben ese agite de concierto no tan fácil de ver en públicos angloparlantes, ensayan cantitos. Cuando la Telecaster de Richards lanza ese arranque de “Start me up” que congela el tiempo, sucede lo impensado. Jagger baila en la punta de la lengua y gira a su derecha, se para delante de ellos, los mira, les canta, los señala. Sin pensarlo, uno de los muchachos tira la bandera al escenario, con tanta fortuna que queda colgada en el brazo izquierdo de Jagger. Hay un estallido de flashes que prueba que ésos no son los únicos argentos en el estadio; esas almas llegan al delirio cuando el cantante camina la “lengua” con la bandera abierta, vuelve al escenario central y la cuelga cerca de los micrófonos del coro. Con los años podrá sonar magnificado, lo cierto es que esos segundos fueron un momento interminable y emotivo para los argentinos presentes.
Bajar es imposible, porque encima el final va construyendo un final épico con “Tumbling Dice”, “Brown Sugar” y “Symapthy for the Devil” indican la proximidad del final. El saludito casual con un débil “Goodbye” no son engaño para nadie: la pausa sirve para que un numeroso coro se ubique en ambos costados y erice la piel con la introducción completa y exacta del original “You Can’t Always Get What You Want”. Keith rasguea otra Telecaster en castigada madera oscura, dando pie a una larga versión que ve ingresar lentamente al resto de la banda. Cada sector hace sus apuestas para acertar el cierre, y por esas cosas de la música son dos riffs hermanos: el menor de ellos nacido en el fuego cruzado de un huracán en el año ‘68, bautizado “Jumpin Jack Flash”; el otro, producto de la insatisfacción del ‘65. “Satisfaction” es el elegido para el cierre y sacude ese prejuicio de que el público de Norteamérica es invariablemente frío. Es cierto, no hay revoleo de remeras, ni saltos con el brazo en alto coreando el riff, pero el calor humano es innegable, aun cuando para ellos ver al grupo se bastante más habitual que para oros públicos del planeta. El abrazo final, que en otros países es despedida por un tiempo largo, aquí es un “¡Nos vemos pronto!”.
En el playón la barra Stone de las pampas disfruta su protagonismo. Les sacan fotos, los filman; los portadores de aquella bandera que hizo historia son los más buscados, pero no aparecen. Entre todos sacan conjeturas de la gira 2013, que nadie ha anunciado aún pero a nadie se le ocurre negar. ¿Volverán a la Argentina? ¿Habrá que volver a viajar? ¿Será en Río de Janeiro? Mirá que quieren venir, adoran Buenos Aires. ¿Lo viste a Jagger con la celeste y blanca? Y así, sin descanso, los ojos brillantes, mientras se vuelven a formar largas filas para seguir comprando hasta agotar talles y modelos. Por dentro, todos quieren ser únicos y más fan que el de al lado. Después de ver a la banda de Rock más grande de todos los tiempos, curtiendo el escenario como si no hubiera pasado medio siglo, no pueden bajar del shot de adrenalina, de la euforia, de la arenga. Y entonces, para sorpresa de los que pasan cerca, cantan eso que nadie recordó cantar, y en la parada del bus, esperando para el largo camino de regreso, se alzan las voces: “Que los cumplas feliiiizzzz...”
¿Quién dijo que no se puede obtener satisfacción?
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