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Sábado, 14 de marzo de 2015

CINE › UN TEXTO MEMORABLE DE SERGE DANEY SOBRE STALKER, DE ANDREI TARKOVSKI

La presencia física de los elementos

El ciclo que a partir de hoy le dedica el Kino Palais al extraordinario director ruso amerita volver sobre la nota en que el gran crítico francés se refirió en su momento a su obra maestra, inspirada en la novela sci-fi de los hermanos Strugatski.

 Por Serge Daney *

No olvidar jamás
que en “metafísica”,
aun en ruso, está “física”.

Stalker es un film soviético, pero to stalk es un verbo inglés. To stalk es, precisamente, “cazar al acecho”, una manera de aproximarse caminando, una marcha, casi una danza. En el stalk, la parte del cuerpo que teme se queda atrás y la que no teme quiere ir adelante. Con sus pausas y sus pavores, el stalk es la marcha de aquellos que avanzan en territorio desconocido. En Stalker, el peligro está en todos lados, pero no tiene rostro. El paisaje tampoco tiene límites, ni horizontes, ni norte. Hay allí tanques, fábricas, canalizaciones gigantes, una vía férrea, un cadáver, un perro, un teléfono que siempre anda, pero todo está a punto de desaparecer bajo la vegetación. Este paisaje industrial fósil, este ápice de siglo XX convertido en capa geológica (Tarkovski fue geólogo en Siberia de 1954 a 1956, algo de eso conserva) es la Zona. No se entra en la Zona, uno se desliza dentro de ella de modo ilegal (la guardan soldados). Una vez dentro no se camina, se “stalkea”.

En el cine ya hemos visto vagabundeos urbanos, cowboys que avanzan coquetamente dando pequeños pasos antes de disparar, patinadas de locos, parejas que bailan: jamás vimos el stalk. El film de Tarkovski es ante todo un documental sobre una cierta manera de caminar que puede no ser la mejor (sobre todo en la URSS), pero que es lo único que queda cuando todos los puntos de referencia han desaparecido y ya nada es seguro. De modo que se trata de algo que se hace por primera vez: una cámara sigue a tres hombres que acaban de penetrar en la Zona. ¿Dónde aprendieron esa marcha tortuosa? ¿De dónde vienen? ¿Y de dónde esa familiaridad con esa tierra de nadie? ¿Será la falsa familiaridad del turista que no sabe adónde ir, qué mirar, qué temer?

Tarkovski, adaptando libremente una novela de ciencia-ficción de los hermanos Strugatski, imagina que al cabo de un accidente misterioso una parte del planeta se ha vuelto distinta, peligrosa, y que se impide su acceso. La Zona es esta “parte maldita”, vuelta al estado salvaje, reserva de fantasmas, territorio de una lúgubre belleza. Como espectador, imposible no “stalkear” en el bosque de símbolos que constituye el film. El guión de Tarkovski es una máquina suficientemente infernal como para no excluir a priori ninguna interpretación. Es como una “posada española”, a la que uno lleva su propia comida. La Zona quizás sea el planeta Tierra, o el continente soviético, o bien nuestro inconsciente, o el film mismo. El stalker puede muy bien ser un mutante, un disidente, un analista salvaje, un sacerdote a la búsqueda de un culto, un espectador. Se puede “jugar a los símbolos” con el film, pero es un juego del que no hay que abusar (no más con Tarkovski que con Fellini o Buñuel, otros grandes humoristas de la interpretación). Por otra parte, la novedad y la belleza de Stalker están en otro lado.

Cuando el film acaba, cuando uno está un poco cansado de interpretar, cuando hemos comido todo lo que llevábamos, ¿qué queda? El propio film, exactamente. Las mismas insistentes imágenes. La misma Zona con la presencia del agua, el siniestro chapoteo, los metales herrumbrados, la vegetación voraz, la humedad. Como todo film que desencadena en el espectador un furor interpretativo, Stalker impresiona por la presencia física de los elementos, su terca existencia, su manera de ser ahí. Incluso si no hubiera nadie para verlo, para acercarse a ellas o para filmarlas. Esto no es de ayer: ya Andrei Rublev había tenido el barro, ese grado cero de la forma. En Stalker hay una presencia orgánica de los elementos: el agua, el rocío, los charcos embeben la tierra y roen las ruinas.

Un film se puede interpretar. Este se presta a ello (incluso si en última instancia se sustrae a la interpretación). Pero nadie está obligado. A un film también se lo puede mirar. Se puede acechar en él la aparición de cosas que jamás se hayan visto en un film. El espectador-escucha ve cosas que el espectador-intérprete ya no puede ver. El que acecha permanece en la superficie, porque no cree en el fondo. Stalker es una fábula metafísica, un curso de moral, una lección de fe, una reflexión sobre los fines últimos, una búsqueda, todo lo que se quiera. Es también un film en el que, por primera vez, nos cruzamos con cuerpos y rostros que vienen de un lugar que no conocemos más que de oídas y de leídas. Un lugar del que pensábamos que el cine soviético no había guardado ninguna traza. Ese lugar es el Gulag. La Zona es también un archipiélago. Stalker es también un film realista.

* Publicado en el diario Libération, el 20 de noviembre de 1981. Tomado de Cine, arte del presente (Santiago Arcos Editor, Argentina, 2004). Edición: Horacio Bernades.

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Andrei Tarkovski (1932-1986) durante el rodaje de El espejo (1975).
 
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