Jueves, 14 de enero de 2016 | Hoy
CINE › EL FILM MáS RABIOSAMENTE POLíTICO DEL REALIZADOR
Sobre todo en su primera parte, Tarantino desarrolla la narración más clásica de su carrera. Con sus habituales referencias cinematográficas, el film ofrece de todos modos un buen abanico de vueltas de tuerca y se apoya en actuaciones descollantes.
Por Diego Brodersen
Tarantino lo hizo de nuevo. Su noveno largometraje (octavo según sus propios cálculos, que hacen de Kill Bill una unidad indivisible) volvió a separar las aguas y a generar toda clase de polémicas: que se repite e incluso copia a sí mismo, que arremete con una misantropía que es pura pose, que su duración de casi tres horas y el rodaje en un formato extinto habla a las claras de una pretenciosidad sin límites, que es aburrida y superficial. Los 8 más odiados tiene varios puntos de contacto con su película inmediatamente anterior, Django sin cadenas –en principio, una filiación lejana con el western y, por lo tanto, también con el período histórico en el cual transcurren ambos relatos–, pero una mirada un poco menos superficial revela rápidamente que las diferencias superan a las similitudes. Fraccionada en dos mitades –explícitamente, mediante un intermedio, en su versión roadshow, exhibida en apenas unas cien salas en todo el mundo y proyectada en el resucitado sistema analógico Ultra Panavision 70–, la primera de ellas resulta lo más cercano a una narración clásica que el director de Pulp Fiction haya abordado en su carrera. Todo lo contrario de Django.
El encuentro entre el cazarrecompensas John Ruth (enorme, inimitable Kurt Russell), su par el mayor Marquis Warren (nuevamente, Samuel L. Jackson) y la líder de una banda de criminales, Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh, en un papel antológico), da inicio a un breve paseo en medio de parajes nevados, escapando de una tormenta en ciernes, que remite al viaje en diligencia con el cual John Ford regresó el western en 1939. Paisajes que encuentran en la fotografía del veterano Robert Richardson la excusa ideal para un sucinto despliegue panorámico que el formato de rodaje parecía habilitar como un canto de sirena. Un cuarto personaje, futuro sheriff del pueblo cercano (Walton Goggins), se sube a último momento al carruaje antes de enfilar hacia un aislado albergue donde, puertas adentro, transcurrirá el resto de la historia. Antes de eso, las tensiones políticas y raciales hacen eclosión dentro del reducido espacio del carromato; en esos extensos y floridos diálogos que funcionan como presentación y descripción de los personajes, Tarantino sienta pacientemente las bases de la escalada de violencias de varios tipos que esperan a la vuelta de la esquina, en la segunda mitad del film.
Con la diligencia aparcada en la “mercería” de Minnie –en realidad, una hostería/ restaurante/ bar/ posta y varios etcéteras–, cuatro nuevos personajes son presentados en la pequeña sociedad: un general del Ejército Confederado (Bruce Dern), el verdugo británico interpretado por Tim Roth, un vaquero con ansias de regresar al seno materno (Michael Madsen) y un paisano mexicano temporalmente a cargo del lugar. Claro que no todo es lo que parece ser (pocas cosas lo son, en realidad), y el film tiene reservadas varias sorpresas a partir del momento en que el primer disparo, a los noventa minutos de proyección, deje atrás retóricas secesionistas y disputas raciales más o menos civilizadas para dar paso al enfrentamiento y el daño físicos, primer escalón de una carnicería que no permitirá treguas, pero nunca dejará de lado su costado paródico. Como en un whodunit clásico –con Jackson haciendo las veces de improvisado Sherlock “de color”–, el encierro y la paranoia que el film ya había hecho propios se vuelven aún más pronunciados, a tal punto que (como muchas reseñas publicadas en estos días mencionan acertadamente) Tarantino parece hacerse eco de esa otra reclusión helada, la de El enigma de otro mundo, casualmente o no también con Russell como protagonista.
Viniendo de quien viene, allí están desplegadas las infinitas referencias a películas y realizadores, desde el Brian de Palma de los 70 y 80 (incluida una reutilización de su famosa split screen que simula no serlo) hasta un breve plano de altura que remite a otros similares en La conquista del Oeste, uno de los dos largometrajes de ficción rodados en el sofisticado sistema Cinerama. Como ocurría con ese formato de tres cámaras, el sistema de lentes Ultra Panavision no permite mucha cercanía con los actores, problema técnico reencauzado por Tarantino y equipo como virtud formal. En pleno control de las herramientas técnicas y narrativas, Tarantino utiliza la profundidad de campo con fines estéticos y dramáticos y cada recoveco del lugar, como así también la ubicación de los personajes y la posición de la cámara, funcionan como instrumentos y notas musicales en una composición. Nada más alejado del teatro filmado. A propósito de la música, Los 8 más odiados es dueña de la banda de sonido más moderada y minimalista en toda la carrera del realizador, enmarcada por una magnífica nueva composición de Ennio Morricone.
Como el título lo anticipa –y los dos flashbacks que atraviesan el presente narrativo lo confirman con creces–, todos los personajes parecen ser dueños de una intensa amoralidad. Una segunda visión del film, con un espectador que ya conoce las vueltas de tuerca y los misterios ya no son tales, permite avizorar una estructura similar a un rompecabezas, cuyas piezas construyen un mundo violento, alejado de la idea de civilidad, cercano en esencia no tanto al western norteamericano clásico como a su par italiano de los años 60 y 70. Universo que Tarantino toma prestado para erigir otro, un estado de la unión en total putrefacción –políticamente incorrectísimo según las reglas del cine contemporáneo–, donde el racismo, la xenofobia, el sexismo y el odio a secas caminan de la mano con la ley del más fuerte. Una vez que la sangre comienza a brotar, literalmente, a borbotones y la presa femenina, bañada en el vital líquido de algunos de sus compañeros de estancia (como una Carrie sin poderes y por ello aún más salvaje), abandona la pasividad para transformarse en una pieza fundamental del destino de los personajes, las máscaras terminan de caer. La última escena, inusualmente desa- gradable y perturbadora, es la que permite que muchos afirmen que Tarantino ha realizado su película más cínica e irresponsable. Sin embargo –gracias a la lectura de un texto apócrifo con el encanto de lo fundacional y esa ingente pila de cadáveres fuera de campo como sedimento–, bien podría pensarse que el viejo Quentin ha hecho su film más secreto y rabiosamente político. Y sin dejar de jugar siquiera por un segundo.
The Hateful Eight;
Estados Unidos, 2015
Dirección y guión: Quentin Tarantino.
Fotografía: Robert Richardson.
Montaje: Fred Raskin.
Música: Ennio Morricone.
Duración: 167 minutos.
Intérpretes: Samuel L. Jackson, Kurt Russell, Jennifer Jason Leigh, Walton Goggins, Demián Bichir, Tim Roth, Michael Madsen, Bruce Dern.
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