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Jueves, 23 de mayo de 2013

CINE › ONLY GOD FORGIVES Y LES SALAUDS

Miserias familiares

La película del danés Winding Refn se presentó en competencia oficial, mientras que el film de Claire Denis participa de la sección Un Certain Regard. Ambas tienen a la venganza como tema.

 Por Luciano Monteagudo

Desde Cannes

La venganza es un plato que se sirve frío, dice el proverbio. Pero el Festival de Cannes ha decidido servirlo caliente y por partida doble, con los estrenos mundiales, recién salidos del horno, de Les salauds (Los bastardos), de la francesa Claire Denis, y Only God Forgives (Sólo Dios perdona), del danés Nicolas Winding Refn, dos de los directores más celebrados por la comunidad cinéfila internacional. Y ambos tienen la venganza como tema casi único y excluyente de sus respectivas películas, a cual más violenta. Tanto que la proyección de prensa del film de Winding Refn –en competencia oficial– terminó con la enorme sala del Grand Théâtre Lumière del Palais des Festivals con una guerra de abucheos y aplausos, entre quienes deploraban el exceso de violencia que había desplegado el director danés y aquellos que elogiaban su estilo.

El estilo por el estilo mismo parece, en todo caso, el mayor problema de Only God Forgives, que vuelve a reunir a Winding Refn con Ryan Gosling, el protagonista de Drive, la película anterior del dúo, recompensada un par de años atrás aquí en Cannes con el premio al mejor director. Ya en Drive todo apuntaba al triunfo del estilo por sobre el contenido, pero –a fuerza de filtrar, de destilar, de sintetizar– la película alcanzaba una suerte de verdad abstracta, capaz de dialogar con todo un costado de la historia del cine: con los héroes violentos y silenciosos de Sergio Leone y con la ética de los samuráis de Jean-Pierre Melville. Aquí en Only God Forgives la acción se traslada a los suburbios más sórdidos de Bangkok y el nuevo film de Winding Refn se presenta en cambio como una extraña cruza entre el cine oriental de artes marciales (o lo que un danés puede interpretar de allí) y el universo onírico de la obra de David Lynch.

La luz nimbada, rojiza, deliberadamente infernal del turbio salón de kickboxing que regentea Julian (Gosling) sería una obviedad si no fuera porque el diseño de arte y de iluminación está llevado a tal extremo de artificio que nada de lo que se ve puede ser leído en clave realista. Más que un sueño, el mundo en el que vive Julian –tan lacónico e inexpresivo como el conductor de Drive– parece directamente una pesadilla. Una pesadilla en la que aparecen personajes recurrentes, que pueden ser leídos en clave freudiana.

En primer lugar, la figura de un padre punitivo y –literalmente– castrador, en la medida en que su arma preferida es un sable con el que inflige las muertes más terribles a sus enemigos. E incluso a quienes no lo son. No es de extrañar que este personaje sea también una representación de la autoridad, un jefe policial que se comporta con la omnipotencia del dios al que alude el título de la película. La otra figura dominante sobre la conciencia de Julian es su madre (Kristin Scott Thomas), que llega de los Estados Unidos para vengar la muerte de su hijo mayor, ejecutado por ese policía todopoderoso. Suerte de Medea siniestra, mezcla de bruja de cuento infantil y traficante de drogas (Scott Thomas nunca debe haber interpretado a un personaje tan a contrapelo de su modosa imagen habitual, y quizás nunca estuvo mejor), esa madre no dejará de humillar al hijo que le ha quedado vivo. Y a quien le reprocha tanto su cobardía como su falta de virilidad, al recordarle que su hermano muerto tenía un pene mucho más grande que el suyo. Empujado por el destino, Julian no tendrá más remedio que buscar un enfrentamiento definitivo con esa figura paterna, como una forma de volver a probar el calor del vientre materno. Probarlo también literalmente, en una de las escenas más shockeantes de una película en donde no escasean, precisamente.

Exhibido en el marco de la sección Un Certain Regard, Les salauds también trabaja el tema de la familia como una institución esencialmente cruel, punitiva y violenta, pero de una manera muy distinta al film del director danés. Mientras Winding Refn no deja resquicio para que se filtre la realidad cotidiana, por el contrario Claire Denis se apoya en una realidad reconocible para ir transfigurándola hasta convertirla en una noche hostil.

Un capitán de barcos de ultramar, llamado Marco (Vincent Lindon, de regreso al universo Denis después de su experiencia con ella en Vendredi soir, una década atrás), es convocado de urgencia a regresar a París. Su hermana menor le pide ayuda. Y ciertamente la necesita: su marido se acaba de suicidar y su hija adolescente fue encontrada con signos de haber sido abusada y torturada sexualmente. Quiere vengarse de quien ella sospecha es el hombre que llevó a la bancarrota a su marido y habría vejado a su hija: un millonario (Michel Subor, otra presencia habitual en el cine de Denis) a quien no es difícil asociar con Dominique Strauss-Kahn, famoso tanto por su poder económico como por sus abusos sexuales y orgías. Pero la investigación de Marco, que involucra a la esposa del millonario (Chiara Mastroianni, estupenda, como siempre) llegará demasiado a fondo, al descubrir que el incesto era parte de un juego en el que la muchacha no se negaba a participar.

Hacía mucho que Claire Denis –desde los tiempos de Trouble Every Day (2001), su singular versión de un film de vampiros– no hacía un film tan oscuro y sangriento. En Les salauds no hay nada de la áspera ternura de 35 rhums. Su nueva película expresa una rabia que, se diría, proviene de la indignación. De la indignación que provoca el poder, la ostentación, la corrupción del dinero. Los bastardos de los que habla el título de su película son los que hacen plata a cualquier precio, los grandes burgueses, los poderosos, que convierten sus vicios privados en una virtud pública. Y, como siempre, la directora Claire Denis está del lado de la gente de trabajo, de su ética y de su nobleza.

Pero a no confundirse: Denis no es Ken Loach. Su cine avanza de manera zigzagueante, con secuencias sensuales plenas de misterio, por medio de olas de sentido hechas de elipsis, por el enigmático ritmo interno de personajes mecidos por la música d0e Tindersticks, la misma banda con la que viene haciendo bailar su cine desde hace quince años.

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Imagen: EFE
 
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