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Domingo, 19 de octubre de 2014

CINE › LIBROS DE ROBERT BRESSON Y JEAN EPSTEIN EDITADOS EN LA ARGENTINA

El cine como una forma de escritura

En las librerías porteñas coinciden dos volúmenes imprescindibles para los cinéfilos: Bresson por Bresson, recopilación de entrevistas al gran autor de Mouchette, y El cine del Diablo, un ensayo de Jean Epstein celebrado por Jacques Rancière.

 Por Diego Brodersen

Robert Bresson y Jean Epstein, grandes directores franceses que fueron también importantes pensadores sobre el cine.

Por esas casualidades de la errática edición de libros sobre cine en nuestro país, dos volúmenes con el nombre de sendos realizadores franceses en sus portadas –uno de ellos un maestro indiscutido y canonizado, el otro un cineasta hoy algo olvidado por las mayorías cinéfilas– vieron la luz de las librerías con apenas algunas semanas de diferencia. Una más que excelente noticia en un mercado –el de las ediciones dedicadas al séptimo arte– cada vez más empequeñecido, relegado en gran medida a las editoriales independientes y, en algunos casos, artesanales. Un dato a favor de las ediciones locales de Bresson por Bresson, libro que compila una gran cantidad de entrevistas al insigne director de Un condenado a muerte se escapa, Mouchette y El dinero, y El cine del Diablo, ensayo filosófico firmado por Jean Epstein y publicado originalmente en francés en 1947, es que se trata de ediciones muy cuidadas, tanto en diseño como estilo tipográfico, y que además cuentan con excelentes traducciones al español, tarea nada sencilla, particularmente en el segundo de los títulos.

Editado por El Cuenco de Plata, la editorial dirigida por el escritor Edgardo Russo, Bresson por Bresson es una cantera inextinguible de pensamiento bressoniano, ideal para ser acompañada por un visionado de toda su filmografía, aunque esto no sea algo excluyente. Lo de cantera no es casual: al tratarse de un digesto de entrevistas realizadas a lo largo de su extensa carrera por periodistas y críticos de cine de diversas extracciones y tendencias (del Godard cahierista a un anónimo cronista de Unifrance), el libro no ofrece respuestas rápidas a las preguntas que todo iniciado en el mundo del realizador tiende a hacerse, y debe, en cambio, leerse como quien horada una mina en busca de material precioso. Esas gemas surgen aquí y allá, súbitamente, cuando el lector menos las espera, y las 300 páginas del libro las ofrecen en cantidad. Al mismo tiempo, al tratarse en varios casos de entrevistas cercanas temporalmente –el volumen está ordenado cronológicamente, comenzando por su debut con el cortometraje Los asuntos públicos (1934) y cerrando con El dinero (1983), su canto de cisne–, existe cierta repetición de ideas y conceptos, aunque esto nunca se transforma en algo molesto durante la lectura. Es gracias a esa estricta cronología que el libro permite observar cómo el pensamiento de Bresson –su estética y ética cinematográficas, indisolubles e indiscernibles– va desarrollándose y evolucionando.

Uno de los aspectos más llamativos de su cine (o, al menos, algo que surge espontáneamente al acercarse por primera vez a una de sus películas) es la cuestión de la dirección actoral de sus protagonistas, en su mayoría no profesionales, del particular tono en el cual estos actores y actrices (él prefería llamarlos modelos) se mueven y, fundamentalmente, hablan en sus obras. “Hay actores maravillosos que admiro en el teatro. (...) Pero creo en el lenguaje muy particular del cine, creo que el cine tiene un lenguaje propio, medios propios, y que no debe buscar expresarse por medios que son los del teatro (mímica, efectos de voz, gestos, etcétera)”, responde en una entrevista de Cahiers du Cinéma a propósito de Un condenado a muerte se escapa. Unas páginas después, acerca de la dicción supuestamente “monocorde” –palabra textual del entrevistador– de sus protagonistas, Bresson responde que esa dicción “no es monocorde, es verdadera, quiero decir: justa”.

Tal vez el núcleo teórico y práctico (“primero trabajo, luego reflexiono”) de todas estas cuestiones, que se relacionan fuertemente con sus ideas de puesta en escena, no sean otra cosa que corolarios de uno de los leitmotiv creativos en toda su filmografía: el cinematógrafo –como insistía en llamarlo– es algo bien distinto del cine, al que solía relacionar con la idea de teatro filmado, de reproducción de otro arte, el que se desarrolla sobre las tablas. “El cine no es un espectáculo, es una escritura.” El cineasta confiesa en varias de las entrevistas incluidas en Bresson por Bresson no ver casi películas de otros realizadores. “Vi La pasión de Juana de Arco (el film mudo de Carl Dreyer) hace dos años. En ese momento el malestar fue muy grande. Entiendo que en su época ese film haya producido una pequeña revolución, pero ahora no veo en los actores más que horribles payasadas, muecas espantosas que me hacen huir”, confiesa en 1957, cinco años antes de embarcarse en su propia –y muy diferente– versión del interrogatorio, calvario y muerte de la famosa guerrera y mística francesa.

