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Viernes, 7 de septiembre de 2007

MUSICA › MURIO AYER, A LOS 71 AÑOS, EN MODENA, SU CIUDAD NATAL

Luciano Pavarotti, quizás el último cantante a la antigua

Desde sus primeras vocalizaciones en la panadería paterna, quedó claro que todo en él era talento natural. En una intensa carrera, supo cantar prácticamente todos los protagónicos de su cuerda en el repertorio italiano, impuso la marca de Los Tres Tenores, se cruzó con artistas pop y desarrolló un especial amor por Buenos Aires, donde quería cerrar su gira de despedida.

 Por Diego Fischerman

Fue el más popular de los cantantes clásicos. O lo contrario, siempre y cuando tenga sentido esa división que nunca tuvo demasiado que ver con la popularidad y que, precisamente, la ópera y sus cantantes pusieron una y otra vez en tela de juicio. Ayer a la madrugada, Luciano Pavarotti murió a los 71 años. Como sucede con las estrellas populares, los datos acerca de su vida privada, sus gestos –ese pañuelo en la mano secando cada tanto la transpiración de la cara–, la propia historia, acabaron siendo más fuerte que la música. De hecho, los trazos gruesos de su carrera y una desmesura que empezaba con su propio cuerpo terminaron ocultando el hecho de que fue uno de los cantantes más elegantes, con más bello timbre y con fraseo más delicado entre quienes fueron registrados en disco.

Si las primeras estrellas discográficas –es decir las primeras realmente masivas– fueron Fedor Chaliapin y Enrico Caruso, podría pensarse que nadie llegó tan lejos como Luciano Pavarotti cuando inauguró el Mundial de Fútbol de Italia, en 1990, e inscribió en el mercado la marca “Tres Tenores”. A partir de allí, para muchos, su nombre se convirtió, sencillamente, en un sinónimo de cantante lírico. De hecho, aunque entre los tres estaban también Plácido Domingo y José Carreras, siempre estuvo claro que la verdadera estrella entre las estrellas era él. Es más, fue el único que, a partir de allí y más allá de las repeticiones rituales de esa actuación y de las resurrecciones discográficas, se deleitó en impensables dúos con Bono, Frank Sinatra o Michael Jackson. En sintonía con esa idea de espectáculo, durante varios años seguidos a partir de 1991, Pavarotti colaboró con la organización War Child, para recaudar fondos para la construcción de un centro de musicoterapia en Mostar, y organizó numerosos conciertos en Modena, con el título Luciano Pavarotti and friends, donde participaban algunos de sus “amigos” populares.

El 7 de julio del año pasado, Pavarotti había sido operado de un cáncer de páncreas. El 7 de agosto pasado fue internado nuevamente, según se informó, “para someterse a controles médicos”. El tenor estaba de vacaciones en su villa de San Bartolo, en la provincia de Pésaro, junto a su esposa Nicoletta Mantovani y su hija Alice, cuando comenzó a sufrir problemas respiratorios. Se llegó a hablar, incluso, de una neumonía, que luego fue desmentida, y 17 días después fue dado de alta aunque las versiones indicaban que su salud era sumamente delicada. Ya antes de la operación, una afección en la columna lo había llevado a cancelar la gira de despedida que iba a concluir el 26 de marzo de este año en Buenos Aires. Aquí, de espaldas al Obelisco y con entrada libre, era donde había previsto cerrar la gigantesca maratón de dos años que comenzó en 2005 y que bautizó como Farewell Tour. Un adiós que no se concretó, quizá como una muestra de cuánto le costaba abandonar los escenarios. En los últimos días, mientras su estado se agravaba, era condecorado por el ministro de Cultura italiano, Francesco Rutelli, con la distinción de Excelencia en la Cultura.

Nacido en la misma ciudad donde murió, el 12 de octubre de 1935, hijo de un panadero amante de la ópera que lo estimuló para que estudiara canto, pésimo lector de música –sus partes las memorizaba– y dedicado casi exclusivamente al repertorio italiano del siglo XIX y comienzos del XX, Pavarotti comenzó su carrera musical cantando en un coro comunal junto al padre. Su debut en la ópera fue el 29 de abril de 1961, como Rodolfo en La Bohème de Puccini, en el palacio de la ópera de Reggio Emilia. En esa década y la siguiente cantó prácticamente todos los personajes protagónicos de su cuerda en las obras de Verdi, Puccini, Donizetti, Bellini, Rossini y los veristas. Ya seriamente disminuido en su capacidad vocal, se retiró del mundo de la ópera actuando en la Metropolitan Opera House de Nueva York, en marzo de 2004, haciendo uno de sus clásicos: el papel del pintor Mario Cavardossi en Tosca, de Puccini. Su debut en esa ciudad había sido en 1965, junto a la soprano Joan Sutherland, en Lucia di Lammermoor de Donizetti. Esta obra marcó el inicio de una historia conjunta de varios años que tuvo entre sus hitos las representaciones de La Bohème en La Scala, la Opera de San Francisco y el Met. En 1972, se había consagrado en esa sala –después de su debut de 1968, engripado, con el Rodolfo de La Bohème– con la imposible seguidilla de dos sobreagudos de La Fille du Régiment. Ese fue el gran escalón en su carrera, después de la consagratoria participación en la temporada del Convent Garden londinense, seis años antes. En el Teatro Colón cantó en 1987, en La Bohème, y ese mismo año se presentó en el Luna Park. En 1991 realizó un concierto al aire libre en la avenida 9 de Julio al que asistieron 200.000 personas. Cuatro años después se presentó en el Campo Argentino de Polo y en 1999, ya lejos de su esplendor vocal, actuó en la cancha de Boca junto a Mercedes Sosa, aunque apenas cantaron juntos alguna estrofa de “Caruso”, de Lucio Dalla, y “Cuore ingrato”, de Tosti.

