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Lunes, 1 de noviembre de 2010

LITERATURA › PACO IGNACIO TAIBO II Y EL RETORNO DE LOS TIGRES DE LA MALASIA

“Esta novela fue un ajuste de cuentas con mi infancia”

El escritor mexicano recupera en su último libro a personajes de Emilio Salgari, pero en su pluma lucen más anarcos y libertarios que en el “original”. “Yo soy marxista de Los Tres Mosqueteros y antiimperialista de Sandokán”, sostiene.

 Por Silvina Friera

La gasolina de Paco Ignacio Taibo II –abstemio declarado, aunque cueste creer que no toma ni una gota de alcohol– es la Coca Cola. Antes de cerrar la puerta de la habitación del hotel, antes de encender un cigarrillo negro –“acá fumo Parisiennes, allá los Cohiba”–, encuentra la botellita con su refresco cola, indispensable para que no descienda hasta el infierno del malhumor y el descalabro existencial, si no cumple con su dosis diaria de cinco litros. Después del primer trago, un flujo de adrenalina flota en el ambiente. Ahora sí, ya está listo para desandar los once años de cocina lenta de El retorno de Los Tigres de la Malasia (Planeta), novela de aventuras en la que recupera al portugués Yáñez de Gomara y al príncipe malayo Sandokán –dupla emblemática de la factoría de Emilio Salgari–, que en manos de Taibo II son más anarcos, más libertarios que en el molde “original”. El provocador pastiche del escritor mexicano conserva el sabor decimonónico de la narración, agilizado por diálogos breves como relámpagos y un desfile incesante de personajes y figuras del siglo XIX, como Rudyard Kipling y Federico Engels.

Si Taibo II es considerado el creador del “neopolicial” en América latina, el texto de solapa de su última novela va por más y proclama que “reinventa la novela de aventuras del siglo XIX”. La carcajada del escritor, cortita pero intensa, anticipa que está más allá del bien y del mal. “Hay un poco de maldad en esa frase –admite–. Llevo demasiado tiempo con la etiqueta colgada de propietario del neopolicial. O de biógrafo del Che. ¡Ahora que se vayan al carajo! Soy el que se me da la gana y escribo una novela de aventuras”, dice el escritor a Página/12. Taibo II podría haber sido un animal de teatro, un actor de raza o un gran orador. Al menos eso transmite cuando se desliza por la cuerda del humor y la risa hacia el tono cabrón, de hombre de pocas pulgas que derrocha más simpatía cuanto más se enoja. “Escribir esta novela fue oxígeno puro para mí, pero también significó un ajuste de cuentas con mi infancia, con los libros que me enloquecieron cuando era niño; volví a ellos para tratar de recobrar la pasión que me crearon.”

–¿Cómo fue esa experiencia de recobrar la pasión al mismo tiempo que se apropiaba de los personajes?

–Salgari escribió esos personajes para mí y yo me los apropié: son de él y son míos. No tengo problemas de propiedad intelectual. Había algo que me resultaba muy atractivo y con lo que estuve coqueteando hace muchos años, la idea de que en la novela de aventuras se habían perdido valores primigenios como la heroicidad, la palabra dada. Cuando das la mano, empeñas tu palabra y no hay que firmar contratos. Me parece que en una sociedad tan pragmática como la que vivimos se pierden estos elementos. Yo reconozco que mi formación política está originada ahí: yo soy marxista de Los Tres Mosqueteros y antiimperialista de Sandokán. Eso lo tengo clarísimo, como también que políticamente soy hijo de Robin Hood y de Bertolt Brecht. Ante la novela de aventuras descafeinada que se está produciendo, me propuse decirles a los adolescentes: “Vengan, aquí está el heavy” (risas). Me parecía importante abrir una opción a toda una generación de jóvenes que son los hijos y nietos de mis amigos que están leyendo; hay que abrirles puertas para que sigan y avancen más allá de Harry Potter o de los vampiros románticos y blanditos.

–¿Intenta recuperar lo que se podría llamar una “épica con ideas”?

