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Miércoles, 6 de octubre de 2010

CULTURA › LA MUESTRA JUDíOS ARGENTINOS. RETRATOS EN EL BICENTENARIO

Las huellas de la colectividad

Los trabajos de Daniel Caldirola, Alejandra López, Pedro Roth, Carlos Trilnick y Omar Panosetti marcan un recorrido que intenta trazar las huellas de quienes recorrieron miles de kilómetros sin perder su cultura, su humor, su identidad.

 Por Silvina Friera

Desde Frankfurt

Dos continentes y muchas vidas en color sepia, el ADN de las fotos viejas. La noche en uno de esos continentes –en Europa, en el Museo Judío de Frankfurt– recién comienza. Un largo pasillo de paredes blancas aparece delineado por sueños que se adivinan en el brillo de las miradas; un brillo por momentos leve, como si esos ojos lanzados hacia el porvenir buscaran aligerar el peso de destinos que se intuyen esculpidos por la fuerza de trabajos a destajo para escapar de las tenazas de la pobreza. O por peripecias de huidas de un estado de terror y persecución a otro, que muchos años después padecerían en carne propia. “Los inmigrantes trajeron las valijas llenas de sueños”, se lee en una de las tantas inscripciones de la exposición Judíos argentinos. Retratos en el Bicentenario, que se inaugura con trabajos de Daniel Caldirola, Alejandra López, Pedro Roth, Carlos Trilnick y Omar Panosetti, curados por Elio Kapszuk. Un retrato de tres jóvenes gauchos judíos inicia un recorrido por la trama de la presencia judía en la Argentina con escalas en los pioneros, que entre 1854 y 1889 pisaron las arenas movedizas de un espacio en formación y le inyectaron –a través de un goteo permanente– su cultura, su humor, sus festividades; en el trabajo y la organización gremial –hay una reliquia, un carnet de la Federación Obrera del Vestido, de la sección confección, en la calle Warnes 338, de un hombre al que no se le puede achacar lo de la “costurerita que dio el mal paso”–; en el tango y “un más acá” tallado y conectado por el Holocausto y los desaparecidos durante la última dictadura militar.

El recurso de numerosas valijas blancas abiertas y desplegadas a lo largo y ancho de la muestra tiene un poderoso efecto hipnótico. Pero ese hilo conductor –advierten algunos– enfoca escasamente la incidencia, por ejemplo, de la izquierda no sionista judía en el cooperativismo agrario. Las valijas, entonces, se muestran partidarias de un relato “central” donde el complejo tejido de las periferias está tímidamente trazado. “¿Saben cuántos judíos viven en el pueblo donde nació mi padre?”, pregunta a los periodistas argentinos la psicoanalista y escritora argentina Marta Kapustin, residente en Frankfurt desde hace ocho años. El interrogante, arrojado sin anestesia durante la caminata por la planta baja de la sala, intenta poner a prueba más que el conocimiento de la prensa vernácula, una imaginación que pronto –se comprobará– se queda corta frente a la demoledora evidencia.

“Uno solo vive, y ya se debe haber muerto porque era muy viejito”, dice Kapustin, revoleando el dedo índice para subrayar la cifra. Bialystok –en Polonia– es el pequeño lugar en el mundo donde nació su padre, que murió a los 56 años, en Buenos Aires. “Nunca recibí una educación antialemana, aunque mi familia fue víctima del Holocausto”, aclara la hija, aún impresionada por el hallazgo menos pensado, en una de las fotos que se exhiben, del pueblo donde arrancó la historia de parte de sus antepasados. “Mi padre siempre hablaba de ‘pequeñas traiciones del pueblo polaco’”, cuenta con ganas de que escuchen los retazos de su historia. La escritora y psicoanalista, mujer de carácter aguerrido, suaviza su tono cuando se sumerge en el túnel de un viaje de regreso –el que su padre no pudo hacer–, en los años ’90, a Bialystok. Llegó en coche, nada menos que de patente alemana, a un lugar que describe –y sus ocasionales interlocutores lo pueden apreciar en un primer plano, como si tuviera una cámara que proyecta lo que narra– como “un pueblo con grullas en el techo haciendo nido”.

“Acá nació mi padre”, le dijo, agitando con una ansiedad en estado bruto un manojo de fotos paternas, al único hombre que hablaba alemán. Su marido, un alemán que se enganchó en la aventura con la prudencia germana a cuestas y se enojó por la incontinencia de su mujer –que en eso es ciento por ciento argentina–, la trató de “ingenua” por creer que en un espacio-nido de “pequeñas traiciones” encontraría una voz dispuesta a tirar del enmarañado hilo de una memoria que se prefiere enterrar –así embrollada como está– en el cajón definitivo del olvido.

En el primer piso sorprende una seguidilla de cajitas de piedra, esbozos de tumbas en miniatura que recuerdan a las víctimas del atentado a la AMIA y a los desaparecidos de la colectividad durante la última dictadura. “Sin memoria no hay justicia, pero la memoria no puede ser sustituto de la justicia”, subraya Magdalena Faillace, parafraseando a Andreas Huyssen.

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