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Domingo, 19 de noviembre de 2006

CINE › RUSSELL CROWE, MUY LEJOS DE SU FAMA DE PERSONAJE INTRATABLE

“Uno debe rebelarse, negarse a ser usado como un objeto”

El actor neozelandés da un vuelco en su nueva película, Un buen año, donde Ridley Scott ensaya un paso de comedia. Y habla de su especial relación con el director, los peores vicios de Hollywood y su grupo The Ordinary Fear of God sin fruncir el ceño.

 Por Eugenia de la Torriente

Desde Madrid *

Logró el éxito interpretando a tipos duros. El mismo tiene fama de serlo. Pero a los 42 años, el actor neozelandés desafía el tópico: se reúne con Ridley Scott para filmar una comedia ligera y se retrata como un hombre sensible y familiar. Fue un incorregible seductor, una estrella irascible y agresiva, un rockero incomprendido y un profesional laureado. Son algunos de los papeles que Russell Crowe ha interpretado: no en la pantalla, sino en las revistas, en las galas o en la televisión. Una galería de encarnaciones a la que ahora el actor de Gladiador se esmera en añadir otra: la de un hombre tierno y entregado a la paternidad. “Las resacas no se llevan bien con los bebés”, afirma en el texto de su último disco, My Hand, My Heart, publicado después del nacimiento de su primer hijo, Charlie, en diciembre de 2003. El pasado mes de julio, él y su mujer, Danielle Spencer, tuvieron un segundo hijo, Tennyson. Y son esos tres nombres los que más repite Crowe durante una fugaz visita a Madrid para promocionar su última película, Un buen año, dirigida por Ridley Scott.

Su buen humor desconcierta en la rueda de prensa, en la sesión de fotos y en las entrevistas para televisión. Y su amable locuacidad desbarata cualquier previsión. ¿Dónde está el hombre huraño, maleducado, antipático y fiero que pintan las entrevistas, el energúmeno que lanza teléfonos a la cabeza de los empleados de hotel? Exista o no, hoy no se hizo presente. La bestia está aplacada. Crowe habla de una película luminosa y feliz y está a tono. Se volvió a reunir con Scott, pero esta vez no hay batallas épicas de por medio. Es hombre de fieles y largas colaboraciones: filmó dos películas con Ron Howard y la tercera con Scott (que no será una secuela de Gladiador, como se anunció hace poco) está en posproducción. Pero tomó la vía más improbable para el realizador de Blade Runner: una comedia de vino, amor y simpatía basada en una novela de Peter Mayle, autor del best seller Un año en Provenza.

Es un cambio de registro con el que Crowe abunda en su gusto por jugar a la contra. Empezó a actuar de niño en las producciones en las que sus padres servían el catering, pero nunca fue un actor infantil. “Como mucho, un extra infantil”, matiza. De hecho, a pesar de su precoz acercamiento a la profesión, no fue hasta bien entrada la veintena cuando empezó a trabajar en serio. Sus dientes mellados, que no se arregló hasta los 27, explican en parte ese retraso. Tenía más de 30 años cuando en 1997 sedujo a Hollywood en Los Angeles al desnudo, pero aprovechó el tiempo perdido. Desde 1999 obtuvo tres nominaciones consecutivas al Oscar como mejor actor y se lo llevó por Gladiador, su primer encuentro con Scott y la película que lo encumbró como el icono incontestablemente viril que la generación metrosexual necesitaba.

Si George Clooney es el galán sofisticado, el de las maneras desenvueltas y el gesto burlón, entonces Crowe es el hombre salvaje y torpe, indómito y rebelde. Clooney se aleja de Hollywood para retirarse al lago Como; Crowe lo hace para irse de gira con su grupo, que hace rock de garaje y cerveza. Sentado en una butaca baja, relajándose tras la acelerada jornada de entrevistas de tres minutos, parece más cálido que arisco. El ceño empieza característicamente fruncido, es cierto. Pero el gesto se relaja pronto y despeja una mirada azul que puede ser radiante. Tiene un cuerpo compacto, pero no imponente y su fortaleza física puede emitir también una sensación mullida. Escucha con atención y habla con calma, tomándose muy en serio, degustando la profundidad de su propia voz.

En el librillo de su último álbum dice que, por fin, después de 20 años componiendo, consiguió dejar algo de sí en sus canciones. ¿Y en sus películas? “Creo que en realidad eso lo conseguí mucho antes con la actuación. No me cuesta nada meterme en los papeles y divertirme con ellos. Hasta los 25 años no hice mi primera película en serio, así que ya tenía mucha experiencia, no era un niño. La interpretación es algo relativamente fácil para mí. En cambio, alcanzar un determinado nivel como compositor me ha costado bastante más. Ser capaz de describir mis sentimientos con la música no me sale tan espontáneamente, la verdad.”

–¿Tiene eso algo que ver con su cambio de banda?

