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Viernes, 4 de noviembre de 2011

CINE › EN TV EL MOCITO, DE MARCELA SAID Y JEAN DE CERTEAU

Reconstruyendo el horror

El documental chileno que, tras su paso por la Berlinale y la última edición del DocBuenosAires, emitirá en la trasnoche de hoy Canal 7, retrata al hombre que, de joven, servía café en las sesiones de tortura de la dictadura de Pinochet.

 Por Horacio Bernades

Cuando llegó a Santiago, a mediados de los ’70, Jorgelino Vergara –por entonces un muchacho de 16 años– se presentó a trabajar en la casa de un señor que, muy conforme con su desempeño, se lo llevó con él a su lugar de trabajo. El señor era general del ejército, se llamaba Manuel Contreras y hacía poco tiempo que había fundado la DINA, los servicios secretos chilenos. Trabajaba en el cuartel Simón Bolívar, uno de los siete centros de detención clandestina que él mismo había creado, poco después del golpe de Pinochet. La eficiencia de quienes se desempeñaban en ese cuartel fue absoluta: ni un solo prisionero salió vivo de allí. Jorgelino Vergara asegura no haber participado de las sesiones de tortura. Se limitaba a servir el café, darles de comer a los prisioneros, cargar con algún cadáver eventualmente. Le decían “el mocito”. Ese, El mocito, es el título del documental que, tras su paso por el Festival de Berlín y la última edición del DocBuenos Aires, emitirá en la trasnoche de hoy el programa Ficciones de lo real, que el crítico cinematográfico Diego Brodersen conduce en la Televisión Pública.

Calvo, fornido y de gruesos bigotes, al día de hoy Jorgelino Vergara anda por los cincuenta. En alguna foto familiar luce un arma en la cintura. En algún momento va a hacer puntería a una kermesse, en compañía de su hija. En algún otro momento se lo ve practicando con un nunchaku, arma de artes marciales a la que en Chile llaman linchaco. Más allá de su aspecto marcial y su gusto por las armas –que se completan con un sombrero llanero, que recuerda al del Malevo Ferreira–, él asegura no haber hecho otra cosa que servir café, allá en el cuartel. Cuando quisieron endosarle la muerte de un prisionero (nada menos que Javier Díaz, líder del PC chileno en aquel entonces), él respondió presentándose a la Justicia y denunciando a setenta y cuatro ex miembros de la Brigada Lautaro y el Grupo Delfín, los dos grupos de tareas que operaban en el cuartel Simón Bolívar. Eso fue en 2007, y al día de hoy los setenta y cuatro se hallan procesados. Uno de ellos es el jefe de la Brigada, el coronel Juan Morales Salgado, con quien, de modo casi inexplicable, Vergara departe amablemente en una escena de El mocito.

Que Morales Salgado esté en libertad, aunque se halle procesado bajo graves cargos, no debe sorprender. Según informa un cartel al comienzo de El mocito, de los 260 ex militares condenados en Chile por violaciones a los derechos humanos, sólo 51 cumplen pena efectiva. De hecho, en julio del año pasado, Morales Salgado concedió una entrevista al diario La Nación, no precisamente desde la cárcel. Allí aseguraba tener “un sentimiento de inocencia total”. “No tengo nada que ver en este caso”, refrendaba. Algo parecido alega Jorgelino. “Siempre fue un mentiroso, nunca le creímos nada”, dicen un par de ex vecinos en El mocito. En alguna entrevista, Marcela Said, co-realizadora de El mocito junto al francés Jean de Certeau, aseguró haber tomado con pinzas todo lo que Vergara decía. Aunque mucho no dice, en verdad. Es explicable: cuando los realizadores dieron con él, Jorgelino ya había denunciado a sus antiguos compañeros, por lo cual vivía en estado de paranoia.

A la hora de reconstruir el horror, sin embargo, Vergara lo hace sin reservas. En el edificio que alguna vez fue cuartel señala el lugar en el que estaba “la parrilla” (la cama de hierro en la que se ataba a los prisioneros para pasarles electricidad, como para la misma época se hacía en Argentina) o la pared en la que los colgaban. Allí, en el cuartel Simón Bolívar, la dirigencia clandestina del Partido Comunista chileno fue exterminada en pleno. Incluyendo a Víctor Díaz, de cuyo cuerpo “empaquetado” (sic) el mocito dispuso, por orden de sus superiores. Amparado en la alegación de inocencia, Vergara consulta ante un abogado la posibilidad de reclamar una indemnización al Estado, por los daños ocasionados. ¿Se referirá tal vez a que en 1985 fue despedido, sin cobrar la debida indemnización y sin que jamás se supieran los motivos? Reunido con los hijos de uno de los prisioneros, Vergara les pregunta si quieren saber quiénes fueron los torturadores de su padre. Luego toma una libreta, una birome y comienza a escribir, nombre por nombre, con la misma precisión con que unos años antes le dio setenta y cuatro nombres a la Justicia chilena.

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Jorgelino Vergara era un muchacho de 16 años cuando empezó a “trabajar” en la DINA.
 
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