“¿Le gustan los films de Mizoguchi?”, le preguntan en otro reportaje. “Solamente vi uno, cuyo título no recuerdo. Me gustó. Ese japonés tiene cierto sentido del cinematógrafo, indefinido, extraño (...) fuera de toda fabricación y de toda convención.” Bresson, como otro director japonés de apellido Ozu, sólo utilizaba lentes de 50 mm durante el rodaje. La elección de una técnica o un procedimiento por sobre otros no es producto del capricho, mucho menos de la tozudez, sino de una forma de mirar el cine, el mundo y el alma humana. “Cambiar en todo momento de objetivo sería como cambiar de anteojos.” Cineasta encarecidamente enamorado de la imagen cinematográfica de objetos, rostros y manos, la de Bresson es también una obra profundamente espiritual. En 1971 un periodista de Le Monde le preguntó si era creyente. Su respuesta: “Sí. Los no creyentes no me molestan. (...). En cambio, el clero impregnado de materialismo me molesta”.

El cine del Diablo (Editorial Cactus) pertenece a otra raza, aunque su lectura es igualmente estimulante y reveladora. Jean Epstein es conocido hoy en día casi exclusivamente por su film experimental La caída de la casa Usher, que contó con la participación de Luis Buñuel en el rol de asistente y de Abel Gance en un papel secundario del reparto. Pero títulos como Coeur fidèle (1923), Mauprat (1926) o Finis terrae (1929) –recientemente editados en Francia, en versiones restauradas, en un bello coffret de DVD– lo confirman como una de las voces más inteligentes y sensibles del cine francés de los años ’20 y ’30. En paralelo a su carrera como metteur en scène, Epstein dedicó más de un esfuerzo a la reflexión y escritura sobre el cine, un arte del cual se pregunta si no pertenece a un linaje “antidogmático, revolucionario y libertario, en una palabra, diabólico”. Metáfora que puede llevar a confusión a aquel que juzgue el contenido del libro por la portada, el Diablo no es, para el autor, el origen de todos los males sino, muy por el contrario, el máximo responsable de todo aquello que hace mover a la raza humana: investigar, crear, reflexionar, inventar.

En el primer capítulo, cuyo sugestivo título es “Acusación”, plantea la posibilidad de que el aparato cinematográfico consiga el mismo estatus de instrumento para el descubrimiento y el progreso del pensamiento que el telescopio o el microscopio. En ese sentido, puede advertirse desde los primeros párrafos un rechazo a la idea del cine (de los films) como ilustración de obras preconcebidas o bien como la sumatoria de artes ya establecidas y legitimadas: la idea del “séptimo arte” acuñada por Ricciotto Canudo. Es allí donde el pensamiento de Epstein se acerca, hasta casi yuxtaponerse, al de Bresson. Unas cien páginas más tarde, casi cerrando el libro, afirma que “al frecuentar las salas de cine, el público desaprende a leer y a pensar como lee o escribe, pero se habitúa a mirar y a pensar como ve”. Antes, en un párrafo que anticipa en varias décadas ciertas ideas incluidas en los dos famosos tomos sobre cine del filósofo Gilles Deleuze, el cineasta afirma que “en la historia del desarrollo intelectual de la humanidad”, la mayor importancia de la invención del cinematógrafo será “conducir el espíritu a modificar profundamente sus nociones fundamentales de forma y de movimiento, de espacio y de tiempo”.

El de Epstein es un libro breve e intenso, que dispara dos o tres conceptos por página con una claridad e intensidad que puede hacer sonrojar a aquel lector acostumbrado a leer o escribir textos más académicos. Sin jerga de por medio, sin necesidad alguna de tirar una estantería de autores en la cabeza del lector, El cine del Diablo piensa al mundo y al ser humano a partir del invento de los hermanos Lumière y Edison. No es, entonces, un libro de cine sino sobre el cine. Tal vez el futuro, que ya llegó (han transcurrido 67 años desde su publicación), no le ha dado la razón a Epstein en algunas de sus proposiciones. Pero muchas de ellas –como lo celebró Jacques Rancière, el primero en redescubrir sus textos– siguen siendo tan válidas hoy como en el momento de la escritura: “Si en lugar de pretender imitar los procedimientos literarios, el film se hubiese ejercitado en emplear los encadenamientos del sueño y de la fantasía, habría podido constituir ya un sistema de expresión de una extrema sutilidad, de una extraordinaria potencia y de una rica originalidad”.

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