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Jueves, 7 de mayo de 2009

CINE › UN FILM QUE ES A LA VEZ ENSAYO, AUTORRETRATO Y POESíA

La lucidez de la melancolía

Las memorias y reflexiones de Terence Davies son absolutamente íntimas, personales, pero quizá justamente por ello, por su carácter de verdad individual, son capaces de alcanzar un valor universal, de conectarse con otras memorias, otros recuerdos.

 Por Luciano Monteagudo

El peso de la memoria, la ineludible subjetividad de los recuerdos, la reflexión sobre un pasado que ya nunca volverá: ésos son los materiales sobre los cuales trabaja, en esencia, el cine del director británico Terence Davies y que aquí, más que nunca, forman el núcleo duro de un film que va mucho más allá de la esquemática idea que se suele tener del documental: se trata de una obra ambiciosa, que avanza hacia un terreno que en otros campos se consideraría “ensayo”, “autorretrato” e incluso, en ciertos pasajes, sencillamente “poesía”.

Del tiempo y la ciudad tiene efectivamente una sustancia lírica y un carácter elegíaco, en la medida en que se lamenta por aquello que alguna vez fue y ya nunca será. Pero a no confundirse: no hay nada de banalidad, de nostalgia barata en la revisión que el director hace de Liverpool en los años ’40 y ’50, la ciudad en la que Davies nació, creció y luego abandonó. Lo suyo es más bien una suerte de melancolía lúcida, de evocación crítica, tanto de su pasado personal como de su lugar de pertenencia. El punto de partida no podría ser más local y, sin embargo –como sucede, por ejemplo, con el cine del japonés Yasujiro Ozu–, no podría ser, al mismo tiempo, más universal. Las memorias y reflexiones de Davies –que la voz del propio director va desgranando desde un relato en off– son absolutamente íntimas, personales, pero quizás justamente por ello, por su carácter de verdad individual, son capaces de conectarse con otras memorias, otros recuerdos.

Los temas de Davies son también universales. “Todo mi mundo: hogar, escuela, las películas, Dios”, dice a modo de síntesis. Y a partir de allí, va conectando esos tópicos con el espacio físico e imaginario en el que se desarrollaron. El material es, casi siempre, de archivo (un material excepcional, por otra parte, tomado de los clásicos documentales de Humphrey Jennings y de home-movies tan ignotas como conmovedoras). El rostro de Davies jamás se ve, pero no resulta difícil imaginar su salida del colegio o su vida en familia cuando evoca los ociosos domingos de antaño, mientras el audio recoge fragmentos de los programas radiales de hace más de medio siglo atrás, cuando la radio ocupaba el sitio que luego hegemonizó la televisión.

El cine, por supuesto, formó parte de la educación sentimental de Davies, como de tanta gente de su generación. El misterio de las grandes salas oscuras, el brillo hipnótico de la pantalla y sus estrellas están presentes desde el comienzo mismo del film, que se abre cuando un enorme cortinado púrpura, como el de los antiguos palacios cinematográficos, se descorre para dar comienzo a la función, al desfile de fantasmas que pueblan el imaginario colectivo del hombre del siglo XX. Hay allí una liturgia pagana que Davies contrapone a la liturgia católica que tanto lo marcó en su infancia y que tanto lo dañó en su conflictiva adolescencia, cuando descubrió culposamente su homosexualidad, sublimada en los ingenuos matchs de lucha libre como los que exhuman las imágenes de archivo, que el director no duda en hacer propias.

Aun así, si no fuera porque es tan ferozmente anticlerical y tan fervientemente antimonárquico, se podría pensar que Davies es un reaccionario. Para él –y Del tiempo y la ciudad lo deja muy claro– Los Beatles, el producto de exportación más famoso y perdurable que ha tenido Liverpool, son el principio del fin, la invasión de la cultura pop que acabará con la personalidad históricamente obrera de la ciudad. Ese estallido Davies lo asocia también con la piqueta del progreso que termina con las típicas hileras de calles proletarias, con casas gemelas y chimeneas humeantes, que pasan a ser reemplazadas por horribles torres de hormigón.

Es curioso, porque el retrato que Davies termina pintando de sí mismo es, valga la paradoja, el de un aristócrata de la clase trabajadora, alguien capaz de poner en valor los rostros anónimos de hombres y mujeres, de dar cuenta del mundo del trabajo, cuando ese mundo aún no había sido pervertido por la fiebre del consumo y la vana ilusión del ascenso social. Se diría que si hay un tema que recorre, como un río subterráneo, toda la compleja construcción de su película es el de la inocencia perdida, la infancia como un Edén que será fatalmente traicionado, la esperanza que acabará en desilusión, pero que aun así sigue alimentando como una llama la dura vida cotidiana. No por nada una de las citas más significativas –en una película que quizás abuse de ellas (Joyce, Engels, Jung...)– pertenece a Antón Chéjov: “Los verdaderos momentos dorados pasan, y no dejan huella”.

8-Del tiempo y la ciudad

(Of Time and the City; Reino Unido, 2008).

Dirección y guión: Terence Davies.

Fotografía: Tim Pollard.

Se exhibe en el ArteCinema (Salta 1620) en todas las funciones diarias (proyección en DVD-Pantalla gigante), y en el Malba (Figueroa Alcorta 3415) los sábados a las 20 y los domingos a las 17.30 (proyección en fílmico).

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La piqueta del progreso termina con las calles proletarias.
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