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Martes, 14 de abril de 2015

LITERATURA › A LOS 87 AñOS, MURIó AYER EL ESCRITOR ALEMáN GüNTER GRASS

El hombre que quiso batallar contra la trampa del silencio

Desde la publicación en 1959 de El tambor de hojalata, Grass se convirtió en figura ineludible no sólo de las letras alemanas, sino de la literatura universal. “El dolor es la principal causa que me hace trabajar y crear. El escritor es un privilegiado”, dijo una vez.

 Por María Zentner

“Por qué callo, demasiado tiempo callo, lo que es evidente y fue ensayado en simulacros donde al final, como sobrevivientes, somos, a lo sumo, notas al pie.”

¿Por qué callo?, se pregunta Günter Grass en “Lo que debe ser dicho”, poema en prosa publicado en 2012, en el que se despachó con una dura crítica a las denuncias de Israel acerca del supuesto armamento nuclear en manos de Irán. Más adelante, el poema sigue: “Al silenciamiento general de este hecho, al que mi silencio se ha subordinado, lo siento como una mentira incriminatoria y una coerción que promete castigo no bien se la desobedezca; el veredicto ‘antisemitismo’ es corriente”. Günter Grass, testigo incómodo de la historia del siglo XX, falleció ayer, a los 87 años, en un hospital de la ciudad de Lübeck, en el norte de Alemania.

Es curioso que, en una de sus últimas publicaciones, aquel que, a través de su obra, se dedicara a describir, denunciar, volver presentes, hacer tinta y memoria momentos terribles de la historia de Occidente, aquel que estuviera activo y atento a los avatares del mundo, siempre preocupado por las realidades del otro, reflexivo, crítico, punzante, se preguntara por qué callaba. ¿Qué cosas le quedaban por callar? ¿Y por decir? ¿Es posible siempre decirlo todo?

Ganador en 1999 del Premio Nobel de Literatura y del Premio Príncipe de Asturias, el autor de El tambor de hojalata fue un escritor apasionado, comprometido con su tiempo. Un escritor prolífico que no escapó a casi ningún género. Saltaba de la narrativa a la poesía, al ensayo y, de ahí, a la pintura, el dibujo y la escultura con la misma pasión y entrega. Escribía en una Olivetti y fumaba en pipa.

La vida de Günter Grass estuvo marcada, como la de tantos otros alemanes de su generación, por la Segunda Guerra Mundial. Por el silencio de los otros. Y por la evasiva del propio. “Mi madre, mi padre y mis hermanas vivían en Danzig cuando los rusos ocuparon la ciudad. Por detalles, gestos y conversaciones fragmentarias supe de las terribles situaciones que vivieron. Durante un viaje en tren, yo comencé a preguntar. Quería saber, quería que ella me contara, pero las experiencias vividas habían sido tan traumáticas que, como les ocurrió a otras muchas personas que vivieron situaciones similares, no podía expresarlas. La guerra había pasado y querían dejarla atrás”, relata Grass en una entrevista realizada a propósito de la publicación, en 2007, de su autobiografía, Pelando la cebolla. Autobiografía que tuvo gran repercusión y que causó estrepitosa polémica ya que, en ella, el autor confiesa haber formado parte de la SS nazi, a la edad de 17.

“En aquellos años, no me hice ciertas preguntas pero ahora quiero hablar de ellas”, respondería el escritor cuando le preguntaran por qué tardó tanto en hacer pública esa parte de su pasado. Una parte de la que no intentó expiar culpa con su inclusión en el libro: “Es verdad que durante mi adiestramiento en la lucha de tanques, que me embruteció durante el otoño y el invierno, no se sabía nada de los crímenes de guerra que luego salieron a la luz, pero la afirmación de mi ignorancia no podía disimular mi conciencia de haber estado integrado en un sistema que planificó, organizó y llevó a cabo el exterminio de millones de seres humanos. Aunque pudiera convencerme de no haber tenido una culpa activa, siempre quedaba un resto, que hasta hoy no se ha borrado, y que con demasiada frecuencia se llama responsabilidad compartida. Viviré con ella los años que me queden, seguro”. Y así lo hizo.

Nacido el 16 de octubre de 1927 en la Ciudad Libre de Danzig (actualmente Gdansk, perteneciente a Polonia), fue hijo de un protestante alemán y una católica de origen polaco. Los recuerdos de la infancia de Grass están atravesados por la fuerte relación que tenía con su madre: “Tengo un marcado complejo materno. Nunca he ido al psiquiatra y ésa es la fuente de toda mi creatividad”, bromeó en alguna entrevista. Lo cierto es que fue ese vínculo lo que lo llevó a dedicarse a escribir, pintar y esculpir: “Mi madre atesoraba una maleta en la que se guardaban cosas de tres hermanos suyos que ya habían muerto, dos en la Primera Guerra y el tercero a consecuencia de lo que entonces llamamos gripe española. Esa maleta conservaba tres proyectos vitales que no se acabaron de realizar. El primero quería ser poeta y había publicado versos en el pequeño periódico local. El segundo tendía hacia la pintura y en la maleta se guardaban algunas escenografías teatrales suyas. ¡El tercero quería ser cocinero! Esta idea de vidas no vividas me ha acompañado por el resto de mi existencia”.

