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Sábado, 8 de enero de 2011

LITERATURA › LUIZ RUFFATO HABLA DE SU NOVELA ELLOS ERAN MUCHOS CABALLOS

“Discuto la banalización de la violencia”

El escritor brasileño se planteó la dificultad de contar una historia en una ciudad sin historia como San Pablo. Y el resultado es un conjunto de postales en movimiento afiladas por los retazos de frases truncas. El libro ganó el Premio Machado de Assis.

 Por Silvina Friera

La lengua de Luiz Ruffato está en reposo. Como su cuerpo, acunado por un sofá de un hotel céntrico. El narrador brasileño se empeña en desplazar la “alucinación verbal” del idioma madre hacia la penumbra del escenario lingüístico. En un castellano rioplatense “en cámara lenta”, acaricia pensamientos que se ponen a prueba, como se tantea el agua con la punta del pie. Las palabras circulan aceitadas por el deseo de una comunicación alejada de los ripios. Mario Cámara, el traductor de la impactante Ellos eran muchos caballos (Eterna Cadencia), que obtuvo el Premio Machado de Assis a la mejor novela –publicada en Brasil en 2001–, acompaña al escritor por si las moscas desvían el curso de un idea. A veces se cuela un “fato” por “hecho” –en circunstancias ínfimas, aleatorias– sin que el discurso se salga del andarivel elegido. Pero el escritor, con los ojos espantados por una frase que suena rara, lanza un respingo. “¿Comprende?”, le pregunta a Página/12. El “perfecto” de la respuesta lo tranquiliza. La inquietud se disipa en el borde de la ironía. “Estoy hablando en portugués salvaje”, bromea y se ríe. Su carcajada adquiere la intensa tonalidad de un barítono esforzado que festeja un “furcio” mínimo.

Una caja de Pandora salvaje. Así podría definirse Ellos eran muchos caballos, título que surge de un poema de Cecília Meireles, a quien está dedicado el libro. La puesta en escena del dispositivo narrativo que tiene como punto de partida la ciudad de San Pablo, el 9 de mayo de 2000 –un martes, para precisar–, un día en la descomunal y diversa metrópoli paulista, excede las erráticas ortopedias de los géneros. Las postales en movimiento de esa gigantesca ciudad se afilan por los retazos de frases truncas que disuelven el cuerpo de una Historia con mayúscula en un puñado de textos tan perturbadores como una revelación que no se produce sino a medias. Marginalidad y violencia integran una dupla siniestra que sólo permite ser narrada alterando la linealidad. El punto de vista canonizado estalla: un perro callejero que acaba de ser pateado, un predicador desesperado que es el hazmerreír de algunos transeúntes, el listado de los libros que conforman una biblioteca o la carta de un restaurante tejen –cada una con un ritmo propio– otra perspectiva.

“La vieja, ojos abiertos de par en par, tenazmente pegada a la butaca número 3 de la línea Garanhuns–San Pablo, no duerme, hace ya cuarenta y ocho horas, en vilo por la velocidad del ómnibus, Dios mío, ¿para qué tanto correr?, la conversación del conductor con los colegas cosechados asfalto afuera, Dios mío, ¡no está prestando atención a la ruta! Y la gente todavía consigue dormir, mi Dios, la bocona cocodrilo, ¡hasta ronca!, ¡hasta babea!”, se lee en uno de los fragmentos. Hay una tentativa de comprender la ciudad como alguien que la atraviesa y se encuentra con frases cortadas que nunca terminan; y no puede comprender la historia completa. “La forma del libro reconstruye esta dificultad de comunicación en una metrópoli como San Pablo”, subraya Ruffato, el hombre que vino al mundo en Cataguases (Minas Gerais), en 1961; el mismo que abandonó el trabajo periodístico y se rindió ante la evidencia de que lo suyo es la escritura literaria full time. “El primer desafío para mí fue cómo escribir una historia sobre una ciudad que no tiene una historia”. La plaga de langostas –los lugares comunes que abona el imaginario– fue otra de las murallas a sortear. La mirada y los pliegues del lenguaje demandan arrimarse a un umbral diferencial para escarbar la superficie grosera de las imágenes. En “Matanza nº 41”, un perro callejero explora esa zona indecible del horror: personas echadas, “como si durmieran”, casi amontonadas unas junto a las otras. Lo insoportable de la pobreza es interpelado por el ojo insaciable de unas ratas hambrientas. Una roe una corteza de pan; otra –más osada– mastica un pedazo de paño cubierto de mierda. “La violencia es muy banal y no me gusta la manera en que es expuesta en Brasil. Hay una banalización de la violencia que quiero discutir –plantea Ruffato–. Si cuento una historia sobre una matanza y expongo los cadáveres, sería una banalización porque no hay dolor, no hay una mirada supuestamente ‘neutra’. Cuando pongo el foco en el perro que mira las cosas que están ocurriendo aparece otra forma de indagar. La mirada del lector tiene algo más; hay una especie de mediación. La mediación para mí es fundamental y se da a través del lenguaje y el punto de vista.”

