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Martes, 23 de abril de 2013

PLASTICA › ROBERTO AIZENBERG Y SU “DESCENDENCIA” EN LA COLECCIóN FORTABAT

De la trascendencia a la descendencia

Hoy para invitados, y mañana para el público en general, abre una gran muestra de Aizenberg y de una serie de artistas
contemporáneos cuyas obras dialogan con las del maestro.

 Por Valeria González

Desde su temprana legitimación como la excepción a la regla de la vanguardia apadrinada por Jorge Romero Brest, hasta los minuciosos estudios póstumos llevados a cabo durante los años 2000, Roberto Aizenberg se ha establecido como un “caso” bien investigado y conocido. La presente exposición no pretende añadir hipótesis acerca de lo que la obra de Aizenberg fue sino jugar en torno de lo que puede ser. En efecto, las implicancias de su labor poética y rigurosa pueden resultar infinitas en el campo del arte contemporáneo. Así como Aizenberg tuvo la convicción de poseer un padre artístico (Juan Batlle Planas), él mismo se convirtió en un referente respetado, admirado y hasta venerado por muchos jóvenes artistas que hoy protagonizan la escena local. Si él, como a menudo afirmó, buscaba en su obra la trascendencia, ésta se materializó no sólo en los valores semánticos y plásticos de su trabajo sino también en las múltiples estelas que constituyen su descendencia artística.

La plataforma constituida por anteriores retrospectivas nos libró de los métodos de la historia del arte y nos permitió buscar otro camino, semejante al propio modo de composición del pintor: una primera instancia basada en la asociación libre; una segunda, en la que se buscó dar un orden expositivo a los vínculos visuales establecidos tanto entre obras del propio Aizenberg, como entre aquellas y las de artistas argentinos contemporáneos.

A menudo, las relaciones propuestas entre Aizenberg y otros artistas no tienen tanto que ver con sintonías estilísticas o de contenido sino con un modo de trabajo obsesivo. Mariano Vilela buscando diferencias infinitesimales de grises, ejercitando diversas presiones sobre el grafito; Daniel Joglar ordenando milimétricamente desplazamientos en una pila de papel; Santiago Porter tomándose un año para hacer una fotografía, entre otros ejemplos. Si bien utilizamos correctamente la palabra obsesión en el lenguaje corriente, fue a través de los estudios de Freud y Lacan que este concepto cobró toda su precisión y profundidad. El paso distintivo del surrealismo, el que separó y distinguió a este movimiento de los anteriores usos de imágenes surreales, fue su alineamiento fundacional con el concepto psicoanalítico de inconsciente. Es cierto que en el psicoanálisis el dispositivo de la cura es individual, pero, ¿a quién pertenece el inconsciente? En el Manifiesto de 1924, Breton dejó claro que el uso de la asociación libre como procedimiento artístico no apuntaba a expresar sentimientos o fantasías anidadas en el interior de un sujeto sino a definir al artista como un transmisor de lo que Lacan llamaría el registro de lo real. En otras palabras, la función del artista no era imaginar un mundo-otro (a la manera de la tradición romántica-simbolista) sino constituirse en un “aparato registrador” de los “ecos” de la realidad. Quizá para salvarse de las imprecisiones de la propia categoría, Aizenberg circunscribió su encuadre dentro del surrealismo en los mismos términos. Dijo que su arte “no busca expresar nada”, que para él “la imaginación no existe”, que “un artista es un transductor, un aparato que registra, recibe y transmite información”. Si ese artista que decía necesitar orden “en todo”, es también –como propuso Marcelo Pacheco– un “caso clínico”, la teoría psicoanalítica, en especial el estudio de la neurosis obsesiva, nos permite entender el lugar particular que la irrupción de lo inconsciente ocupaba en su labor pictórica, así como superar la aparente contradicción entre el procedimiento del buceo automático y el rigor de su factura. Sin agotar el tema, podemos esbozar dos rasgos significativos. En primer lugar, la certeza con que Aizenberg apeló siempre al nombre del padre. Su maestro, el artista Juan Batlle Planas, fue la encarnación de ese significante que, en términos lacanianos, a través de la represión garantiza el orden de un sistema simbólico. Luego, la compulsión a la repetición como tramitación de un encuentro traumático con lo real. Finalmente son los seculares enigmas de la sexualidad y la muerte los que inquietan desde el fondo de esas pinturas que, no sólo por su purismo formal, podemos incluir entre los grandes clásicos.

La exposición incluye 65 obras de Roberto Aizenberg; dos fotografías de Humberto Rivas Julio Grinblatt y obras de Magdalena Jitrik, Max Gómez Canle, Pablo La Padula, Santiago Porter, Amadeo Azar, Nuna Mangiante, Lux Lindner, Cristina Schiavi, Daniel Joglar, Mariano Sardón, Mariano Sigman, Mariano Vilela, Silvana Lacarra y Lucio Dorr. (Desde mañana y hasta el 23 de junio, en la Colección Fortabat, Olga Cossettini 141, Puerto Madero, de martes a domingo, de 12 a 20. Lunes cerrado. Entrada: $35. Tarifa reducida de $20 para menores de 12 años, jubilados, estudiantes y docentes.)

* Docente universitaria y crítica de arte. Curadora de la muestra. Texto escrito especialmente para la exposición.

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Arlequín, una pintura de Roberto Aizenberg.
 
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