El arte como salvoconducto, como herramienta de salvación, la literatura como un permanente trazado de caminos no andados, la posibilidad de una (o varias) vidas. Pero también como el contacto irrestricto con un pasado lacerante: “El dolor es la principal causa que me hace trabajar y crear. El escritor es un privilegiado que puede llevar las preocupaciones al papel”, explicaría sobre la naturaleza de su propia producción. El silencio de los otros funcionó como plataforma de despegue para quien llegaría a ser considerado, durante muchos años, la conciencia moral de Alemania.

Estudió pintura y escultura en su juventud hasta que comenzó a escribir. Pintura, escultura y escritura fueron tres actividades a las que se dedicó de forma alternativa. Esos tres lenguajes que le permitieron entrar y salir de esas retóricas hasta que, en su propio mundo, esos límites no fueron otra cosa más que herramientas creativas: “Muchos poemas empiezan con un dibujo –aseguraba–; cuando tengo la idea de una metáfora la plasmo sobre el papel y luego intento pasarla a dibujo para ver si se sostiene o no”. Siempre se jactó de que elegir entre una cosa u otra no constituía una ruptura, más bien un enriquecimiento.

El tambor de hojalata fue su primera novela. A partir de su publicación, en 1959, Grass obtuvo el reconocimiento que mantendría hasta el final de su vida. La Trilogía de Danzig se completa con El gato y el ratón (1961) y Años de perro (1963). Es con estas tres obras que devela el universo que lo consagró como el escritor alemán más importante de la posguerra. “Oskar hoy sería un hacker o algo así. Tendría que vencer otras resistencias”, arriesgó Grass a propósito de cuál sería la naturaleza del protagonista de El tambor de hojalata en la actualidad. Hablaba, claro, de Oskar Matzerath, aquel niño/adulto que a los tres años decidió que no crecería más. El mismo que, desde su habitación en un manicomio, relata su vida en la afamada novela.

Contó Grass que ese personaje nació por casualidad, una tarde a fines del verano de 1952, en la que se encontró observando a un grupo de adultos mientras tomaban café en una plaza. Le llamó la atención entre ellos la presencia de un niño que traía colgado un tambor. Principalmente, la entrega del chico al instrumento y su particular forma de hacer caso omiso al mundo de los adultos. Ese gesto –repetido en tantos niños cuando juegan absortos, apartados de la realidad– fue lo que picó al joven escritor: el germen de Oskar había sido plantado. La novela vio la luz siete años después. Ese pequeño Oskar real que lograba abstraerse del mundo gracias a su instrumento es retomado en el Oskar ficcional, su tambor de hojalata y su singular voz: ese hombre/niño que, gracias a su disparatada peculiaridad, es capaz de ver todo lo que lo rodea sin participar de nada. Así, en tono satírico, abordó Grass la historia política del segundo cuarto de siglo en Alemania, el surgimiento del nazismo y los efectos de la Segunda Guerra Mundial.

Luego de la trilogía, siguió una amplia colección de novelas, relatos, poesía y ensayo en la que el autor dejó plasmada su incesante preocupación por el hombre y, en sus palabras, “su infinita capacidad para encontrar formas nuevas de autodestrucción”. El rodaballo (1977), La ratesa (1986), Es cuento largo (1995), Mi siglo (1999) y A paso de cangrejo (2002) son sólo algunos títulos de su extensa obra.

“La literatura vive de las crisis, florece entre los escombros y su función es profanar cadáveres”, sostuvo Grass en un discurso en el que celebraba la obtención del Premio Príncipe de Asturias. Su incansable compromiso social lo llevó a poner siempre de manifiesto sus opiniones acerca de la agenda política del momento. Allí quedó su controversia con el escritor peruano Mario Vargas Llosa –a la que se sumaría el mexicano Octavio Paz–, quien lo acusaba de querer para América latina aquello que, según su opinión, no hubiera aceptado para países europeos. Allí quedó su crítica a la reunificación de Alemania, por considerarla apresurada. Allí quedó, también, su notorio descontento con las políticas del ex presidente norteamericano George W. Bush, a propósito de la guerra contra Irak.

Pelando la cebolla es su última gran obra. Su obra de despedida, aunque luego siguió en actividad. La cebolla como metáfora de la vida. Una vida que sólo es posible descubrir y reescribir si se va contemplando por capas. En la que cada nueva capa que se revela deja tantas otras ocultas. Cortar una cebolla es una cosa. Pelarla, sin embargo, es algo muy diferente. Las cebollas no tienen semilla, carozo o corazón: simplemente capas. Una encima de la otra.

Y es ése el legado que deja Günter Grass: capas y capas en forma de relatos, impresiones, esculturas, dibujos, pensamientos, críticas, poemas, narraciones históricas, infinidad de piezas de las que se desprenden su historia y la Historia. Intimas e inseparables.

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