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Lunes, 9 de agosto de 2010

LITERATURA

Textual

Necesitaba pensar en astronautas, no en la oscuridad. Algo se movía entre los troncos de los pinos. Una figura. Un fantasma. Pero los fantasmas no existían. Una nave espacial. Un astronauta perdido. Se quedó observando, inmóvil, como si no viera lo que había visto, un hombre y una mujer besándose. Ni siquiera reaccionó al reconocer a la mujer, una de las señoritas de inglés que se echó hacia atrás tapándose la boca: un vestido con lunares grandes y una vincha entre el pelo y la cara oculta con las manos. Estaba a punto de huir, cuando el hombre la retuvo y pronunció el nombre del hijo.

El padre se acercó y le acarició la cabeza; la señorita de inglés huyó despavorida hacia el gentío.

Ahora sí que estamos en problemas, dijo el padre y encendió un Master. Se tomó el tiempo para pitar el cigarrillo una segunda vez antes de volver a hablar.

Te voy a contar algo que solo vos y yo tenemos que saber, ¿estamos?

Sí.

Tiene que ver con mi trabajo. Prestá mucha atención. Si estás convencido de poder guardar el secreto, contestame cruzando los dedos. ¿Estás de acuerdo?

Sí.

Un sí sin los dedos cruzados no vale. Perfecto. Eso es. Me descubriste. Y muy bien. Soy un agente secreto. Pero no puedo decirte nada más. Me sorprendiste en medio de una investigación. Nadie tiene que saber de esto, ni siquiera tu madre. ¿Confío en vos? Con los dedos cruzados, no te olvides.

* Fragmento de El otro de mí (Eterna Cadencia).

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