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Sábado, 7 de abril de 2007

MUSICA › FESTIVAL EN MENDOZA

Una cita muy alejada de los lugares comunes del clasicismo

Conciertos repartidos entre salas, iglesias de la capital y auditorios de diferentes bodegas le dan vida a este encuentro que, en su séptima edición, terminará mañana. Los artistas y el repertorio deleitaron hasta ahora a un público curioso y exigente.

 Por Diego Fischerman
Desde Mendoza

Un terremoto destruyó la ciudad de Mendoza en 1861. Y se la volvió a construir, a unos pocos kilómetros de distancia. El nuevo trazado incluía un cuadrado central de varias plazas, que sirviera de refugio eventual en caso de nuevos sismos. Frente a la principal de esas plazas había un hotel viejo y señorial y, al lado, el Teatro Independencia. El hotel fue entregado, después de varios años de deterioro, a una cadena internacional de lujo. Y las obras de remodelación dañaron al teatro. La empresa hotelera debió hacerse cargo, entonces, de parte de las refacciones del teatro. La sala, como la propia ciudad –aunque sin haber tenido que cambiar de emplazamiento–, es una de las más bellas imaginables gracias a un accidente. Allí, el jueves a la noche, con la actuación de la orquesta de la Universidad Nacional de Cuyo, comenzó la séptima edición de “Música clásica por los caminos del vino”, el festival que, organizado por el Ministerio de Turismo y Cultura de la provincia, junto a varias de las principales bodegas mendocinas, se desarrollará hasta mañana.

Un total de cincuenta conciertos, repartidos entre salas e iglesias de la capital y de distintos departamentos de la provincia, incluyendo cavas, champañeras y auditorios de diferentes bodegas, convoca a una verdadera multitud. Con la totalidad de las localidades ocupadas, cada uno de estos lugares es el escenario de un ritual notable, no sólo por la calidad de los intérpretes convocados sino, en muchos de los casos, por repertorios sumamente alejados de los lugares más comunes del género. La obra que dio la señal de largada para el festival funciona, en ese sentido, como una metáfora. La orquesta UNCuyo, conducida por David Handel, interpretó la quinta Sinfonía de Gustav Mahler, una composición densa, compleja, que requiere una concentración extraordinaria de quienes la interpretan y de quienes la escuchan. Y el aplauso final fue la prueba de que el desafío había valido la pena.

El concierto que el día siguiente a la tarde brindó el laudista Rafael Bonavita en una sala del magnífico Espacio Contemporáneo de Arte de la ciudad (originalmente la sede del Banco Nación), en un sentido casi opuesto, donde la intimidad tomó el lugar del discurso romántico, tuvo sin embargo el mismo gesto de apuesta por los territorios menos frecuentados de la llamada música clásica. Bonavita, integrante, entre otros grupos, de Hespèrion XXI, junto al violagambista Jordi Savall, y de Musica Fiorita, el ensamble suizo que conduce la clavecinista Daniela Dolci (que también participa del festival), dedicó su recital a un instrumento que reinó en el mundo de la música doméstica durante un breve período y casi en un único lugar del mundo, el norte italiano. El archilaúd –un laúd con un diapasón adicional y mucho más largo, para seis cuerdas graves– sedujo a varios compositores radicados en Venecia y otras ciudades cercanas, hacia los comienzos del siglo XVII. Entre ellos, Johannes Hyeronimus (Giovanni Girolamo) Kapsberger fue, tal vez, el más exótico. No tanto por su nombre –era hijo de un diplomático– como por las fuentes de su música, entre las que se contó España y sus vihuelistas –además de sus cantos populares–. Bonavita interpretó una toccata y varias danzas de su autoría y de Alessandro Piccinini, de quien también tocó una Aria di Zaravande in varie partite (en realidad una chacona, o sea variaciones sobre una secuencia fija de acordes). Pero la sorpresa mayor fueron las dos sonatas, estructuradas a la manera de suites, de Giovanni Zamboni, un compositor que escribió para el archilaúd casi cien años después, en pleno barroco tardío, cuando el instrumento estaba prácticamente olvidado. Bonavita, en una línea que encuentra a Savall –y a uno de sus laudistas habituales, Rolf Lislevand– como cabezas visibles, bucea en las posibilidades de una interpretación sustentada en elementos históricos pero fuertemente personal y pasional.