–La banda anterior no se deshizo realmente. Se hizo evidente que algunos miembros del grupo no estaban igual de implicados que otros. Así que nos tomamos un descanso y sólo los que de verdad estábamos interesados continuamos juntos. Estos tipos son mis colegas, con los que de verdad me gusta pasar el rato y salir por ahí. Y ya que estábamos de cambio, decidimos cambiar de nombre. Estaba harto de Thirty-Odd Foot of Grunts. Es un nombre de porquería que no significa nada. Nació como una broma y diez años después seguíamos viviendo con ella. Así que estoy mucho más contento con The Ordinary Fear of God.

–Es un nombre nuevo, pero mantiene las siglas del anterior...

–Como todo el mundo tenía ya su gorra y su chapa con las iniciales, resultaba más barato mantenerlas. Así no había que hacerlas nuevas. En cualquier caso, cuando empezamos a buscar un nombre nuevo lo primero que apareció fue la idea de Fear of God (“Miedo a Dios”). Algo que todos sentimos, incluso los agnósticos.

–Parece mantener una relación compleja con la religión. Alguna vez contó que no fue bautizado de niño y que, de adulto, inició un proceso de investigación entre las diferentes opciones. ¿Llegó a alguna conclusión?

–No, no tomé aún ninguna decisión. Estoy aún en el proceso de aprender. Pero bauticé a mi hijo Charlie y planeo hacerlo también con mi segundo chico, Tennyson. De hecho, estoy pensando en bautizarme al mismo tiempo que él.

–Entonces sí se decidió por algo.

–Bueno, tengo claro que hay algún tipo de fuerza superior. Lo único con lo que no comulgo es con cómo se utiliza esa idea, en la organización de las religiones. Mi punto de vista es que si hay tantas explicaciones alrededor de una misma idea, tiene que ser por algo. Creo que la espiritualidad es muy importante, pero la religión puede ser muy peligrosa.

–¿En qué sentido?

–Por la guerra, por los extremismos, por los integrismos. Deseo que en algún momento todo el mundo en el planeta entienda que somos esencialmente iguales. Todos queremos lo mismo, todos deseamos y tememos lo mismo. Todos tenemos las mismas prioridades: todos queremos que nuestros hijos estén seguros. Solía decir que puedo ver a la humanidad entera en los diez mandamientos, porque es algo tan básico y tan simple... los parámetros básicos para alcanzar la felicidad. En realidad, si la gente los siguiera no haría falta nada más. Ni siquiera normas de tráfico... ¿tiene sentido algo de lo que estoy diciendo? Es que estoy tan cansado...

La frase de la estrella dispara las alarmas de la gente de la compañía. Pero él frena el avance de los guardianes con un ademán disuasorio. No hace falta que los relojes se aceleren. Está dispuesto a seguir contestando. Es posible que, efectivamente, el almíbar que desprende el bienintencionado film de Scott se le haya adherido a la piel.

–¿Trata de huir de la banalidad a veces asociada a los actores de Hollywood?

–Si uno dedica su vida a hacer películas vacías sólo para llenar la cuenta bancaria, si uno elige en función de lo que está de moda, no deja nada de sí en lo que hace. Se cae en la irrelevancia. Hay carreras enteras enfocadas a enriquecerse. Pero luego existen otros actores, los que son una referencia para mí, que sí forman parte de un desarrollo creativo de una narración. Aunque todo esto hay que ponerlo también en perspectiva. Si tengo que interpretar a Shakespeare no voy a ser tan imbécil como para pretender reescribirlo y mejorarlo.

Crowe se ríe y su risa da un poco de miedo. Un oleaje crespo de carcajadas que, por algún misterioso motivo, trae a la cabeza lo peor de su reputación: la agresividad, el malhumor con la prensa. Crowe se muestra relajado ante la referencia de su mala reputación. No recuerda ese artículo en particular, dice. Y asegura que no hay forma de estar al día de todas las mentiras que se publican sobre él. Aunque es muy posible que algunas de las cosas que sobre él se escriben le duelan más que otras.

–Su música no recibe precisamente buenas críticas y no parece que la industria lo tome realmente en serio. ¿Le molesta?

–Sobre mi música he tenido que oír de todo el mundo las acusaciones más absurdas. Se ha dicho que me aprovecho de mi carrera cinematográfica para impulsar la musical, sin tener en cuenta que fui músico mucho antes que actor. ¿Por qué debería abandonar algo que me apasiona sólo por haber tenido éxito en otra faceta profesional? Además, no busco tener una carrera musical, sólo hago música. Trato de sintetizar todo lo que pasa por mi cabeza en esos pequeños paquetes que son las canciones. No me considero un músico en realidad. Las canciones pop surgen probablemente de mi deseo infantil de ser un poeta. Obviamente, nadie iba a querer leer un libro de poesía escrito por un chico de 15 años, así que enfoqué ese deseo de expresión hacia la música. Como músico de rock soy un poeta. Y cuanto más lo hago, más me acerco a lo que me gustaría, mejor me siento con ello. Estoy cerca de conseguir decir lo que quiero.