–Lo formulaste bien, la épica, la épica (golpea la mesita), la épica está envuelta en un proyecto de cambiar el mundo. Mis tigres me salieron antiimperialistas, pero no había manera de evitarlo. Una cosa era esta sensación y otra cosa era escribir el libro. Me di cuenta de que no era tan fácil. La literatura que me interesa es enciclopédica y tiene que saber de todo: cómo hacen el amor los cocodrilos, cómo se jugaba a las cartas en Hong Kong en un casino, cómo eran las calles de un poblado malasio, cómo se construían las cabañas sobre los ríos, cómo vuelan los albatros, qué venenos son los que se usan o están de moda o qué frutas se comen. Salgari me había enseñado cómo hacer enciclopedismo ligero, pero al mismo tiempo extrañamente informado. La literatura de Salgari era maravillosa porque manejaba la peripecia, la aventura, pero también era inocente y estaba atrapada en el canon de la novela de aventura del siglo XIX. Esto significaba cero sexo, no malas palabras, diálogos innecesarios para que crecieran las páginas porque se pagaba por página. Me leí todas las novelas de Salgari, todas las enciclopedias –malas y buenas–, libros de viajes... hice una investigación equivalente a la de un libro de historia.

–También se puede ver en la novela el ADN de cierto espíritu anarquista.

–El anarquismo lo traigo puesto, no me puedo liberar de él (risas). Sin duda los personajes tienen un trasfondo libertario que estaba en Salgari. Lo único que hice fue extrapolarlo y darle más solidez. Me di la inmensa alegría de tirar del armario de mi infancia y ver qué había ahí. Kipling aparece en mi novela como periodista; al archienemigo de Sherlock Holmes, el Doctor Moriarty, decidí traerlo porque necesitaba una figura potente para el grupo de imperialistas canallas que forman El Club de la Serpiente. De repente descubrí que (Arthur) Conan Doyle no había hecho nada, que no existe Moriarty; es una frase: “la telaraña maligna que domina las fuerzas del submundo...” Y seguí tirando del closet y salió un personaje de la comuna de París y Old Shattherhand, el personaje de las novelas de Karl May. Y apareció Federico Engels, a quien quiero mucho, ¿por qué iba a quedarse afuera de esta novela?

–¿Por qué invierte esa suerte de “orden natural” con el que se menciona generalmente primero a Marx y después a Engels?

–Yo digo Engels y Marx sólo por llevar la contraria, porque me cae mejor (risas). Engels es mejor escritor que Marx y está menos obsesivamente pegado a una visión absoluta de la historia. Engels forma parte de mi frente popular, en el que caben comunistas, socialdemócratas, libertarios. No tengo problemas para asumirme como un hombre de una izquierda universal que aprecia todo, siempre y cuando esté a la izquierda del corazón. En esta novela reescribí el manifiesto comunista y me quedó muy bien. Mi versión es más bonita que la de Marx. De repente me di cuenta de que estaba cumpliendo con todas mis obsesiones, de que había jugado con todas las puñeteras libertades, pero me faltaba algo. Me dije a mí mismo que faltaba reescribir la Biblia de la izquierda; y como soy antibíblico pensé que reescribir el manifiesto comunista era el acto de herejía más grande del planeta. Lo reescribí en una versión mejorada. En lugar de que el fantasma recorriera el mundo europeo, atraviesa el mundo de mi novela.

–¿Ese fantasma sigue recorriendo el mundo?

–Y sí, desde luego que sí (piensa). Yo creo en la necesidad de fomentar el pensamiento utópico; nos volveríamos muy aburridos, muy jodidos, muy limitados, sin pensamiento utópico. Curiosamente llego a estas reflexiones a través de un vehículo aparentemente inocente como la novela de aventuras. ¡Inocente los cojones!

El escritor mexicano es eyectado como un resorte que se desmadró cuando vibra el timbre del teléfono. Despacha el asunto rápidamente y regresa. “Para explicar por qué me interesa el siglo XIX deberías preguntarle a mi psiquiatra”, bromea.

–¿Quizá le interesa porque fue un gran laboratorio de cambios que se extienden hasta el presente?

–Sí, ahí se consolida la división del mundo que hoy conocemos entre Primer Mundo y Tercer Mundo. Ahí nos condenan al Tercer Mundo; pero no es eso lo que me interesa. El siglo XIX es el siglo de la literatura de mi infancia y vuelvo a ella porque ahí me formé como persona y como lector. Muchacha: no hay nada mejor que hacerle caso a tus obsesiones. Si logras hacerle caso a tus obsesiones, serás un escritor feliz. Si tratas por razones comerciales de evadirlas, serás un escritor rico pero profundamente infeliz. Nunca tuve la tentación de ser un escritor rico e infeliz (risas).

