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Lunes, 30 de junio de 2008

LITERATURA

Textual

No puedo tomar un solo trago –anunció Eduardito—. Me pillarían por el tufo.

–Lo mejor, entonces –sentenció Teófilo, el jefe indiscutido de La Mandrágora, el sucesor de Vicente, el corresponsal intermitente de André y de Elisa Bretón– sería fumar opio.

–¿Opio?

–Sí –contestó Teófilo—. Opio. Conozco un fumadero por aquí cerca.

El Chico, asustado, dijo que él no estaba para esos trotes, que sus pulmones, etcétera, y hasta mi estatura, agregó, mirando compungido, las puntas de sus zapatos, pero Teófilo, Eduardito y el Poeta se pusieron de pie, decididos, y el Poeta agarró al Chico de un brazo y lo llevó a la rastra.

Subieron por una escalera estrecha, al final de la calle Bandera, en las cercanías del Mercado Central, de la Piojera, de esos rumbos, y entraron a una pieza en penumbra donde flotaba un olor raro, pastoso, y había varios colchones de dudosa limpieza desperdigados en el suelo. Teófilo, experimentado en estas lides, se tendió con parsimonia en uno de los colchones, y los demás hicieron lo mismo. Entró un empleado, moreno de mala cara, calvo como una bola de billar, con unos paños doblados en el antebrazo izquierdo, y cobró el precio de cuatro dosis. Salió y regresó al poco rato con cuatro pipas encendidas.

–Fumen despacio –advirtió, con voz quebrada—, sin asorocharse, y si necesitan algo, agua o lo que sea, me llaman.

* Fragmento de La casa de Dostoievski (Planeta).

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