–Si como músico se considera un poeta, ¿qué es como actor?

–Soy un instrumento para que el director consiga su propósito. No hay nada que no esté dispuesto a hacer para contar la historia que tiene en la cabeza. Si me piden que salte del árbol, salto. Ese es mi trabajo. No sólo no limitar la imaginación del director, sino también expandirla. Aceptar sus necesidades y aportar todo lo que pueda. Porque cuando un intérprete se involucra con un personaje termina sabiendo más de él que el propio director.

–¿Diría que esa forma de entender su trabajo explica por qué los directores tienden a repetir con usted? ¿Cómo es su relación con Ridley Scott, con quien acaba de filmar por tercera vez?

–Por supuesto, después de Gladiador quería volver a trabajar con él. Aunque en ese momento todavía no me daba cuenta de lo poderosa que era la conexión entre nosotros. Ahora adivino lo que él piensa y lo que él quiere sin necesidad de que diga nada. Nos conocemos y nos entendemos a la perfección. Funcionamos con lenguaje corporal, con un gesto. Es lo que ocurre en las relaciones verdaderamente intensas. Como en el matrimonio, como en las mejores amistades. Uno tiene una profunda comprensión del otro.

–Al principio rechazó el papel en Capitán de mar y guerra porque el guión no le gustaba y abandonó el rodaje de Eucalyptus por el mismo motivo. ¿Es usted muy exigente en este aspecto o es que los escritores de cine no dan la talla?

–El problema aquí es la industria. La mayor parte de las veces no estamos hablando de los escritores como individuos que conciben y desarrollan una idea hasta el final. Estamos hablando de textos que pasan por muchísimas manos. Cada insignificante ejecutivo de la cadena va a dar su opinión y va a modificar la idea en función de lo que piensa que es mejor, lo cual suele significar en realidad más lucrativo. Al final, una veintena de personas que no van a hacer la película han metido mano al guión con criterios tales como “lo que se usa ahora”, el “nicho de mercado al que nos dirigimos”. Un montón de argumentos que nada tienen que ver con la esencia de contar una historia.

–¿Esas interferencias las sufren también directores consagrados como Ridley Scott?

–Incluso a alguien como a Ri-dley pretenden plantearle cosas del tipo: “Tiene que acabar de filmar antes de tal fecha. Con esto está por encima o por debajo de la línea. Tiene que contratar a dos de estos cuatro actores para estos papeles”. Pero, en cambio, Ridley tiene ganas de trabajar con alguien como yo porque yo no voy a abandonar. Voy a trabajar cada día para mejorar y no voy a quedarme en lo mínimo necesario para cubrir el expediente. Hoy en día es inusual tener dos semanas para ensayar. Es ridículo: se gastan miles de millones en los efectos especiales de una película, pero no quieren gastarse unos pocos cientos en pagar ensayos. Pero así funciona este negocio.

–Tiene fama de haber rechazado muchos proyectos...

–Detesto a esa gente que siente que estás obligado a aceptar cualquier película que te ofrezca. Hay un montón de gente en la industria que está decepcionada conmigo porque los he rechazado. Uno tiene que rebelarse, negarse a ser usado como un objeto. Y yo le dije que no a mucha más gente en Hollywood que a la que dije que sí. Esta actitud me ganó muchos enemigos.

El séquito de Crowe se remueve impaciente. En la puerta del hotel espera desde hace rato una furgoneta de vidrios polarizados que, según el plan, ya debería estar de camino hacia el aeropuerto para tomar un jet privado. El actor ni siquiera se quedará en la ciudad a pasar la noche. Vuelve a Londres a dormir. “Para estar junto a mi hijo cuando se despierte mañana. Durmió en cuatro habitaciones distintas en cinco días y está de lo más desubicado, el pobre.” Antes de irse insiste en mostrar el video de su último single, Weight of a Man. Una canción dedicada a su mujer y una muestra más de la paradoja Crowe. Opaco en las entrevistas como actor, casi ingenuamente sobreexpuesto en sus canciones. El videoclip se filmó en los descansos del rodaje de Un buen año y es obra de Ridley Scott. Algunos periodistas encontraron risible su interés por mostrar unas imágenes en las que aparece caracterizado de torero. Pero resulta más tierno y conmovedor que ridículo. Hay algo auténtico en tan improbable actitud. En cualquier caso, la laptop ya está empaquetada. Resuelto, Crowe pide una dirección de correo electrónico a la que mandarlo. Guarda el papelito arrancado de una libreta en el bolsillo trasero de su pantalón vaquero y se despide con una amplia sonrisa. El correo prometido llega dos días después. Y hay algo auténtico en tan improbable actitud.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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“El problema es la industria. Cada insignificante ejecutivo modifica la idea en función de lo que es más lucrativo.”
 
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