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Martes, 1 de septiembre de 2015

PLASTICA › EL LIBRO DE ARTE ESPACIO HABITADO, DE MARCELA ASTORGA

Sobre la idea de superficie

Un impactante libro de reciente aparición en el que la artista Marcela Astorga da cuenta de casi veinte años de una producción que trata “de la superficie, de esa profundidad absoluta que encontramos en la piel.”

 Por Rosa Olivares *

Alguien dijo que lo más profundo del hombre es la superficie, tal vez fue Paul Valéry. Tuvo que ser un poeta, pero pudo ser cualquiera realmente, porque el tiempo en su paso todo lo borra y todo lo cambia. Se dicen tantas cosas, unas quedan registradas en libros y textos, en conferencias, otras se pierden en el aire, en el silencio, en el vacío de una memoria imposible, en un alzheimer universal. De todas las palabras perdidas, de todos los deseos olvidados es de lo que realmente vivimos. Las otras palabras, las que quedaron escritas para la posteridad, no son las mismas que dijeron realmente los que las firman, se parecen en la superficie, pero el contexto, la intención, el tono y el volumen, esa suavidad imposible de encontrar en una cita... todo eso se perdió en el paso del tiempo, en el vaivén de estas palabras que fueron sublimes y al pasar de boca en boca, de texto en texto, de cita en cita, se quedaron solamente en una forma a veces extraña, vacía.

No me gustan las citas, pero sin duda ayudan al escritor. Ayudan en textos en los que estás obligado a decir con palabras, sin ayuda del gesto, del tono, cosas que no se pueden explicar. Como el amor, al que matamos con palabras. Como el arte, que se escapa entre las letras, como todo lo esencial, todo lo que sentimos cerca de nuestro núcleo, donde las palabras no hacen falta. Pero es con la palabra con lo que creemos que nos entendemos, es con palabras con lo que nos comunicamos e intentamos cercar, limitar, explicar todo lo que somos y nos rodea. Pero ¿cómo hablar de la suavidad del roce, de la fuerza insondable de la superficie? El trabajo de Marcela Astorga trata de la superficie, de esa profundidad absoluta de las cosas que solo encontramos en la piel. El trabajo de Astorga se aleja de las palabras tanto como se acerca a la superficie. Sin embargo un artista necesita de las palabras, eso creen ellos al menos. La obra no necesita, sin embargo, ninguna palabra. El artista, la artista, las necesita para hacer un libro, para que sus compradores y galeristas, para que los curadores presten más atención, lean cuantos han escrito de ella, que cosas geniales se han dicho de su trabajo. Pero la obra vive en el silencio ensimismado de las cosas.

Es muy difícil acercarse a la obra de arte y tratar de hablar de ella, de centrarla en unas frases, por eso los críticos han muerto, por eso a los curadores no les entiende nadie, por eso los artistas buscan poetas y escritores para que les hagan de traductores simultáneos entre sus obras y un público impreciso. Pero yo sé que las palabras a veces no son suficientes.

La primera vez que vi una pequeña obra de Astorga me llamó la atención cómo para dibujar los límites externos de un espacio arquitectónico utilizaba una línea de pelos. El pelo es algo que solamente está en el exterior de los cuerpos, sobre la piel, es por definición la parte más expuesta, más externa de nuestra superficie, de la superficie de los animales. Ese dibujo de la planta de su galería se me quedó grabado pese a ser en blanco y negro, de un tamaño mínimo, pero era una obra definitoria de una manera de hacer. Allí no hacían falta las palabras, aunque claro, alguno podría haber hablado de Meret Oppenheim, del surrealismo en el arte actual, de la vida y de la muerte, la relación entre lo orgánico y lo inorgánico, de la importancia de la huella arquitectónica entre todos nosotros, como el espacio habitado se vuelve objeto abstracto aislándolo de su canon.... Yo no dije nada, nunca digo nada cuando veo las obras de un artista, y menos aún si está el artista presente. Sin embargo es una imagen que se ha quedado conmigo desde entonces, hace ya unos cuantos años. A pesar de ver otras muchas obras de arte, decenas de exposiciones, miles de imágenes. Esa pequeña pieza es un grito silencioso al que no le hacen falta palabras ni traducciones para estar vigente, para ser en sí mismo todo un diccionario de sentimientos y sensaciones, de ideas, de planteamientos creativos. Eso es, sencillamente, una pieza de arte.

