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Jueves, 11 de diciembre de 2014

CINE › UNA BUENA MENTIRA, DEL CANADIENSE PHILIPPE FALARDEAU

Miserablemente tranquilizadora

 Por Juan Pablo Cinelli

Una larga fila de personas espera en un miserable campamento de refugiados en Sudán, Africa. Al final de la cola, cuatro jóvenes evidentemente pobres (y negros, claro) hablan entre felices y asustados del inminente viaje que los sacará de ahí para llevarlos a los Estados Unidos. Uno de ellos lleva una remera sucia con la leyenda “Just do it” en el pecho. “No sabíamos que el mundo era diferente de nosotros”, dice uno de ellos (la voz en off de uno de ellos, que es peor) al recordar aquel momento desde algún lugar en un futuro mejor. Esa sola afirmación hace suya una verdad que representa una declaración de principios que excede a la película, porque pretende ser una definición terminante de cómo es el mundo. Según ella, el mundo no es el que los protagonistas conocen y en el que vivían y viven los millones de refugiados que producen las guerras étnicas en el Africa subsahariana, sino que el mundo real es ese que los cuatro chicos negros están a punto de conocer, viaje en avión mediante. Clásico exponente de cine biempensante que de tan políticamente correcto acaba siendo condescendiente con todo el mundo (personajes y espectadores), Una buena mentira es un ejemplo oportuno que hace gráfico el dicho popular que afirma que de buenas intenciones está pavimentado el camino al infierno. Tan cabal es la intención del director canadiense Philippe Falardeau (el mismo de Profesor Lazhar) y de su guionista Margaret Nagle de dar una lección de vida, que no pierden ni una escena en dejarlo bien claro.

Porque una sola escena es lo que necesita Una buena mentira para dejar a mucha gente fuera del mundo de un plumazo. De nada servirá retroceder hasta la infancia de esos chicos para mostrar de forma gráfica el modo en que sus familias fueron masacradas por un ejército al que no es necesario ponerle un nombre, porque está claro que son los malos de siempre, una excusa para que los buenos entren en acción. Por eso tampoco importan mucho las especificaciones históricas, porque la guerra de Sudán en los ’80 o cualquier otra dan lo mismo. Lo importante es enseñar al espectador, que está cómodo en su butaca, la suerte que tiene de vivir dentro del mundo y de ver, gracias al cine, lo mal que lo pasa el otro. La película es entonces miserablemente tranquilizadora y los siguientes pasos son de manual. Primero aligera las cosas con algunos pasos de comedia, provistos por la vieja rutina del buen salvaje: los chicos llegan a la civilización y los sorprende que las luces se enciendan tocando un botón, el agua salga de las canillas y otras gracias por el estilo. La frutilla del postre es el anuncio, justo antes de los créditos finales, de que los protagonistas no son actores sino verdaderos refugiados jugando a ficcionalizar lo que antes sufrieron en carne propia. Un recurso muchas veces lícito, pero que aquí pretende hacer pasar al cine por documento histórico, un avatar de la verdad.

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