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Martes, 27 de septiembre de 2005

MUSICA › ALGUNOS APUNTES SOBRE LO QUE DEJO LA VISITA DE MOBY, MUCHO MAS QUE UNA ESTRELLA DANCE

Un vegetariano en la Sociedad Rural

Más cerca de su pasado punk rocker que de la asepsia tecno, el músico dio un show energético, con todo lo que debía tener.

 Por Eduardo Fabregat

Para poner en su punto lo mejor que dejó la visita de Moby a la Argentina, los shows del fin de semana en la Rural porteña y la Vieja Usina cordobesa, hay que empezar prescindiendo de la cáscara. No es fácil: las ceremonias del nuevo siglo vienen con un generoso envoltorio, que intenta brillar tanto o más que la música. Entonces, las cámaras parecen mirar más al VIP y sus ocupantes que al escenario, y el sponsoreo de una marca de celulares hace parecer lógico que, cuando el show está por empezar, buena parte de las trece mil personas frente al escenario enarbole las cibernéticas lucecitas de sus aparatos a modo de saludo. Después, habrá varios que estarán más concentrados en enfocar al pelado a través de la camarita-teléfono que en prestar atención a lo que sucede en la vida real. E incluso se escuchará alguna queja de parte de quien esperaba a un tipito inclinado sobre dos bandejas, y no esa ceremonia con demasiada contaminación... rockera.
Apartando todas esas capas, prestando atención a lo que realmente debería interesar, se llega al hueso del asunto. Los últimos dos discos de Moby, 18 y Hotel, no estuvieron especialmente inspirados: en eso mucho tiene que ver que Play, su disco de 1999, es una obra difícil de superar. Pero lo que el calvo propone en vivo hace que las fronteras se diluyan. Y, a medida que avanza la noche, la acumulación de temas realmente buenos le va dando forma a un demoledora exhibición de músculo musical. Afortunadamente, Moby no es de esos que se dejan ganar por un principismo medio tonto que hace que salgan de gira, vayan a un país donde tienen una buena base de fans y les entreguen un set lleno de oscuridades, temas raros, out takes y, perdida por ahí, una de esas canciones que la gente espera escuchar. La demagogia del músico no pasó solo por sus frases de ocasión en castellano (me siento argentino, las chicas de acá están buenísimas, etcétera), sino también por una sabia decisión de dejar que sonaran caballos del comisario como Find My Baby, Why Does My Heart Feel So Bad?, Raining Again, We’re All Made of Stars, Porcelain, Honey (donde mutó el riff original por el Whole Lotta Love de Led Zeppelin) o Lift Me up.
Y todo eso, además, estuvo muy lejos del laboratorio tecno que se suele imaginar alrededor del multiinstrumentista. Con un potente formato de banda (el guitarrista Guillermo Martínez, la tecladista y corista Lucy Butler, el bajista Daron Murphy, el baterista Scott Frassetto y la cantante Joey Grant), Moby se adueñó del escenario prescindiendo de toda cáscara, mucho más valvular que celular, aun cuando utilizara un colchoncito de samples aquí y allá para reforzar el sonido. Fiel a su militancia, continuó una costumbre exhibida en toda esta gira, al pedir perdón públicamente por provenir de un país gobernado por un idiota peligroso. Pero, sobre todo, el tataranieto de Herman Melville demostró ser de carne y hueso, más cerca de su background punk rocker que de la asepsia de pista dance, más comprometido con arengar y poner el cuerpo que con la ceremonia de figuración entre luces estroboscópicas y con la botellita de agua en la mano. Hubo lugar, incluso, para una versión del Creep de Radiohead: “Pero soy un rarito/ ¿qué carajo estoy haciendo acá?/ no pertenezco aquí”, cantó Moby. Es cierto, nada más extraño que un vegetariano militante en el lugar donde suelen desfilar vacas, chanchos y gallinas de paso al matadero. Pero todo eso también es pura cáscara.

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Moby en escena: en estudios se concentra en la tecnología; en vivo se apoya en una banda arrasadora.
 
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