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Jueves, 19 de abril de 2007

CINE › “LA VIDA DE LOS OTROS”

Espiar en nombre del socialismo

El debut de Florian von Donnersmarck ganó el Oscar al mejor film extranjero.

 Por Luciano Monteagudo

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LA VIDA DE LOS OTROS
(Das Leben der Anderen)
Alemania, 2006.

Dirección y guión: Florian Henckel von Donnersmarck.
Fotografía: Hagen Bogdanski.
Música: Gabriel Yared y Stephane Moucha.
Intérpretes: Martina Gedeck, Ulrico Mühe, Sebastián Koch, Ulrico Tukur.

En la extinta República Democrática Alemana (1949-1989), el Ministerio de Seguridad del Estado, vulgarmente conocido por su abreviatura “Stasi” (Staatssicherheit), llegó a tener 100.000 empleados de planta y más de 200.000 informantes activos, convirtiendo de hecho al país en un Estado policíaco, una suerte de 1984 donde la mayoría de los habitantes vivían bajo vigilancia y en situación de miedo y sospecha permanentes. Sobre este tema, el documentalista franco-israelí Eyal Sivan (el mismo de Un especialista, sobre el juicio a Eichmann en Jerusalén) realizó un film de ensayo excepcional, Por amor a un pueblo (2003), basado en el diario personal de un ex agente de la Stasi que creía sinceramente servir a la causa del socialismo bajo el lema “La confianza es buena, el control es mejor”. Ese parece también el caso de Gerd Wiesler, el protagonista de La vida de los otros, una de las películas más exitosas del cine alemán después de La caída y ganadora del Oscar de la Academia de Hollywood al mejor film extranjero.

Tal como lo presenta la ópera prima de Florian Henckel von Donnersmarck en las primeras escenas, Wiesler (Ulrich Mühe, que hizo de Joseph Mengele en Amen, de Costa-Gavras) es un interrogador eficiente y comprometido con la causa, en la que cree ciegamente, sin hacerse demasiadas preguntas, como si le hubieran lavado el cerebro. Con técnicas muy estudiadas, que después le sirven para dictar una clase magistral sobre su oficio a jóvenes alumnos de la Stasi, Wiesler consigue extraer no sólo una confesión, por insignificante que sea, sino también quebrar la voluntad de su víctima hasta convertirla en un informante a su servicio. Un nuevo caso, sin embargo, irá dinamitando esa confianza de Wiesler en sí mismo y en la pureza de ese socialismo al cual él cree defender.

La tesis un poco romántica, por no decir ingenua, de La vida de los otros es que el Arte, así, con mayúsculas, puede cambiar la visión de un personaje como Wiesler, un policía gris pero con un alma sensible. Una noche, su superior en el ministerio –un compañero de graduación de Wiesler cuyo arribismo le ha ganado un lugar más alto en el escalafón burocrático– lo invita al teatro, no tanto para que comparta una función con él, sino más bien para presentarle su próximo blanco. Se trata de Georg Dreyman (Sebastián Koch), renombrado autor teatral, favorito del régimen, pero no por ello libre de sospechas. “Es demasiado arrogante –-piensa con resentimiento Wiesler–, quizás no esté limpio.” Y se ofrece para espiarlo, una tarea que el mismísimo ministro estimula, porque tiene intereses muy personales: la pareja de Dreyman es Frau Sieland (Martina Gedenek), gran actriz y mujer bella, a quien el ministro aspira a llevar a su cama, en la medida en que pueda desembarazarse del dramaturgo. Demás está decir que Wiesler también cae seducido por esa diva de la RDA y los días y noches que pasa encerrado en un sótano escuchando en nombre del Estado todo lo que la pareja dice (y hace) en la supuesta intimidad de su departamento será para él una suerte de oscura sublimación erótica que tendrá sus consecuencias.

No sería prudente adelantar más detalles de una trama que poco a poco irá ganando en complejidad y aspira a provocar un módico suspenso. Conviene sí, en cambio, señalar que en términos narrativos La vida de los otros es un film que más que clásico se diría convencional, muy construido desde el guión, con una puesta en escena correcta pero poco imaginativa y una música machacona y antigua de Gabriel Yared que se empeña en subrayar inútilmente cada uno de aquellos momentos donde los personajes se enfrentan a decisiones cruciales para sus vidas. El desarrollo de los personajes también es bastante estereotipado: Wiesler es neurótico, solitario y lleva una vida privada patética, pero basta que haga la experiencia de una función teatral, que lea arrobado un poema de Brecht (que le roba a Dreyman en una sigilosa incursión en su departamento) o que durante sus sesiones de escucha clandestina descubra la belleza de una sonata para piano que ejecuta su presa para que cambie de parecer y resuelva jugarse la carrera por esa pareja de artistas.

Al bueno de Dreyman el guión de Von Donnersmarck también le dará la oportunidad de redimirse, al convertirlo en un intelectual capaz de arriesgar sus privilegios para denunciar las atrocidades del régimen. En una paleta que no sabe de matices (se extraña aquí la sutil ambigüedad de Mefisto, por ejemplo, el film del húngaro Istvan Szabó que se internaba en las contradicciones de un artista colaboracionista), La vida de los otros hace de los altos mandos de la Stasi previsibles villanos de película: feos, sórdidos, mezquinos. Probablemente fueran así, pero eso no implica que un film no les pueda dar una carnadura dramática más interesante. Se diría, en todo caso, que a pesar de ser una ópera prima La vida de los otros se ubica del lado de películas como Sophie Schöll o La caída: un cine académico, esquemático, tan profesional como conservador, contra el que cineastas como Christian Petzold, Valeska Grisebach o tantos otros directores de la nueva generación alemana intentan oponerle films más vivos, más auténticos, más imaginativos.

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La Stasi llegó a tener más de doscientos mil informantes.
 
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