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Domingo, 18 de diciembre de 2011

TELEVISION › A DIEZ AÑOS DEL COMIENZO DE THE WIRE, UN VISTAZO A BALTIMORE

En las tierras de Barksdale

La serie creada por David Simon supo construir una ficción que retrataba fielmente la realidad de esa ciudad y, de algún modo, anticipaba la desesperación que luego ganó a varias otras. Hoy Baltimore parece estar en el camino de una lenta recuperación.

 Por Chris Beanland *

Parte del clan Barksdale en “The Pit”, uno de los escenarios principales de la primera temporada.

El viento sopla a través de un callejón y hace revolotear la ropa tendida, por encima de una loma que se encuentra en el centro del patio trasero repleto de hierbas de los McCullough Homes. En tres lados de esa loma hay bajas construcciones de ladrillos, y el cuarto lado está flanqueado por una torre que oficia de centinela. La escena es inmediatamente reconocible: buena parte de la primera temporada de The Wire fue filmada aquí, en el bloque de casas públicas apodado “The Pit”, El Hoyo. Es una mañana fresca en Baltimore, con un frío que no se corresponde con la estación. Y muy tranquila: “Todos están en la escuela o en la cama”, dice Charley Armstrong, un guía con pinta de sensato, y sonríe. “Tiene más vida un poco más tarde.” Habiendo sido manager de locaciones de The Wire, Armstrong conoce los distritos más duros: es la persona que señaló los lugares donde filmar la serie.

Hace ya diez años que comenzó la producción de la serie que terminó aclamada en todo el mundo. En esta década, ¿la “ciudad encantada” cambió para bien o para mal? David Simon, creador del show, extrapoló la miríada de problemas de Baltimore y predijo lo que sucedería en todo el país. The Wire muestra la vida civil deslizándose al filo del abismo. En ciudades de Las Vegas a Detroit, especialmente desde 2008, las fibras en un Estados Unidos que antes vivía en la comodidad socioeconómica empezaron a crisparse. Pero Baltimore ya estaba estancado desde antes que el resto del país, y quizá ahora sea una ciudad en el camino de vuelta. Con el guía, subimos a una combi blanca para ingresar en algunos de los barrios más pobres de Norteamérica. “Por aquí no gustan mucho estas Van blancas”, dice Armstrong, inexpresivo. La combi pasa por la tienda de reparaciones de TV de Prop Joe y el cuartel general del cartel de drogas de Barksdale, y luego se detiene en el parque de skate que se convirtió en el icónico refugio de Marlo: las rampas de concreto donde el joven gángster reunía a la tropa.

Pero son las casas abandonadas al otro lado de la calle lo que de verdad quita el aliento. La vista de calles enteras de propiedades vacías es ciertamente shockeante. En Baltimore aún hay 16 mil casas vacías. La ciudad intenta alentar a que la gente la compre como residencia familiar: si uno promete que vivirá allí en vez de alquilarlas, se le otorga un descuento de cinco mil dólares. Aun a ese precio, es una venta difícil. La caída de población, el desempleo, la típica segregación racial, el crimen y la corrupción han chupado la vida de Baltimore. Estos barrios polvorientos aún muestran sus cicatrices.

Las casas en la zona apodada “Hamsterdam” fueron tiradas abajo por el Ayuntamiento, que alegó que estaban en peligro, con lo que Armstrong tuvo que buscar otro set de casas abandonadas. No le costó mucho. En la segunda e intacta locación para Hamsterdam, los ciudadanos a los que se les pregunta si quieren hablar o ser fotografiados para la nota se niegan. No están de humor para ser pequeños jugadores de una mirada que sólo conseguirá arañar la superficie de lo que significa llevar toda una vida en su ciudad. “Lleva tiempo construir esa confianza”, dice el guía. Pero algunas cosas han florecido. Armstrong conduce al distrito Station North, donde se han instalado varias organizaciones de arte que atrajeron a gente joven. Señala un nuevo bloque de departamentos: “Ese edificio está en el sitio donde antes había casas abandonadas. Lento pero seguro, la ciudad está volviendo”, dice.

En la cafetería del nuevo Hotel Hilton de Baltimore, Monee Cottman señala otras cosas que la ciudad tiene para ofrecer: “Tenemos el Gran Premio de Indy Car en circuito callejero, que es una gran cosa”. Cottman trabaja para Visite Baltimore, una organización cuya labor es un poco como ordenar las sillas de la cubierta en el Titanic. Al llevar la conversación a las privaciones urbanas y The Wire, ella revolea los ojos: “Es siempre la primera frase de cualquier artículo”, dice. En sociedad con el hotel, las autoridades de la ciudad han invitado a periodistas extranjeros para que vengan y vean Baltimore: quieren mostrar sus museos y sus aburguesados frentes marítimos. Están obviamente sensibilizados por la posibilidad de que las crudas imágenes televisivas espanten a todo visitante. Pero no tiene razón: ver The Wire hace que el espectador sienta que empieza a entender una ciudad fascinante. Y al entender se teme menos. The Wire podría estar igualmente ambientada en cualquier locación del “Belt Rust” del medio oeste estadounidense, pero como David Simon era reportero del Baltimore Sun, eligió Baltimore.

Otros shows televisivos están viniendo a la ciudad. Un equipo de filmación está registrando escenas para Veep, de HBO. La nueva sátira de Armando Iannucci, una remake estadounidense de The Thick Of It, tiene por protagonista a Julia Louis-Dreyfus, una de las estrellas de Seinfeld. Baltimore sirve como “doble” de Washington, que se encuentra a menos de una hora en auto. “Baltimore no ha cambiado”, dice el periodista Bruce Goldfarb, que también trabajó en el Baltimore Sun. “Enfrenta los mismos problemas que tienen todas las grandes ciudades, una creciente división entre los que tienen y los que no. Pero Baltimore es también una ciudad destacable: tolerante, diversa, vibrante. Una ciudad grande con un sentimiento de pueblo chico.”

Abajo en el puerto, entre un conglomerado de bloques de oficinas posmodernas, museos y kitsch turístico, resulta obvio cuán alto puede hablar el dinero. Baltimore lo tuvo una vez, pero luego las industrias pesadas y el ferrocarril hicieron las valijas y la ciudad quedó fuera de juego. El punto que señala David Simon en la serie televisiva es que, en última instancia, en los Estados Unidos tenés que buscar el número uno. Según sostiene el show, el capitalismo americano –practicado por las corporaciones mediáticas o los traficantes de drogas– no tiene piedad.

Al costado de los desaliñados edificios del frente marítimo reposa una última sorpresa: un pequeño campamento del movimiento Occupy. Un par de docenas de activistas están allí haciendo café y subiendo fotos en sus laptops. En la esquina hay una pila de carteles pintados a mano: en uno se lee: “La Ciudad Encantada duele”. Como todos los dolores, es difícil saber cuándo pasará. Pero eventualmente los dolores se disipan y la salud retorna. Quizá Baltimore esté en el lento camino de la recuperación.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.

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