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Lunes, 9 de agosto de 2010

LITERATURA › MIGUEL VITAGLIANO Y LAS IDEAS DETRáS DE EL OTRO DE Mí

“Somos prisioneros de la verdad y de las versiones”

“Para mí, todo escritor es invisible, la visibilidad es lo peor que le puede pasar”, dice el autor, trazando un paralelo con el rol de quien escribe y el que se impone el anónimo protagonista de su libro, en el que asoman ciertas obsesiones argentinas.

 Por Silvina Friera

La sorpresa es mayúscula. De lejos y de perfil, un hombre alto que se parece a Miguel Vitagliano –cabello ondulado y barba castaños– apoya los codos sobre una hilera de libros y saca con exageración la cola hacia atrás. La intempestiva postura –el movimiento de un loco– es incómoda y grotesca por donde se la mire. De costado da la impresión de que está practicando –con cierta torpeza motriz– unas sentadillas en una clase de body pump. Pero esto no es un gimnasio. Ese hombre que sin dudas es el escritor está en una librería. En ese primer golpe de vista se podría confirmar una “sospecha” o precaria intuición lectora. El autor de El otro de mí (Eterna Cadencia) es ese protagonista compulsivo –medio neurótico y desconcertante– que se cree un buen espía y anota en sus cuadernos todo lo que hace, dice y le dicen. Segundos después se despeja el malentendido. Vitagliano es un ser cuerdo –afortunadamente muy normal– que está posando para el fotógrafo de Página/12. “Me descubriste”, bromea el escritor al citar una parte del principio de su novela (ver aparte). “Soy el otro de mí. Nadie tiene que saber esto. ¿Confío en vos?”

Hay algo inquietante en el entramado de esta novela cuyas partes son como capas de intimidad que se van desplegando hasta alcanzar –de menor a mayor– el núcleo duro de toda una ficción que rasga el velo de lo doméstico para ir más allá de las cuatro paredes de un living. El protagonista ha fundado su existencia sobre el pilar de un secreto-mentira. Ese hombre que transita por la vida como un terco espía de la vida de los otros nunca ha dejado atrás al chico que fue. El chico que descubrió a su padre en el momento en que se besaba con una de las señoritas de inglés. El chico que creyó la explicación paterna para zafar de las circunstancias: “Soy un agente secreto. Pero no puedo decirte nada más. Me sorprendiste en medio de una investigación. Nadie tiene que saber esto, ni siquiera tu madre”. El protagonista de El otro de mí no hace más que, a cada paso, a cada detalle que registra, cumplir con el legado de esa ficción paterna. Y para eso también necesita mentir sobre las circunstancias en las que murió su mujer, en el atentado de la AMIA. Como lo hizo con su hija, con la que tiene una relación compleja y distante.

–Hay una frase que le dijo la madre al protagonista, que podría ser una pregunta eje de la novela. “¿Algún día vas a entender quién es realmente tu padre?”

–Sí, algún día vas a entender lo que no vas a entender nunca. Ahí empieza la cárcel del sentido, ahí nace la desesperación de alguien que busca el sentido de todas las cosas, que es lo que le sucede a este personaje. Es un hombre prisionero del sentido en tanto que busca desesperadamente encontrar la respuesta a algo que no tiene respuesta. Por otro lado, me parece que nos parecemos mucho a este sujeto. Todos estamos prisioneros de un sentido que no vamos a encontrar nunca.

–Pero el punto de partida de esa búsqueda, de esa cárcel del sentido, comienza con la familia.

–Una de las expresiones que se suele utilizar es que un padre es el autor de tus días (risas). En definitiva este personaje le sostiene al padre la ficción durante toda su vida. Uno podría pensar que vive en la ficción de su padre. Si bien su mujer muere como efecto del atentado de la AMIA, su historia empieza antes. Desde antes viene sosteniendo eso que es insostenible: esa ficción que inventó el padre para excusarse y que al mismo tiempo él necesita creer para creer en el padre.

–Se podría pensar que la identidad es la bomba que estalla en las páginas de esta novela. ¿Qué importancia tienen las versiones?

