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Viernes, 29 de enero de 2010

LITERATURA › OPINION

El misterio del encierro

 Por Eduardo Fabregat

En el maldito diciembre de 1980 hubo muchas incomprensiones, y una de ellas incluyó a J. D. Salinger. Si de por sí nadie podía comprender que alguien esperara a John Lennon en la puerta del Dakota con un revólver en el bolsillo, menos aún se entendió que en el otro bolsillo llevara The catcher in the rye. Mark David Chapman estaba loco, de eso no había dudas; pero de todos modos fueron muchos los que se lanzaron a buscar una copia de El cazador oculto para tratar de buscar esas supuestas “claves” que indicaban la necesidad del beatlecidio. Esas pistas sólo existieron para el asesino, claro. Y Salinger, ya aislado del mundo, no iba a asomar su nariz justo para refutar tamaña tontería. Lo cierto es que, de ese modo tan retorcido, la figura del escritor, tan alejada del género, quedó inscripta en los libros de rock.

Y sin embargo... hay algo del misterio–Salinger que puede resonar en la cabeza del rocker informado. La actitud del escritor, ese cagarse en todo, en las sirenas que le canturreaban sueños de fama y dinero literarios, cerrar su casa de un portazo y negarse al vínculo exterior, bien podría haber servido de ejemplo al Elvis Presley enclaustrado en Graceland. O a ese Syd Barrett bajo una doble llave, encerrado en su mente y en la casa de su madre: aquella imagen del ex Pink Floyd sacando la basura parece análoga a esa instantánea de un Salinger furioso por la aparición del enésimo paparazzo, una imagen robada al enigma. Salingerianas fueron también las bruscas desapariciones de Leonard Cohen, internado en un monasterio, o del Beach Boy Brian Wilson, no sólo metido en su casa sino directamente en la cama. El mismo Lennon, justo él, supo guardarse cinco años tras su lost weekend, un retiro en familia del que salió para ser asesinado. En cada músico que se oculta del ojo público, sea Axl Rose con su disco interminable o el Indio Solari en su mítica quinta, hay algo de Salinger. ¿Una asociación caprichosa? Puede ser. Tanto como suponer que un tal Caulfield estaba diciendo que había que liquidar a los falsos ídolos.

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