Su relación con Buenos Aires, en la que no es un dato menor la elección como cierre de la gira que no llegaría a finalizar, estaba caracterizada por su fascinación frente a la tradición operística de la ciudad. En su primera visita, por ejemplo, se asombró de que la mesa en la que tomaba café, en su hotel, era la misma frente a la que se habían sentado Maria Callas y Toscanini. Pavarotti, en ese momento, no dudó: compró la mesa y se la llevó a Modena. También lo había sorprendido la multitud de admiradores que en esa ocasión lo habían recibido con carteles que decían “bienvenido”. En su autobiografía cuenta que, al llegar a la ciudad, se fue directamente del aeropuerto de Ezeiza al Colón, sin pasar por el hotel. En el teatro, se sentó en la platea, a oscuras, mientras la orquesta ensayaba. El sonido, la “acústica maravillosa”, la propia sala, que lo “subyugó” y la calidad de la interpretación hicieron que, casi sin darse cuenta, al llegar el momento de su aria, Pavarotti comenzara a cantar desde las sombras, para sorpresa de los músicos y de los operarios que, en un primer momento, no tenían la menor idea de quién cantaba.

La noticia de la muerte fue informada por su agente, Terri Robson. “Luciano Pavarotti murió hace una hora”, indicó a través de un mensaje de texto, a las 2 de la mañana, Según su médico, el oncólogo Antonio Frassoldati, el cantante se mostró siempre “muy sereno” y consciente de la situación. “Intentaba luchar contra la enfermedad”, resumió. La capilla ardiente, que se instaló ayer, permitirá que hasta el sábado admiradores, amigos y familiares puedan despedirse del tenor, cuyo funeral comenzará ese día a las 15, según informó la Alcaldía de Modena. En agosto del año pasado, poco después de su operación, que se realizó en Nueva York, el cantante había dicho al Corriere della Sera: “Necesito la ayuda de Dios y parece que me la está concediendo”. Después, decidió volver a Italia y periódicamente anunciaba el cese definitivo de sus dolencias y la reanudación de su gira del interminable adiós. Decía, con cierta resignación, que la enfermedad posiblemente fuera el precio por una vida demasiado feliz. Y parte de esa felicidad, para él, tenía que ver con el romance que mantuvo durante diez años con Nicoletta Mantovani, con quien se casó, finalmente, en 2003, en medio de una gigantesca fiesta popular en su ciudad natal, a la que asistieron, entre otros, Sting, Liza Minnelli Bono y los otros dos tenores, Domingo y Carreras.

Pavarotti, quien en muchos aspectos fue el creador de un modelo de cantante mediático y absolutamente consustanciado con las reglas del espectáculo masivo, fue, curiosamente, un cantante a la antigua. Tal vez el último. En él, todo era talento natural –una voz que fluía con naturalidad, sin esfuerzo evidente, un timbre privilegiado, un sentido musical innato– e intuición. La entidad conformada junto a Domingo y Carreras era, en todo caso, una buena manera de ver sus virtudes complementarias. Sobre todo en la comparación con Domingo, sin duda el otro gran tenor de su época, es donde resulta palpable aquello que hacía único a Pavarotti. Si para Domingo es central la comprensión intelectual de una obra –es director de orquesta–, en el caso de Pavarotti hay poco más que dejar que la voz haga lo suyo. Y es que no es necesario. Porque, por otra parte, si una de las virtudes más valoradas por el mercado actual de la ópera es que un cantante cultive un repertorio amplio –eso que, con cierto grado de eufemismo, se denomina, ser “un cantante completo”–, ése fue, claramente, el perfil de Domingo, alguien que transitó por la ópera francesa, por alguna composición contemporánea, por La canción de la tierra de Mahler y hasta por Wagner. Pavarotti, en cambio, obstinadamente cuidó su voz –salvo, claro está, su desliz con el Radamés de Aída, un papel que estaba lejos de ser adecuado para él–. O, quizá, sólo cantó aquello que para él era natural; lo que podía hacer como él hacía las cosas, cantando como si siguiera haciéndolo en la panadería del padre o en el coro de su pueblo.

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Con cierta resignación, Luciano Pavarotti decía que la enfermedad que sufría posiblemente fuera el precio por una vida demasiado feliz.
Imagen: AFP
 
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