–¿Las ratas y el perro cuestionan el imaginario de la violencia?

–Sí. Cuando se habla de la violencia en Brasil, las personas creen que tienen una idea clara de que es un problema de las favelas, de los pobres. Pero no se preguntan cuáles son las raíces de esta violencia, como si fuese una cosa que surge de un día para el otro. Hay un proceso histórico que empieza con la matanza de indios, después continúa con la esclavitud, con la inmigración de personas pobres y miserables de Europa y Japón, y con la inmigración interna de nordestinos para trabajar en la industria. La violencia no es el cliché de bandidos a lo americano con gente que se mata en las calles porque sí. Es muy importante que la violencia sea discutida, pero no esa violencia “externa” y superficial de las imágenes. Hay una violencia mayor que es la que no se ve.

–¿Por qué en uno de los fragmentos se alude al protagonista de O guaraní, novela indianista de José Alencar?

–Los indios fueron diezmados; no ha quedado ningún rastro, ninguna huella de esa identidad en nuestro país. Alencar intentó en el siglo XIX construir una imagen de nación que incluía a los indios, a los portugueses y un poco a los africanos. Alencar fue un gran pensador de la cultura brasileña del siglo XIX. Pero su proyecto fracasó; el mundo de mi libro es un mundo aparentemente civilizado. Quizá la referencia sea un lamento por el hecho de que esa tentativa de Alencar no haya sido viable. La idea de progreso –en cierto modo– es una idea de barbarie. En Brasil, para que haya progreso necesariamente tiene que haber barbarie.

La única grieta en el silencio de Ruffato es un rumor de acentos alambicados que se desperezan. Los turistas que desayunan zumban como mosquitos ávidos por picar a sus víctimas. “Lo que quiere una mujer” es otra de las texturas escépticas que ofrece el narrador brasileño, una miniatura apabullante sobre la cotidianidad de una pareja. El marido está leyendo Microfísica del poder, de Michel Foucault. La boca de esa mujer escupe su hartazgo esquivando las muletas gráficas de la puntuación. “El problema es que llegué a la conclusión una conclusión terrible en el fondo en el fondo sos un inconformista conforme en el fondo lo que querés es seguir dando tus clasecitas dentro del aula nadie te hincha las pelotas nadie te cuestiona.” El pozo de su desencanto no tiene fondo. “Mi querido vos no ves el futuro porque no tenés futuro.”

–Hay una violencia que merodea sobre el rechazo que siente esa mujer hacia los libros. ¿La civilización, la cultura, son insuficientes?

–Son personas que apostaron por la educación para salir de la miseria y sin embargo se mantienen en una situación problemática. La educación y la cultura no garantizan que se pueda escapar de la pobreza; hay una dificultad muy grande a la hora de cambiar de clase social en Brasil. Las élites son siempre élites y los pobres son siempre pobres. En esta parte del libro propongo una reflexión sobre este trauma específico de la inmovilidad social.

–Cómo leer la mirada del hijo es una cuestión que se plantea en un momento de la novela. ¿Qué respuesta podría ofrecer a este interrogante?

–Es una pregunta difícil... Mis libros tienen en común el hecho de que hay una ruptura de la sociedad como conjunto. El pasaje de un país rural a uno urbano es muy trágico porque cambia la mentalidad. En las sociedades rurales, las familias tienen una percepción del tiempo y el espacio muy claras, pero la inmigración forzada provoca un sentimiento muy melancólico. Las madres y los padres se quedan en los pueblos cuando los hijos tienen que partir. Si hay una mirada de los hijos, está en función de ese sentimiento de pérdida muy grande de algo que no se recupera más.

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“En Brasil, para que haya progreso necesariamente tiene que haber barbarie”, sostiene Ruffato.
Imagen: Daniel Dabove
 
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