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Miércoles, 10 de septiembre de 2008

CINE › LAS NUEVAS PELíCULAS DE AGNèS VARDA Y TAKESHI KITANO

El cine como autorretrato

La cineasta francesa, considerada “la abuela de la nouvelle vague”, presentó la emocionante Les plages d’Agnès. Kitano, en tanto, cerró su trilogía sobre el fracaso del artista con Aquiles y la tortuga: se extrañan sus mejores momentos.

 Por Luciano Monteagudo

Desde Toronto

¿Cómo hacer un autorretrato en cine? La historia de la pintura es pródiga en obras maestras en las que el artista se refleja a sí mismo, como objeto de su propia curiosidad, o quizá para dejar constancia del inclemente paso del tiempo. Por su propia naturaleza, que tiende antes a la narración que a la reflexión, el cine nunca le prestó demasiada atención a esta posibilidad, salvo un par de grandes nombres, como Federico Fellini, que en 8½ (1963) se animó a comparar a su set de filmación con una excéntrica carpa de circo, plagada de extraños ejemplares, empezando por el propio maestro de ceremonias. Siguiendo su estilo, mucho más sobrio y reconcentrado, Jean-Luc Godard hizo JLG/JLG-autoportrait de décembre (1995), donde se preguntaba por el grado de viabilidad del autorretrato en el cine y la relación de su medio de expresión con otras disciplinas de la historia del arte, particularmente la pintura. Y ahora, con la libertad que siempre tuvo pero potenciada por el desprejuicio que le dan sus flamantes 80 años, Agnès Varda, considerada “la abuela de la nouvelle vague”, trajo a Toronto –directamente desde la Mostra de Venecia– Les plages d’Agnès, un repaso muy subjetivo de su vida y de su obra, que es sin duda enorme y apasionante, en los más diversos campos.

Concebido a partir de la idea del autorretrato pero sin un guión previo demasiado estricto, con ese estilo derivativo que hizo de Les Glaneurs et la glaneuse (2000) una obra maestra, Varda arranca lo que ella llama su reverie, su ensueño, su fantasía, desde las playas de su infancia, en la costa belga, donde puebla la arena de espejos y recuerdos, como si fuera una instalación. Lo hace con humor y con gracia –toda la película tiene este tono bien humorado–, aprovecha para presentar a su muy joven equipo en cámara, pero ella misma se da cuenta de que aunque los nombres de esos balnearios son música para sus oídos, nada va a encontrar allí salvo su punto de partida. Y no tarda en partir hacia otros rumbos, otras playas.

Caminando como un cangrejo, de espaldas, como si fuera el pasado el que acude a ella, Varda recuerda a su padre de origen griego y a su madre francesa, el éxodo ante la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial y el refugio en un pequeño puerto pesquero francés del Mediterráneo, Sète, donde la familia vivió en un pequeño bote amarrado al muelle. Allí, Varda filmaría en 1954 su primer largo, La pointe courte, un film de referencia para las nuevas generaciones de entonces, rodado casi sin recursos y con una gran libertad estructural, en la que se permitía confundir la ficción con el documental.

Pero como la misma Varda va recapitulando –a la manera de una abuela dicharachera y excéntrica que les cuenta a sus nietos anécdotas y personajes de su vida–, la joven egresada de la Escuela de Fotografía de París ya había sido convocada en 1947 por el gran Jean Vilar, fundador del mítico Théâtre National Populaire (TNP), para registrar a su vez la experiencia del Festival de Avignon, con los más grandes actores de la escena de entonces: Gérard Philipe, Germaine Montero, María Casares... Sin abandonar nunca su pasión por la fotografía y el teatro, Vardá encontraría, sin embargo, su verdadero hogar en el cine, cuando gracias a una gestión de Jean-Luc Godard (a quien ahora en su autorretrato ella agradece, con una extraña foto en la que se le ven sus ojos tímidos, quizá por primera vez sin sus eternos anteojos oscuros) pudo filmar Cleo de 5 a 7 (1962), apenas después de que Jacques Demy, el gran amor de su vida, se iniciara con la célebre Lola (1961).

Pero Vardá no estuvo solamente en los cimientos de la nouvelle vague, sino también –como fotógrafa– en 1957 en la China maoísta, en 1962 en el apogeo de la Revolución Cubana, en el despertar del hippismo en California (cuando acompañó a Jacques Demy a su aventura hollywoodense) y en las luchas más duras del feminismo de Francia, enfrentándose incluso con la Iglesia y la policía, por el derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo. Mientras, no dejaba de filmar y de hacerse amigos: Jim Morrison de un lado del Atlántico y Jane Birkin y Serge Gainsbourg del otro. Que Varda pueda contar todas estas historias de la manera más natural, sin presumir de nada, apelando a extractos de sus propios films de ficción como documentos de su propia vida familiar, es lo que hace de Les plages d’Agnès un film no sólo original, sino también tan entretenido como emocionante.

No puede decirse que Aquiles y la tortuga sea precisamente un autorretrato, pero la nueva película de Takeshi Kitano, también presente en Toronto, es evidentemente autorreferencial, como lo eran también sus dos films anteriores, Takeshi’s (2005) y Glory to the Filmmaker! (2007). Este nuevo aporte vendría a conformar entonces una suerte de trilogía sobre el fracaso del artista. Porque de una u otra manera, las tres tienen que ver con la frustración y la impotencia de alcanzar aquello que –como la tortuga a la que Aquiles en su carrera nunca llega a igualar– es tan inasible como el arte.

El nuevo film de Kitano se inicia de manera completamente clásica, casi dickensiana, narrando el desamparo de un niño que vive todo tipo de pérdidas y padeciendo todo tipo de sufrimientos, pero sin resignar nunca su absorbente pasión por la pintura. Que poco a poco el film –cuando el propio Takeshi asume el mismo personaje ya de grande– vaya desquiciándose, volviéndose literalmente enfermizo y oscuro, le da su carácter verdadero, en la medida en que casi todas las pinturas que aparecen en la película son las que el mismo Kitano pinta y no duda en destruir. Se diría que el nihilismo que siempre fue muy propio del director es aquí más intenso que nunca, pero no por eso su cine ahora es más interesante. Se extrañan las cumbres de Sonatine, Escenas en el mar o Flores de fuego, que parecen cada vez más lejanas.

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Varda recapitula su vida y su carrera de manera natural, con un estilo no exento de humor.
 
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