–El retorno de Los Tigres de la Malasia tiene muchos diálogos, ¿por qué eligió esa forma?

–Los diálogos me ayudaron a trazar a los personajes, a darle una dimensión más profunda a Sandokán y a Yáñez, que no la tienen en Salgari. Hay zonas de sombras que a Salgari le importan un bledo; a mí me gustaba dejar esas zonas de sombras, pero también darles una luz nueva. Me gustaba explorar en el pasado de Yánez de Gomara, de dónde viene ese pirata compañero de Sandokán, pero portugués traidor a su raza. En vez de meterle más claridad al pasado, decidí meterle más enigma. El Yáñez de mi novela es más enigmático que el de Salgari. Otro trabajo complicado fue crear al Doctor Moriarty. Me salió una especie de malvado shakesperiano. El diálogo viene de mi educación como escritor con Raymond Chandler.

El diálogo es el talón de Aquiles de la narrativa que se publica en estos pagos. El escritor mexicano recuerda una conversación que tuvo con Gabriel García Márquez. “Paquito, mira, cuando en una página te falla una coma, te falla una coma. Cuando te fallan 7 comas, no sabes usar las comas. Cuando te fallan 15 comas, tu editor es una bestia; cambia de editor. Pero cuando te fallan 60 comas en una página, eso se llama estilo.” ¿Qué quiere contar con esta anécdota? Taibo II lo explica. “García Márquez me llama paternalmente ‘Paquito’ porque era amigo de mi papá y no mío. Pero tiene razón. Los autores que desprecian el diálogo no lo dominan, no saben usarlo y lo omiten.” Hace unos años el escritor propuso un desafío en un taller literario: tomar a cualquier autor, revisar una página de diálogo al azar y quitarles las acotaciones del tipo “dijo Pepe”, “dijo Pablo”. “Si después que quitamos las acotaciones somos capaces de distinguir qué dijo quién, el que escribe sabe –afirma–. Si cuando se las quitamos no sabemos qué dice quién, el que escribe no sabe.”

–¿Cree que el prólogo y manifiesto literario de la novela, “Nota de arranque”, puede dirigir la lectura?

–La única crítica consistente que he recibido de los lectores es que ese manifiesto a favor de una manera de entender la literatura debería haber estado al final y no al principio. Este libro anda buscando un lector adolescente, pero también de 40, 50 o 60 años, más maduro y con mucha malicia. El prólogo es para el segundo tipo de lector, no para el primero. Algunos lectores jóvenes que leyeron el libro me dijeron que no era necesario el prólogo. ¡Coño, no lo necesitas tú, pero yo sí lo necesito! Y lo necesita alguien de mi malicia literaria. Pero me di cuenta de que tenía razón: ese lector más joven quería entrar directo. No quería explicaciones porque se ha educado en el videoclip que dura tres minutos y medio y no tiene paciencia para nada. Mientras que el otro lector no sólo las quería, sino que las necesitaba: ¿por qué estoy leyendo a mi edad una novela de aventuras? Y Paco Taibo les dice: “¡Huevón, estás leyendo una novela de aventuras porque...!”

–¿Porque se abandonó la épica y hay que rescatarla?

–Sí, las pasiones se descafeinaron. Cuando tu máxima ilusión es ser el que empuje más rápido el carrito en un supermercado, estás condenado a una literatura minimalista. Hay que volver a una literatura de pasiones. La literatura no debe imitar la vida, debe proponer la vida. Quiero escribir novelas en las que los personajes se cortan las venas por razones amorosas, quiero escribir una literatura del exceso. Son las tentaciones del lector que las llevo a la vocación del escritor. En el fondo, más que un escritor, soy un lector improvisado.

–Lleva muchos libros publicados como para creer lo de la improvisación...

–Me pillaste por una esquina (risas). Es una improvisación sostenida y reiterada en el tiempo...

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En la novela de Paco hay un desfile incesante de personajes del siglo XIX, desde Kipling hasta Engels.
Imagen: Sandra Cartasso
 
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