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Martes, 18 de octubre de 2011

CINE › LA REALIZADORA CHILENA MARCELA SAID HABLA DE SU PELíCULA EL MOCITO

“A veces da pena y otras, uno lo odia”

El protagonista de este documental, estrenado en la última Berlinale y que se verá hoy en el DocBuenosAires, servía café en las sesiones de tortura de la DINA de Pinochet. “Lo encontramos en un momento en que le costaba discernir entre el bien y el mal”, dice Said.

 Por Oscar Ranzani

Jorgelino Vergara parece un hombre como cualquier otro. Llegó a Santiago de Chile a los catorce años, proveniente del sur del país trasandino. Pero al hilvanar su pasado, pronto se entiende que no es así. Ni por casualidad. Cuando tenía diecisiete, encontró “trabajo” en la Dirección Nacional de Inteligencia (la temible DINA). Y a partir de 1973, su misión fue servirles el café a los represores que torturaban a los detenidos por la dictadura de Augusto Pinochet. Luego pasó a la CNI (sucesora de la DINA) y fue mozo allí hasta 1984. Hasta que lo echaron. Pero de su memoria no se borraron imágenes terribles de torturas a los prisioneros. Y las cuenta en El mocito, documental realizado por la cineasta chilena Marcela Said y el francés Jean de Certeau, estrenado en la última Berlinale y que podrá verse hoy a las 19.30 en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín (Corrientes 1530), como parte de la programación del DocBuenosAires/11.

¿Víctima o victimario? Esa parece ser la pregunta que atraviesa el documental de Said-Certeau. Si se ajusta a la verdad histórica, no cabe duda de que Vergara fue cómplice de los militares. De hecho, él cuenta en el documental cómo una vez tuvo que cargar el cuerpo de un dirigente del Partido Comunista chileno en una camioneta, después de que lo asesinaran. A su favor: cuando la Justicia lo interrogó, Vergara identificó a 74 ex agentes de la DINA y relató hasta el más mínimo detalle cómo eran las sesiones de tortura que él presenció... sirviendo un cafecito a los asesinos. El mocito no es un documental informativo, sino que pone el foco en el descubrimiento de un personaje anónimo, a través del relato de ese hombre en un contexto perverso. Cuenta Said que dieron con Vergara cuando, en realidad, buscaban “a los victimarios o a la gente que había trabajado en los servicios de represión”, según comenta en diálogo telefónico con Página/12 desde Chile.

–¿Y cómo se enteraron de la vida y del rol de Jorgelino Vergara?

–En esta búsqueda que emprendimos con un periodista de investigación y con mi marido Jean de Certeau, hablábamos siempre con la policía de investigación encargada de los delitos contra los derechos humanos. Entrevistábamos a agentes y fue uno de ellos quien nos habló de este personaje. A través de ellos, llegamos a Jorgelino Vergara, más o menos con antecedentes de quién era él. Pero no sabíamos lo cinematográfico que podía llegar a resultar.

–¿Cómo convencieron a alguien que se supone que pretende el anonimato de aparecer en un documental en el que iba a ser el protagonista?

–Es que yo creo que él, por no haber sido militar sino civil, no estaba sujeto, entre comillas, a un mandato tan estricto como la ley del silencio que está impuesta entre los militares. Lo que pasó es que a Jorgelino lo habían acusado de una muerte. Cuando lo acusaron de la muerte de Víctor Díaz, él habló porque él no había sido pero sí sabía quién había sido. Y habló con el ministro de la Corte Suprema de Justicia. Como tenía una memoria de elefante, entregó muchos nombres. Y la verdad es que, después de su testimonio, el ministro procesó a 74 militares. O sea, fue el caso con más procesados en la historia de los derechos humanos. Y Jorgelino tiene la virtud de que gracias a su testimonio se supo de la existencia del Cuartel Simón Bolívar, un centro de represión y exterminio del cual no se sabía nada hasta 2007, el año en que encontraron a Jorgelino y él habló. La cosa es que, después de haber hablado, Jorgelino se escondió en el campo. Ahí es donde lo encontramos nosotros. Y en relación a cómo lo convencimos puedo decir que él, como ya había hablado, tenía miedo. Y yo le dije que iba a estar más protegido si hablaba y salía ante una cámara que si seguía escondido en el campo, donde podía encontrarlo cualquiera.