–Está buena esa idea de que la identidad estalla; por eso este personaje está permanentemente bombardeado, no sabe quién es. Están las esquirlas, que trata de armarlas encontrando un sentido que se le escapa. La identidad es una construcción y las versiones son construcciones. Somos prisioneros de la verdad y de las versiones que nos van armando. Estamos hechos de versiones. Me acuerdo de un ensayo muy viejo de Michel Butor, el autor de La modificación, de los años ’50. El decía que no nos encontramos con las cosas, sino que nos encontramos con las versiones de las cosas. Y esto lo dijo mucho antes de que se desarrollaran ciertas teorías en los ‘60. No llegamos a las cosas, sino a las versiones. Y la novela es una versión.

–¿Quizá por esa dificultad de no llegar a las cosas, el personaje necesita escribir en sus cuadernos para dar cuenta de las versiones?

–Sí, por eso necesita escribir y mirar. Sobre este hombre que espía y escribe todo, uno podría pensar que quiere capturar hasta lo que no puede ser capturado. Lo que está en juego es por qué este tipo mira, por qué escribe. Quiere captar lo que se le escapa y al mismo tiempo poder quedarse fijado en un instante que ya pasó. Y también ser atrapado por lo que mira. Si es atrapado por lo que mira puede ser alguien. Soy aquello que miro y en aquello que miro me defino. Es como si estuviera mirándose en cada uno de los otros que mira. Lo que está mirando en los otros es su propia historia. Cuando él mira es el momento donde es alguien. Está atrapado por la mirada de lo que mira.

–El reproche que recuerda de su madre es que él y el padre son “dos gotas de agua”. En esta obsesión por mirar se subraya más el parecido que la diferencia, ¿no?

–En la cárcel del sentido todo es igual y todo es diferente. La irrupción de lo igual es lo que genera la locura. No queremos reconocer lo igual. Es como cuando uno comúnmente dice: “Este tipo qué igual a sí mismo que es”. Este tipo es tan igual a sí mismo que necesariamente es otro, no puede salir de sí mismo. Por eso me gustaba jugar en la novela con un narrador en tercera persona, que siempre es un yo encubierto. En este caso aparece una tercera persona, después una primera, una tercera, una tercera y una primera, y así se va jugando una detrás de la otra. Ya lo decía Marx, pero también aparece en una película de Woody Allen cuando se planteaba qué era el humor. Si un personaje va caminando por la calle y se cae, no pasa nada. Pero si se cae de nuevo, aparece la risa. Lo doble ya no es lo mismo.

–En un momento de la novela se afirma que el trabajo del espía es hacerse invisible en la visibilidad del otro. ¿Se parece al trabajo del novelista esta idea de hacerse invisible en la visibilidad del lector?

–No, para mí todo escritor es invisible. La visibilidad de un escritor es lo peor que le puede pasar. Cuando muestran las vidas de los escritores en las películas, te das cuenta de que son aburridísimas. ¡Qué sueño mayor puede tener un escritor que estar escribiendo! Uno como escritor asume la posición de espía y no sabe al servicio de quién. Hay un contraste que a mí me interesaba señalar. Esta es una novela fuertemente intimista y una de mis novelas que tal vez sea la más política, porque quería que este personaje sin nombre tuviera el nombre de cada uno que lo lee. El personaje parece muy loco, muy obsesivo, pero de repente nos parece tan natural que somos nosotros mismos. Hasta qué punto no cargamos esta culpa, hasta qué punto no cargamos con esta historia.

No sabe Vitagliano por qué se filtró, oblicuamente, el atentado a la AMIA en la novela. “En términos sociales marcó un cambio en los modos de entender. Lo que era impensable se vuelve pensado para siempre. Ciertos atentados cambian la conciencia de lo pensado”, explica. “Posiblemente tenga que ver con eso, pero no lo sé. Hay imágenes fuertes que a uno se le escapa por qué surgen. Pero creo que ese atentado puso en carne viva nuestro propio fascismo.”

–¿Habría un “fascismo” de la mirada en ese personaje que no puede ver más allá de lo que mira?

–No me animaría a tanto, pero a este personaje lo fui delineando, construyendo y definiendo con elementos que sentía que tenían que ver con cierta doxa argentina. Lo pensaba como un personaje que tiene componentes antisemitas, aunque en ningún momento se pronuncie en lo más mínimo. Este personaje que es un hombre individual, que no quiere representar nada, tiene mucho de todos nosotros. En este personaje aparentemente tan loco está toda nuestra locura en todo lo que parece su coherencia también. El es un tipo amoroso con su hija, habla como un buen padre. Pero eso no lo salva a él ni a nosotros. Por eso me interesaba que en esta novela tan cerrada, aparentemente tan de un solo hombre, de un solo personaje, se pudiera mostrar toda una sociedad. Como dice Philip Roth: la historia está en el living de la casa. Acá la historia está en la mirada de este hombre, en cómo mira y en qué ve. Hasta qué punto tenemos una manera de mirar tan despectiva y dogmática.