Cuando sus correas sin fin, de cuero conocido, cotidiano, se enroscan alrededor de una columna (foto), de una viga, de un pedazo de pared, están conformando un cuerpo real, están poniendo límites al hombre invisible, con su superficie limítrofe de piel nos obliga a fijarnos en lo que abarcan. Un cuerpo. Esa fue la segunda pieza que vi de Marcela Astorga unos años después. Nuevamente son las sensaciones las que recuerdo, era en una exposición colectiva de la que no había catálogo. Una suerte. Nada que leer, solo mirar, rodear la columna, reconocer el tacto de la piel, abarcar el espacio con los brazos, abrazos imposibles... Allí estaban esas correas, en medio de la sala, abrazando a una columna que seguramente supuso para todos los artistas y sus curadores siempre una molestia, un estorbo, hasta que llegó Marcela y simplemente la vio, su obra la vio, estaba hecha para abrazar ese cuerpo, esa columna, para renombrar el espacio. Nuevamente la arquitectura y su exterior, la superficie de las cosas , los cuerpos en sus superficie más exterior.

Naturalmente no es un trabajo de una sola lectura, porque ninguna obra realmente seria tiene una sola lectura, tiene muchas lecturas, casi tantas como individuos se enfrenten a ella. Lecturas incompletas, fragmentadas, vinculadas con la propia vida y sentimientos, experiencias de cada mirador, de cada espectador. Esa es la forma de comunicar del arte, la forma con la que una obra de arte se relaciona con los que la observan: a partir de la duda, de la incertidumbre, de la sorpresa, de la pregunta, de la relación subjetiva y aparentemente extraña con otra cosa dispar, de la disimilitud, de la falta de certeza. En esa relación surge la experiencia estética, algo así como una relación de sensualidad y complicidad entre la obra y el espectador. Pero el artista sigue trabajando en una línea que aunque se le busque una teorización, una justificación programática tiene mucho más que ver con un destino inexorable de las cosas, con la fijación del ser por sacar a la luz lo que se esconde en lo más oscuro de su memoria, de su mente, de su corazón.

Astorga trabaja sobre la superficie de las cosas, pero también trabaja con la superficie de los cuerpos. Desde sus correas de cuero, de piel, sus dibujos de pelo, hasta sus instalaciones y acciones en edificios en ruinas. Esos habitáculos destinados a desaparecer son cuerpos cercanos a su final, a su muerte. La luz que entra por los huecos (foto) que la artista abre en sus techos o paredes son las últimas bocanadas de vida que va a experimentar ese lugar, ese cuerpo. Un cuerpo que la artista ha vendado, cubriendo su vieja piel con otra, hecha de finas gasas, como una enfermera que intenta aliviar un dolor imposible de calmar en el cuerpo de un quemado. Ese trabajo sobre las superficies nos remite inevitablemente a nuestros propios cuerpos y a nuestro propio dolor, a una existencia corpórea que a veces pretendemos delegar en la tecnología, en la distancia de las experiencias, en la tranquilidad que dan las drogas. Pero todo alejamiento de nosotros mismos es inútil, porque siempre nos queda un cuerpo, y ese cuerpo está cubierto de piel, su superficie es tan vulnerable como nosotros mismos. Es ese territorio en el que yo entiendo el trabajo de Marcela Astorga. Y es en este trabajo en el que su obra se vincula con la idea de ruina. Según Marc Augé, la ruina es todo lo contrario de un no lugar, una ruina es la huella de una vida, de historias y de un pasado. En la ruina hay dignidad y belleza. En estos espacios vacíos que Astorga despide con su instalación sigue habitando la historia anónima de su uso, de aquellos que por allí pasaron. No se trata de los grandes edificios de la historia, sino de seres simples, de una vida cotidiana, unas pequeñas historias, de cuerpos cercanos.

Siempre el cuerpo y el espacio, el individuo y su contenedor, la arquitectura cotidiana y nosotros mismos. Siempre la misma idea de acariciar la superficie, de proteger y definir unos cuerpos ausentes. Porque en la piel reside la sensación, en ese roce con el que se nos erizan los cabellos esta la esencia de la creación, del sufrimiento y del amor. De la soledad y del imposible reencuentro. Y es que, como dijo el poeta, no hay nada más profundo que la piel, la superficie que todo lo abarca y que comunica con el latido esencial de la vida y del arte.

* Crítica de arte, curadora y editora española que vive y trabaja entre Madrid y México. Texto incluido en el libro Marcela Astorga. Espacio habitado, de reciente publicación con el auspicio de la galería Zavaleta Lab.

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Registro fotográfico de una acción sobre la arquitectura; 2011, de Marcela Astorga.
 
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