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Domingo, 13 de agosto de 2006

TEATRO

La opinión de los directores

- Rubén Szuchmacher: Dirigir La vida de Galilei (Lebens des Galilei), que aquí siempre se llamó Galileo Galilei, fue una de las aventuras teatrales más fascinantes que me hayan ocurrido. Cuando en 1998 Kive Staiff me propuso hacerla, me di cuenta de que nunca había imaginado que yo, un apasionado de Brecht desde mi más tierna infancia, iba a dirigir esa obra. ¿Cómo llevar a cabo una puesta de una obra que había visto a los 13 años, como así también la mítica puesta de Jaime Kogan del ’84? ¿Cómo pensar un autor que en aquel momento era cuestionado, sobre todo a partir de la caída del Muro? ¿Qué tenía para decir a los argentinos del fin del milenio ese autor tan prototípico del siglo XX? Con estos interrogantes fui entrando en el texto y comencé a redescubrir al gran poeta que siempre fue. Y al gran dramaturgo que se adentra en las complejidades de la vida de los intelectuales en las sociedades contemporáneas a través de una técnica teatral inconmensurable. Al apartarme de la lectura ideológica que había hecho la izquierda argentina de los ’50 y meterme de lleno en la fina dialéctica del texto, casi con rigor filológico, gracias a la traducción de Silvia Fehrmann y Gabriela Massuh, pude encontrar las llaves de entrada a ese texto: el sentido del humor que recorre toda la obra, aspecto que sorprendió a un sector del público que pensó que yo había “intervenido” la obra, cuando había sido fiel al original, y que permite una entrada directa, frontal, nada complicada para internarse en la complejidad de las ideas. Brecht me acompaña desde siempre y seguirá siendo ese maravilloso compañero en mis aventuras teatrales.

- Onofre Lovero: En 1957, yo trabajaba en Editorial Abril. En 1953, habíamos inaugurado el Teatro de Los Independientes (hoy Payró), construido por nosotros, un grupo de actrices y actores que formaban parte del elenco bajo la dirección de Anselmo Barbieri. Entre las personas que nos visitaban en Abril, había un excelente (y gracioso) periodista: Lucho Lanús, quien dijo que debíamos estrenar La ópera de dos centavos. Los datos que yo tenía sobre su autor eran someros. El entusiasmo de Lucho me impresionó y me puse a averiguar quiénes tenían los derechos. Di con un cordialísimo señor alemán, representante de Brecht aquí, quien me conectó con su esposa, que tuvo a su cargo una lectura a primera vista de la obra que encantó a toda la gente de Los Independientes. Nos hizo escuchar un disco con la música de Kurt Weill que nos pareció difícil, hasta que llegamos a familiarizarnos. Obtuvimos los derechos y de Alemania nos enviaron la partitura para piano. Conseguimos un piano al que le faltaban unas cuantas octavas, pero sonaba como el organito que yo había imaginado para acompañar a los eventuales cantantes. Y junto con la señora Annie Reney –quien había hecho la lectura– nos pusimos a traducirla. Ella era la que traducía, yo me limitaba a corregir. La puesta a punto de las canciones, con la colaboración del ingeniero Silberman me llevó varios meses; pero un día todo estuvo listo. La ópera... fue un gran éxito y después llegaron Galileo y muchas producciones –bastantes en colaboración con Manuel Iedvabni– basadas en sus textos.

- Manuel Iedvabni: Brecht es compañero en un largo período de mi vida. Me agarra de muchacho, en 1956, cuando con un elenco popular hicimos La condena de Lúculo, y en los ’90 con La buena persona de Se Chuan, en el IFT. Era mi octavo montaje en 40 años. Sus obras me acompañaron en acontecimientos puntuales y apliqué su técnica de distanciamiento en distintas. Me identifiqué a veces con esa idea de que el teatro podía modificar la vida de la gente. Hoy dudo. Muchos lo creíamos. Encuentro en Brecht una mezcla de socarronería e indulgencia frente a los avatares de la vida que comparto. Su pretensión antiilusionista, justamente cuando el teatro es generalmente pura ilusión, fue compartida por los que lo admiramos. Hoy lo veo como algo voluntarista. Sin embargo, la calidad poética de sus obras era tan intensa que me resultaba posible creer que se podía ser antiilusionista y aspirar a transformar ideas. Su técnica era reflejo de una estructura marxista. Cualquiera sea la postura que se tenga frente a su obra se encontrará con esa estructura. Me siento agradecido hacia Brecht, un genial poeta y artista revolucionario.

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