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Viernes, 15 de junio de 2007

MUSICA › LIZA MINNELLI EN EL TEATRO GRAN REX, UN SHOW QUE DEJO SU MARCA

A los 61, transpira la camiseta

Con una puesta impecable y una big band capaz de transitar todos los climas necesarios, la cantante demostró que su veteranía no es un obstáculo para ocupar el escenario como se debe. Y, claro, hubo otro show en la platea y el hall.

 Por Karina Micheletto

El único show que Liza Minnelli dio en la Argentina, el miércoles en un Gran Rex repleto, la mostró como uno de esos animales de escena que manejan la dosis justa de técnica y encanto, con mucho de oficio pero también mucho de esfuerzo profesional. Sostenida por una big band impecable y haciendo de las debilidades fortalezas, la cuestión de si a los 61 años, y habiendo pasado por todo lo que pasó, Minnelli conserva o no en su voz los bríos de antaño, pasó a ser un detalle. Al fin y al cabo, como ella misma dijo, su mayor arte no es el de ser una cantante, sino el de una espectacular contadora de historias.

Las tres mil trescientas personas congregadas por Liza Minnelli in concert se cansaron de gritarle You are a goddess, You are the best, We love you a la anfitriona. Muchos de ellos llegaron convocados por lo que suponen un evento histórico, de esos que quizá no ambicionaban, pero que una vez que se presenta posible es necesario no perderse. La posibilidad de ver y oír a una estrella del espectáculo de verdad, de tener un pedacito de Broadway o Las Vegas –¡cuántos recuerdos del uno a uno para algunos!– en la mismísima calle Corrientes, es algo que hay que aprovechar. Aun cuando las plateas se revendían en Internet a más de 500 pesos, la ecuación puede cerrar como una gran oferta, repuesta en valor tantas veces como sea posible contar yo estuve ahí.

Entre el público se hace ver una fauna de famosos, famosillos, bailarines y aspirantes a coreógrafos, de esos que pegan grititos y siempre aportan su toque de color. Todos parecen dispuestos a entregarse gustosos en los brazos de los encantos del espectáculo. Tanto, que cuando llega la Señora –Mir-tha, quién otra– enfundada en esa mullida estola de piel sintética rosa, rosísima, una buena parte de la concurrencia se para a aplaudir y a dar hurras, como si esto ya fuese parte del show. En medio de tanto clima de celebración del espectáculo, hay lugar para que brillen todos los mitos vivientes.

El concierto de Liza Minnelli tiene todos los elementos de un show espectacular, pero el gran despliegue que aparece no es técnico ni de escenografía ni de efectos –más allá de que, claro, no hubo ahorro de luces–. Una gran orquesta de doce músicos, que incluye un piano de verdad y una brillante fila de caños, con arreglos de una elegancia encendida que nunca da paso al mal gusto, es la que da el marco deslumbrante a la puesta. Y también esos “cuatro muchachos”, bailarines y cantantes que acompañan a Liza en los cuadros de la segunda parte del show, y que entre otras cosas reponen el célebre standard de jazz de George Gershwin por el cual Liza fue nombrada, “Liza” (“All the clouds’ll roll away”). Y está, claro, Liza, que pone en el escenario todo lo que hay que poner.

Liza Minnelli no tiene un cuerpo agraciado, ni una cara agraciada, ni siquiera un corte de pelo agraciado, aunque hace rato que lo haya transformado en marca. Y, en escena, se vuelve sencillamente encantadora. Si se agita después de cada final arriba, si la cansan las coreografías, lejos de ocultarlo, sabrá compartirlo con el público y volverlo otra arma de seducción. Igual que su espontánea simpatía: “¡Oh, querido, podría tenerte en brazos, tengo 61 años!”, le devuelve al fan que le grita I love you! desde la primera fila. Está a la vista que el arte de Liza Minnelli –moldeado, como ella recuerda en cada anécdota, desde el mismo vientre de su madre– resiste a cuestiones como el paso del tiempo, tormentosas separaciones, internaciones en centros de rehabilitación o esa encefalitis que la obligó a aprender de nuevo a hablar y a moverse. No fue un show de taquito ni de oficio: esta mujer transpiró, literalmente, la camiseta.

El repertorio incluyó lo que todos habían venido a buscar. En principio, claro, “Cabaret” y “New York, New York”, cantados y contados con arreglos que no dejaron de ser sobrios en medio de tanta espectacularidad. También aparecieron otros grandes clásicos grandes: “Maybe this time”, que Minnelli hizo sentada sobre una suerte de sillón de director, otro de los temas que canta el personaje de Sally Bowles en Cabaret. “Our love is here to stay”, en una versión tan gentil y teatral, marcada por el sonido de la trompeta con sordina, toda una invitación a caminar por el Central Park, de ser posible en otoño, de ser posible de la mano de la persona amada. “My own best friend”, teatralizada con bronca, con un shit incluido, “He’s funny that way”, una canción de amor con piano. Y, en la segunda parte, un cuadro especial dedicado a quien fue su madrina artística, Kay Thompson, directora musical de MGM.

Entre tema y tema, Liza Minnelli va hilvanando el show con anécdotas de su herencia artística, de la que se declara orgullosa. Y es claro que la hija de Judy Garland y del director de cine Vincent Minnelli tiene una larga sucesión de anécdotas y aquí selecciona las relacionadas con la forma en que se hizo entre bambalinas. Tanto, que la primera es de antes de nacer: “Mi madrina Kay Thompson hizo este tema para que cantara mi madre, en una película de mi padre, cuando estaba embarazada de siete meses de mí. Así que puedo decir que estoy muy influida por Kay Thompson”, cuenta, por ejemplo. Después de un final a todo trapo con “New York, New York”, el público sigue aplaudiendo. Así que Liza sale, repite cuán agradecida está, se seca aparatosamente la transpiración de la cara y el pelo, se arranca las pestañas postizas, y canta a capella “I’ll be seeing you”, esta vez sin el sentido patriotero del tema, sino a modo de agradecida despedida.

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El repertorio incluyó lo que todos habían ido a buscar, empezando por “New York, New York” y “Cabaret”.
Imagen: Bernardino Avila
 
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