El mismo jueves, pero a la noche y nuevamente en el Teatro Independencia, actuó la brillante Kremerata Báltica, conducida, obviamente, por el notable violinista Gidon Kremer. También en este caso la originalidad del programa fue una de las protagonistas. El grupo –que actuará hoy en Buenos Aires, con el mismo repertorio, en el Auditorio de la Comunidad Amijai (Arribeños 2355)– presentó un conjunto de transcripciones, para orquesta de cuerdas con o sin solistas, de obras clave del repertorio de cámara y, en la segunda parte, de piezas de autores que trabajaron a partir de tradiciones populares. Dos movimientos del Cuarteto Op. 127 de Beethoven, en un arreglo de Viktor Kissine que, al igual que el del Cuarteto en Sol Mayor de Schubert –registrado en CD por el sello ECM– trabaja, a la manera del concerto grosso, con las diferencias de textura y densidad que posibilita establecer pequeños grupos solistas dentro de la orquesta de cuerdas, permitieron el encuentro con una de las mejores orquestas en su tipo que existen en la actualidad. El ajuste impecable, la precisión de los matices y la fuerza y homogeneidad del sonido grupal fueron realmente asombrosos. También resultó extraordinaria la interpretación de la Sonata Op. 134 de Dmitri Shostakovich, escrita en 1968 para violín y piano (y dedicada a David Oistrakh, quien realizó una grabación formidable junto a Sviatoslav Richter) y convertida magistralmente, en 2005, en un Concierto para violín, orquesta de cuerdas y percusión por Michail Zinman y Andrei Pushkarev –el año pasado deutsche Grammophon publicó el estreno de esa versión precisamente por Kremer y su grupo–. El contraste entre los sombríos movimientos extremos y el allegretto central fue, en esta versión, verdaderamente escalofriante. La segunda parte de la actuación de la Kremerata fue, en algún sentido, más ligera. En el comienzo, con las virtuosísticas Glosas sobre un tema de Pau Casals de Alberto Ginastera se lució la cellista Marta Sudraba, que junto al también cellista Eriks Kirsfelds fue protagonista en “La fiesta”, de Chick Corea (arreglada por Pushkarev para dos cellos, percusión y cuerdas). En este caso, más que la posible fidelidad estilística al estilo de Corea –los solos de los cellistas ciertamente no fueron jazzísticos ni nada parecido–, lo que apareció fue una especie de españolada modernista –un poco à la Manuel de Falla– sin los aires caribeños de la pieza original y sin su swing aunque llena de liviandad y frescura. Un buen interludio, en todo caso, antes de las Tres piezas para violín, vibráfono y cuerdas de Piazzolla, arregladas también por Pushkarev (que fue el solista de vibráfono) a partir de “3 Minutos con la realidad”, Milonga en Re y “Fuga y misterio”. Mucho más que cuando el grupo incluye al bandoneón (el toque de Piazzolla, con su síncopa a perpetuidad, es irreproducible hasta para sus sucesores porteños) aquí se logró un estilo que, sin intentar mimetizarse con el de los grupos de Piazzolla –y ese es uno de sus mayores méritos–, le es fiel en espíritu. Kremer toca muchísimo más familiarizado con el estilo piazzolliano que en sus primeras versiones de la obra del bandoneonista y, sobre todo, consigue mostrar un lado de esa música que, para oídos demasiado acostumbrados, suele pasar desapercibido: el poder rítmico, la imaginación melódica y, en particular, la increíble eficacia que Piazzolla lograba con la mayor sencillez. El bis, ante un teatro que aplaudió a Kremer y su Kremerata de pie, fue una “Serenata a la luz de la luna” con solo de Kremer remedando a Grappeli incluido. Lo curioso es que el fraseo del violinista, contaminado tal vez ya para siempre, tuvo más de un gesto tanguero.

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Gidon Kremer, uno de los artistas destacados de “Música clásica por los caminos del vino”.
 
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