–¿Qué fue lo que más les impactó al entrevistarlo?

–La película lo refleja y tiene que ver con distintas emociones que uno puede sentir frente a alguien como Jorgelino. Es decir, sentir una cosa ambigua, no saber discernir efectivamente si él fue víctima, victimario, ambas cosas... A veces nos da pena, y otras, uno lo odia. Entonces, todo ese vaivén de emociones fue algo que nosotros sentimos con Jorgelino y que quisimos plasmar en la película para que el espectador lo confrontara directamente.

–No es lo mismo sentir culpa que sentirse inocente...

–Exactamente. El no siente ninguna culpa, sin duda. Nosotros lo encontramos en un momento en que efectivamente le costaba discernir entre el bien y el mal, hasta dónde había sido su participación, si él tenía culpabilidad o no porque no había hablado, si era cómplice. El no se daba cuenta. Con la película lo acompañamos en un proceso donde él empezó a tomar conciencia de lo que había sido su rol.

–¿Por qué no lo pensaron como un documental informativo sino como un retrato de un hombre ligado a lo siniestro?

–Porque nos parecía mucho más interesante y universal un retrato humano-psicológico de un personaje como Jorgelino que puede, al mismo tiempo, representar a un soldado en Israel, a alguien que haya participado en alguna masacre, un soldado en Irak o alguien del régimen nazi. Hay muchos documentales informativos y sabemos exactamente lo que pasó en esos cuarteles. Y tampoco queríamos ahondar en casos específicos con nombre y apellido de gente que, por ejemplo, a los argentinos no les dijera nada. Creo que la de El mocito es una historia universal, en el sentido de que ustedes pasaron por lo mismo, de que lo más probable es que personajes como Jorgelino transiten por las calles de Buenos Aires hoy en día. Y al abordarlo de una manera más universal y psicológica hace que esto sea más fuerte.

–¿Qué marcas en su personalidad notaron en alguien que prácticamente vivió en centros clandestinos de detención durante su juventud?

–Sí, durante diez años vivió ahí, y era muy joven. Lo que más me impresionó fue que cuando Jorgelino relató lo que vio, lo hizo con mucha frialdad. Y creo que es porque vio mucho y no logra sentir algo más. Incluso él dijo que, en algún momento, estuvo en un hospital porque le habían dicho que tenía un síndrome que le provocaba incapacidad de sentir. Vio demasiado horror y quedó un poco frío. Otro rasgo de su personalidad que me sorprendió mucho y que está en la película es que finalmente él es un sobreviviente. O sea, es un tipo mucho más inteligente de lo que se cree, porque ha sido capaz de sobrevivir a esta situación y lograr que no le pase nada.

–¿Cree, como él dice, que fue utilizado por los represores o más bien es una estrategia para conseguir una indemnización?

–Yo creo que ambas cosas son reales. Efectivamente, él era menor de edad. tenía dieciséis o diecisiete años. Venía del campo, era huérfano de padre y madre. Sus antecedentes indican que, de alguna manera, siendo menor de edad, era víctima de la situación o del destino. Y por otro lado, él se quedó demasiado tiempo ahí y efectivamente sacó provecho del lugar donde estaba. Y hoy en día esta cosa de la indemnización me parece la situación deseseperada de alguien que está en una condición precaria (como se lo ve) y que trata de sobrevivir y de sacar dinero de algún lado.

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¿Víctima o victimario? Esa parece ser la pregunta que atraviesa el documental de Said-Certeau.
 
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