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Viernes, 23 de septiembre de 2005

CINE › “VIDAS CRUZADAS”, DE PAUL HAGGIS

Sufrimiento en Los Angeles

Por Diego Brodersen

Desde que Robert Altman entregara, allá por el año 1993, su Ciudad de ángeles –film que crece con cada aparición de algún nuevo derivado de su estructura básica–, las películas corales con historias entrelazadas por el azar o la causalidad han ido convirtiéndose en una suerte de neogénero con reglas propias. Más allá del jugueteo de un Tarantino en Tiempos violentos (1994) o la más reciente La ciudad del pecado, de Robert Rodríguez, es en títulos como Magnolia (Paul Thomas Anderson, 1999) o 21 gramos (2003, Alejandro González Iñárritu) donde debe rastrearse el linaje del segundo largometraje como realizador de Paul Haggis, a quien los lectores recordarán como guionista del último opus de Clint Eastwood, Million Dollar Baby.
Se sufre, y mucho, en Vidas cruzadas, cuya trama dispone a sus diversas criaturas en un tapiz dramático que gira en derredor del prejuicio y la intolerancia racial en la ciudad de Los Angeles. La agenda es clara y concreta: la hipótesis del film, fácilmente comprobable en la vida real, es que el racismo y la falta de tolerancia existen y seguirán existiendo, y que ni las buenas intenciones ni la corrección política son fuerzas lo suficientemente poderosas como para combatir ciertas estructuras culturales e ideológicas enquistadas en la sociedad. Mucho más difícil resulta comprender qué piensa exactamente Haggis al respecto o por qué eligió estas cuestiones como pivote central de su película.
Vidas... es una de esas películas que nacen legitimadas por el tema y el tono dramático de la narración; un relato protagonizado por un reparto de reconocido talento –todos los actores y actrices están perfectos, varios de ellos encarnando personajes en extremo opuestos a sus roles habituales– e impecable desde cualquier punto de vista técnico, que incluso puede llegar a ser disfrutado como un rompecabezas donde las piezas calzaran algo artificialmente. Pero un film nunca debería ser visto como la suma de sus partes y Vidas cruzadas, como totalidad narrativa, es tan relevante como su primera línea de diálogo, expuesta por el personaje interpretado por Don Cheadle, cual consigna filosófica, luego de un accidente automovilístico: “En Los Angeles la gente no se toca lo suficiente, por eso nos la pasamos chocando, para poder sentir algo”. Los choques, literales y metafóricos, seguirán pautando la trama hasta su desenlace, pletórica de encuentros y entrecruzamientos azarosos que se proponen cargados de significado.
Hay tres momentos puntuales que desnudan la plenipotencia autoadjudicada por Haggis para poder manipular y juzgar a sus criaturas a piacere y que lo alejan del lugar de narrador para acercarlo al del apóstol. Uno de ellos tiene como protagonista al policía segregacionista que encarna Matt Dillon, a quien deberíamos estar dispuestos a perdonar –en el sentido más religioso posible– luego del repulsivo acto de abuso de poder del que somos testigos, por la sencilla razón de que es capaz de salvar una vida, la misma que injurió apenas algunas horas antes. Las otras dos situaciones incluyen un supuesto milagro que cambiará la vida de dos familias –el espectador maneja más información y sabe que el prodigio no es tal– y una vuelta de tuerca que revelará los miedos raciales del personaje blanco aparentemente menos contaminado del film.
Para compensar infantilmente este último detalle, el realizador presenta cerca del final a un inmigrante coreano que pasará velozmente de víctima a feroz victimario. Si el medio es el mensaje, Vidas cruzadas parece diseñada para que el espectador derrame algunas lágrimas durante un par de horas, en la completa certeza de que la vida, allá afuera, es mucho más compleja y dura de lo que el predicador Haggis nos quiere hacer creer.

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