–Hay una mirada machista en el personaje hacia su mujer y el amante, sin ser enfático, sin subrayados.

–Lo interesante es que este tipo quiere investigar para no investigar. Una de las cosas que suceden en esta enfermedad de estar prisionero por encontrar un sentido a las cosas es que si él llegara a meterse descubriría que no hay sentido. Que no hay una respuesta. Este hombre se comporta de manera dogmática. Si antes refería al fascismo, quizá sería mejor pensar a nuestra sociedad en términos de dogmatismo. Uno se puede encontrar en la diferencia. El problema es que el dogmatismo no deja posibilidad de encuentro. Y me parece que vivimos en una sociedad fuertemente dogmática.

–Quién no ha deseado de chico/a ser otro/a, ¿la sociedad argentina también fantasea con ser otra?

–Y sí, siempre nos vimos muy distintos del resto de Latinoamérica, muy europeos y manejando percepciones muy polarizadas. Creo que esa es una de las características de la cultura argentina: o somos los mejores del mundo o somos los peores del mundo, que es de un modo u otro salirse de la serie; por lo tanto, no asumir nunca cuál es el propio lugar. Ser el mejor del mundo o el peor del mundo es ser un fuera de serie, y me parece que el fuera de serie tiene mucho que ver con la Argentina. Ese fuera de serie está muy ligado al valor de la instantaneidad del presente. Cada vez más lo que se va viendo es un ir carcomiendo el tiempo, la duración. Entonces es muy difícil construir proyectos. Vivimos en la instantaneidad imaginándonos otros. Siempre somos otros y estamos prisioneros de nosotros. Somos tan iguales a nosotros mismos que nos quedamos siempre atrapados, como si pedaleáramos en falso. Nuestra característica cultural es estar atrapados por el instante. Y cuando uno está atrapado en el instante está atrapado por el pasado. Cuando vivís el instante, estás controlando el futuro desde el pasado.

–¿Por qué tiene cierto peso en sus novelas, parafraseando a El otro de mí, “un hombre que nunca ha dejado atrás al chico que fue”?

–Las novelas producen un malentendido. Vos escribís algo y afortunadamente el lector va a leer otra cosa. Y es fascinante ese encuentro que se produce. Cada uno lee lo que quiere y puede leer. En las novelas en sí hay siempre un elemento de no sincronización con su propio tiempo. Si las novelas sintonizaran tan perfectamente con su propio tiempo, tal vez fracasarían como novelas. Si en esta novela pudieran verse inmediatamente ciertas cuestiones de correspondencia entre este personaje y la sociedad argentina, tal vez la novela fracasaría como novela. El éxito que puede tener la novela es que no pueda encontrarse con los lectores. Que diga una cosa y los lectores entiendan otra. Y que estén como peleándose, hasta que se puedan encontrar. En mi literatura los chicos tienen mucha importancia, pero no hay una cuestión nostálgica. Lo que sí aparece y que uno descubre después de los 30 es que los demás te miran de un modo aunque uno frente al espejo se mire de otro. Los demás te miran como un adulto, pero vos frente al espejo ves tus manos como si fueras un chico de ocho años.

–¿Cambia la percepción del tiempo?

–Hay una manera de percibir el tiempo, sí. La edad está muy ligada al modo en que percibimos el tiempo. Cinco años para un adolescente es una eternidad; para un hombre de 75 años, cinco años es ayer. El pasado en la vida de un hombre de 20 años está muy lejos; veinte años en la vida de un hombre de 40 años no es nada. Es muy extraño que no se piense en estas percepciones diferentes del tiempo. En mi literatura trabajo mucho con lazos familiares, con padres. La relación padre e hijo es fuertemente literaria. En esa relación está la afirmación y al mismo tiempo la negación, la necesidad de autoafirmarse y la necesidad de repetirse, esta cosa contradictoria de amor-odio que tanto tiene que ver con la historia de la literatura y del arte general. Ser heredero de una tradición y, al mismo tiempo, querer salir de esa tradición. Ser único y ser parte de todo.

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“Ser el mejor del mundo o el peor del mundo es ser un fuera de serie, y el fuera de serie tiene mucho que ver con la Argentina.”
Imagen: Rafael Yohai
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